Capítulo 44

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De camino al hospital, no intercambiamos una sola palabra con David. Está hecho polvo. Me parte el alma verlo así. Llegamos a urgencias y ponen a mi amigo en una silla de ruedas. Pobre, que gafe es. A este paso, se va a convertir en cliente vip del hospital. Me conducen hasta un box solitario y me dicen que espere.

—Vamos a avisar a tus padres —me comunica un sanitario.

—¿Es necesario? —le pregunto.

—Claro; eres menor.

Fenomenal. Me va a caer una buena. Da igual que haya sido víctima de una agresión. Mis padres tienden a cabrearse conmigo siempre. En diez minutos están allí.

—¿Estás bien? —me pregunta mi madre.

—Sí, me han dado algún golpe y ya está.

—¿Dónde?

—En el torso.

Mi madre niega con la cabeza, como si me hubiera pegado yo mismo.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Nos han pegado.

—¿Quién?

—Unos tíos.

—¿Qué tíos? —pregunta mi padre.

—No sé quiénes son.

No tengo claro por qué miento. Supongo que lo más fácil sería denunciar a aquellos hijos de puta. Sin embargo, me comprometí a mantener esta historia en secreto. Nos comprometimos con Isaac, el mismo que ha provocado que le peguen una paliza a mi amigo. Soy imbécil. Es cierto que podría decir quién nos ha agredido sin contar lo de las plantas. Sea como sea, prefiero hablar con David e Isaac antes de tomar una decisión.

—¿Y por qué os han pegado? —pregunta mi madre.

—No lo sé —respondo—. Por nada. Volvíamos a casa y nos han empezado a perseguir por el paseo marítimo.

En ese momento, la madre de David pasa por delante del box, pero no me ve.

—¿Eran mayores que vosotros? —pregunta mi padre.

—Treinta años o así.

—Qué hijos de puta.

Suena un móvil, el mío. ¿Quién puede ser ahora? Si alguien ha pensado en Ainhoa, ha acertado. Tiene el don de la llamada inoportuna. No se lo quiero coger delante de mis padres. Qué vergüenza.

—¿Quién es? —pregunta mi madre.

—Lydia —digo sin pensar.

—¿Por qué te llama a esta hora?

—Estaba en la carpa. Le habrán dicho lo que nos ha pasado. Aquellos tíos nos han pillado cerca de allí y alguien lo habrá visto.

—¿Y no le quieres coger el teléfono?

—Ahora no.

—Pobrecita, estará preocupada. ¿Quieres que se lo coja yo?

—No —respondo al instante.

El móvil deja de sonar, por poco tiempo. Al igual que la noche que hablé con Sara por primera vez, Ainhoa vuelve a llamar.

—Dame el teléfono —dice mi madre—, que ya hablo con ella.

—Que no.

Respondo a la llamada para salir de apuro.

—¿Por qué no me lo coges? —me pregunta Ainhoa de buenas a primeras—. ¿Qué te ha pasado?

—Nada, estoy bien.

—¿Cómo que nada? Acabo de llegar a la carpa y me han dicho que os habéis peleado aquí dentro. —Habla a gritos.

Mi madre me mira extrañada. La voz que le llega desde el teléfono no le parece la de Lydia.

—Ya te contaré —le digo a Ainhoa—. Ahora no puedo hablar.

—¿Por qué no?, ¿dónde estás?

—Luego te lo explico todo, pero no te preocupes, que estoy bien.

Cuelgo mientras Ainhoa sigue gritando.

—¿Esa era Lydia? —me pregunta mi madre con una expresión de recelo en sus ojos.

—Sí.

—No parecía su voz.

—Es que gritaba mucho porque estaba dentro de la carpa.

Mi madre no me cree, pero tampoco insiste, y a mi padre no le importa quién me llame o me deje de llamar.

Al cabo de media hora, me hacen una radiografía. Regreso al box y espero otra media hora antes de que un médico se acerque a explicarme que no tengo ninguna lesión interna. Tengo que esperar un poco más para que me den unos papeles.

Al salir a la sala de espera, veo a Isaac sentado. Se levanta y viene hacia mí.

—¿Cómo estás? —me pregunta.

—Bien.

—¿Y David?

—No lo sé; no lo he visto.

Isaac mira detrás mío.

—Hola —saluda a mis padres.

—Es Isaac —lo presento—, un colega.

A estas alturas, y a pesar de todo, creo que ya se ha ganado ese título, sobre todo porque está aquí.

—¿Podemos esperar a que salga David? —le pregunto a mis padres.

—Sí —responde mi madre.

Nos sentamos en la sala. Hay poca gente a esa hora. David tarda un buen rato en aparecer. Mi madre se lleva la mano a la boca cuando lo ve. Los labios siguen hinchados y, en lugar de sangre, tiene heridas y marcas de los golpes. Anda por su propio pie. Nos levantamos todos y salimos a su encuentro. No me atrevo a preguntarle cómo está, porque es obvio que no está bien. Nos cuenta que, al igual que yo, no tiene ninguna lesión interna. Dentro de la gravedad del asunto, es una suerte. La madre de David me mira y dice:

—Menuda racha lleváis. —Está cabreada—. Ya deben saber vuestros nombres de memoria por aquí.

Mis padres me miran con cara de no entender nada.

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora