Capítulo 2

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Al volver del patio, nos toca hacer un trabajo por grupos. Como de costumbre, no podemos elegir con quién lo hacemos porque lo decide el profesor. De esta forma, la mayoría de los grupos están equilibrados. El mío es uno de ellos; dos trabajan y los otros no hacemos nada. Me aburro. Miro por la ventana. Al otro lado de la vía del tren, en el paseo marítimo, el viento mece las palmeras. La choni de mi grupo, Ainhoa, que tampoco hace nada, no deja de hablar. En concreto, no deja de quejarse. De su boca salen más insultos que palabras. Para más inri, tiene una voz estridente, de pito. Los compañeros que sí hacen algo la ignoran, al igual que yo. Parece que Ainhoa no tiene problema en hablar sola. El contraste entre su cara embadurnada de maquillaje y el chándal que parece un pijama es curioso. Sigo mirando por la ventana.

—Oye, tienes los ojos bonitos —dice Ainhoa.

No sé por qué, me giro y veo que me está mirando. Me lo dice a mí. Nos miramos a los ojos porque no sé qué decir. Es la primera vez que una chica me dice algo así. Un par de segundos después, no soy capaz de soportar el peso de sus ojos y me fijo en el piercing de su nariz: un septum de dos bolas. En cuanto bajo la mirada, esboza una sonrisa pícara, vuelve a adoptar su expresión de aburrimiento y continúa con el recital de insultos. Es la típica bajita cuyo carácter es inversamente proporcional a su estatura. Es decir, gasta una mala leche de la hostia. Su pelo, de un negro impenetrable, va a conjunto con su carácter.

Suena el timbre de las dos y media, el de la libertad. Lydia me intercepta cuando me dirijo a la puerta.

—¿Quedamos esta tarde al final?

—¿Esta tarde?

—Sí, para estudiar.

Vaya, se había creído que iba a aceptar la propuesta. Si no tuviera nada que hacer, le diría que sí, pero le digo que no, porque David me ha ofrecido un plan mejor.

—El examen es para el jueves, podemos quedar mañana. —Es la única solución que encuentro para rebajar el cabreo que se dibuja en su cara tras mi negativa.

Lydia menea la cabeza de la misma forma que lo ha hecho a primera hora, cuando he entregado el examen en un plis plas. La expresión inocente de su rostro le resta severidad al gesto.

Lo primero que hago al salir del instituto es buscar a Sara. Al igual que en el patio, ocupa su posición de siempre. Todos hacemos lo mismo. Está fumando en la esquina con sus amigas. La observo con disimulo. Nadie sabe que me gusta.

A las cuatro y cuarto, David me manda un whats para decirme que está en la esquina de mi calle. Solo llega quince minutos tarde. En su caso, eso se puede considerar un acto de puntualidad extrema.

Vamos a casa de Isaac, al lado del instituto. El movimiento en las calles empieza a decrecer respecto a los meses anteriores. San Lorenzo es un pueblo costero que, un verano sí y otro también, atrae a multitud de turistas que vienen a achicharrarse bajo el sol, beber cerveza todo el día y vomitar por las esquinas. A partir de septiembre, en cuanto el calor empieza a bajar, cada vez se ven menos guiris, hasta que desaparecen por unos meses. Gracias al turismo, disponemos de varias discotecas. Algunas de ellas permanecen abiertas durante la temporada baja, puesto que la gente del pueblo las aprovecha. Pero ya os hablaré de ello cuando llegue el viernes. De momento, estamos a lunes, por lo que todavía queda un poco para que empiece la fiesta.

Isaac nos lleva directamente a la terraza de su casa. Falta una silla y va a buscarla. Al volver, se lía un porro como quien se prepara un bocadillo de Nocilla. Hace honor a su pinta de porrero. Lleva el pelo largo, oscuro, recogido en un moño bajo. Tiene los rasgos afilados, entre los que destaca la dureza de su mentón. Sus ojos son marrones. Viste sudadera y pantalón ancho, a lo skater. Es un poco más alto que yo, y se le intuye un cuerpo atlético debajo de la ropa. Le da unos tiros al porro y nos lo ofrece. David me mira, sonriendo, y niego con la cabeza. Mi amigo le da una calada y lucha por no toser en el momento de soltar el humo. Lo consigue. Sin embargo, Isaac se da cuenta de que no es un fumador habitual.

—¿Te gusta? —le pregunta el anfitrión.

David, inmerso en su lucha interior por contener la tos, le responde que sí. ¿Qué le va a decir? No tiene ni idea del tema. Según nos cuenta Isaac, esa hierba es muy buena. La cultiva su hermano mayor, y entre ambos la venden. Cuando David hace el gesto de devolverle el porro, Isaac me mira por si quiero fumar. Esta vez digo que sí. Mi inexperiencia salta a la vista antes de que sujete el porro entre el pulgar y el índice.

—Te tienes que tragar el humo —me dice David cuando me llevo el porro a los labios—; aguántalo dentro.

Hago lo que me dice. Me hincho de humo. Al soltarlo, me rasca la garganta y soy incapaz de controlar la tos. Por un segundo, creo que me voy a desmayar. Los otros dos se ríen.

—Le has dado un buen calo —dice David.

Le doy el porro a Isaac y me concentro en seguir vivo. Pese a lo desagradable de mi bautizo, vuelvo a fumar en la siguiente ronda, esta vez con un ímpetu menor, lo que no evita otro ataque de tos. No obstante, lo peor está por llegar. Al cabo de poco, tengo la sensación de que Isaac y David me observan cuando creen que yo no me doy cuenta. Me miran de reojo y les hago gracia, pero se ríen por dentro. Cruzan miradas cómplices. Intercepto su conversación telepática. Dicen: «¿Has visto lo fumado que va este?». Los momentos de silencio son los peores, porque sé que están pensando en la cara que llevo. Al final, no soporto más el agobio.

—Me voy —les digo.

Me despido lo más rápido que puedo, evitando sus miradas. Ya en la calle, la gente advierte mi estado. Tengo la boca seca. Los labios se pegan a las encías, y paso la lengua para despegarlos. Un hambre atroz crece en mi interior. Al llegar a casa, voy directo al baño para mirarme en el espejo. Los ojos rojos, muy rojos. De camino a la cocina, encuentro a mi padre en el comedor. Lo saludo sin establecer contacto visual. Si se fija estoy perdido. Por suerte, no es muy dado a charlar. Mejor dicho: no es muy dado a prestarme atención, solo a echarme la bronca cuando suspendo.

Cojo el paquete de cereales, un cartón de leche, un bol y una cuchara y voy a mi habitación. Lleno el recipiente hasta el borde. Los Chocapic sobresalen y tengo que vigilar para no desparramarlos por encima del escritorio. Los devoro en un momento, pero el vacío de mi estomago sigue ahí. Vuelvo a llenar el bol y lo engullo. Podría comer durante toda la eternidad. De hecho, cuando vuelvo a la cocina, como unas cuantas galletas. A continuación, paso un buen rato en la ducha, inmóvil bajo una cascada humeante. Por último, me tiendo en la cama y me quedo frito.

Mi madre me despierta cuando vuelve de trabajar. Le extraña que esté dormido, porque nunca duermo por las tardes. Le digo que me encuentro mal. Voy al baño y compruebo el estado de mis ojos. La rojez ha disminuido, al igual que mi paranoia y el aplatanamiento. Putos porros de mierda. No entiendo cómo le pueden gustar a nadie. ¿Qué le encuentran a quedarse planchados de aquella manera? No volveré a probar un porro en la vida.

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora