Capítulo 35

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Vamos camino de las carpas otra vez. Hoy me quedaré a dormir en casa de David para poder salir hasta más tarde. Hace unas semanas ya os conté que mi madre solo me deja salir hasta las tres.

Después de la conversación de esta mañana con David, no tenía muchas ganas de verle. Ahora se me ha pasado el enfado. Por otra parte, no tengo muchos amigos entre los que elegir. Le ha mandado un mensaje a Ainhoa antes de salir de casa y me ha respondido que nos veríamos en la fiesta.

Al ser sábado, todavía hay más gente que ayer.

—¿Me acompañáis un momento a hacer un trapi? —nos pregunta Isaac cuando nos acercamos a la carpa.

Un trapi es una venta. Por lo que tengo entendido, se saca un buen dinero con la hierba. Lo que sigo sin comprender es por qué robó las plantas de su vecino. Dicen que la avaricia rompe el saco.

—He quedado con Moussa cerca de la carpa —dice Isaac.

—¿El Moussa del Long? —le pregunto.

—Sí —afirma—, pero no te preocupes. Está todo bien.

El Moussa que me crucé ayer y me miró con cara de sicario. Menos mal que está todo bien.

Al llegar a la altura de la carpa, pasamos de largo y seguimos por el paseo marítimo. Caminamos un poco hasta alejarnos de la muchedumbre.

—Suerte que habíais quedado cerca —se queja David.

—Estamos aquí al lado —dice Isaac—. Con la de poli que hay, no voy a ponerme al lado de la carpa a vender hierba.

—Tampoco hay tanta.

—¿Sabes que hay policía secreta? —pregunta Isaac—. Van de paisanos.

—Es que si fueran con el uniforme no serían policía secreta —dice David.

—Pues eso.

—Y después te fumas los porros delante de la carpa —le digo a Isaac.

—Eso es porque me da pereza ir lejos cuando ya estoy allí.

—¿Qué esperas? —dice David—, si se fuma los cigarros dentro del recinto.

—Eso también lo haces tú —digo.

—Y no es ilegal —añade Isaac—. ¿O sí? No lo sé.

Llegamos a un banco en el que están sentados Moussa y tres chicos más. Ibra no está por ningún lado. Nos saludamos entre todos con un apretón de manos. No percibo la hostilidad de ayer en Moussa, pero tampoco ninguna simpatía.

—¿Vais a ir a la carpa? —le pregunta Isaac al grupo.

—Sí —responde Moussa—. Nos hacemos un porro y vamos.

—Nos vemos allí —se despide Isaac.

Cuando ya estamos lo suficientemente lejos para que no nos oigan, Isaac me dice:

—¿Has visto que no pasa nada?

—En ningún momento he dicho lo contrario —le respondo.

—Bueno; estabas un poco preocupado.

—Es que Moussa es un buen bicho —interviene David—. Yo no sé cómo se te ocurrió meterte con él.

—Se me fue la olla —digo.

Isaac se ríe. Deshacemos el camino hasta llegar al lugar de la fiesta. Mi mirada se mueve inquieta de un lado a otro en busca de Sara y Ainhoa. Ni rastro. Al igual que la noche anterior, rodeamos la carpa para ir a la playa a beber un poco. Sacamos las botellas y los vasos de la bolsa y nos ponemos manos a la obra. La noche es joven, pero se hace vieja como todo el mundo, por lo que no hay que desperdiciar un solo segundo.

Entramos en la carpa con la decisión y el ímpetu que proporciona el alcohol. Hoy no suena la variedad musical de ninguna banda, sino un tema tras otro de reguetón de la mano de un DJ. Mientras más nos acercamos al escenario, más apretujada está la gente. Nos plantamos en un sitio en el que disponemos de un poco de movilidad. Al contrario que ayer, miro el móvil a menudo por si recibo un torrente de llamadas de Ainhoa. De momento no ha dado señales de vida.

Es cierto que hay mucha gente y el espacio es relativamente amplio, pero lo más probable es que, si pasamos la noche aquí, terminemos cruzándonos con muchas caras conocidas, incluida la de Ainhoa y, espero, la de Sara.

Se hace raro estar de pie en una fiesta sin un vaso en la mano. Por desgracia, nuestra economía de botellón no nos permite consumir en la barra tanto como nos gustaría. Tenemos que resistir el impulso de la sed alcohólica para no gastarnos nuestro poco dinero en una hora. Aun así, no pasa mucho tiempo antes de nuestro primer viaje a la barra. Mientras espero detrás de David, quien intenta llamar la atención de la camarera, veo un rostro entre la multitud que me mira fijamente. Es el vecino loco de Isaac. Tiene un codo apoyado en la barra y la mano derecha cerrada sobre la muñeca izquierda. La forma en la que me miró Moussa es una broma en comparación a la expresión de tarado del vecino. Por si fuera poco, está acompañado de un tío que me mira igual. Aparto la vista al instante y me acerco a Isaac.

—Tío —le digo—, no mires detrás de mí. Está tu vecino y otro mirándonos con una cara de mala hostia...

Isaac me hace caso y no mira hacia allí.

—Tranquilo —me dice—; es un gilipollas, pero no va a hacer nada.

A pesar de sus palabras, él no parece tranquilo.

—Igualmente —sigue—, mi hermano está por aquí. Si pasa algo lo vamos a buscar.

Hasta que no nos alejamos de la barra, no recupero un poco la calma. Un poco. Estoy atento a la gente que pasa a nuestro alrededor por si aparece el loco. De repente, entre esa gente surgen Lydia y Marie.

—¿Has venido a saludarme? —le pregunto a mi amiga.

—La verdad es que pasaba por aquí, pero si te hace feliz te digo que he venido a saludarte.

—Dímelo.

—Sí, Hugo, venía a saludarte.

—Eres la mejor.

—Ya lo sé. —Sonríe con su luz particular—. ¿Podemos quedarnos con vosotros?

—Si queréis.

—Por algo te lo pregunto.

—Ya, pero como ayer...

—Hoy es otro día. —Agita la mano como si borrara el día anterior.

Isaac aparece a mi lado.

—Hola —saluda a Lydia.

—Hola —le responde.

Los dos intercambian unas pocas frases amables y yo aprovecho para mirar el móvil. Tengo un whats de Ainhoa en el que me pregunta dónde estoy. Se lo digo y, al momento, me responde que ya viene.

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora