Capítulo 33

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Encuentro a Ainhoa sentada en la arena, con la cabeza agachada y rodeada de sus amigas. No hace ningún gesto que dé a entender que se ha enterado de mi llegada.

—¿Qué le pasa? —les pregunto a las chicas.

—Lo mismo de siempre —responde una—. Es muy chiquitilla y el alcohol le afecta mucho.

—Isaac me ha dicho que una tenía ganas de vomitar —digo—. Pensaba que era otra.

—Era otra. —La chica levanta la mano para adjudicarse el papel—. Yo.

—Ella no ha vomitado —dice una de las amigas en referencia a Ainhoa—, pero cuando hemos llegado aquí le ha venido el bajón.

Curiosamente, la que ha vomitado tiene mejor aspecto que Ainhoa.

—No se quiere mover de aquí —sigue la amiga—. Solo quería llamarte para que vinieras.

Alucinante. Siempre pasa de mí y justo me quiere a su lado cuando se produce el milagro de mi vida.

—¿Cómo estás? —le pregunto a Ainhoa.

Levanta la cabeza y me mira en silencio.

—¿Cómo te encuentras Ainhoa?

—¿Qué haces aquí?

—¿No querías que viniera?

En su boca se insinúa algo parecido a una sonrisa. Mira a las chicas y les dice:

—Podéis entrar. Me quedo aquí con él.

—¿Seguro? —le pregunta una amiga.

—Que sí.

—Ni se te ocurra dejarla sola —me dice la amiga—. Si te tienes que ir o pasa algo nos llamas desde su móvil.

No tengo ninguna intención de abandonar a Ainhoa, y ahora todavía menos. Parece que las amigas comparten ese carácter que no acepta discusiones.

Suena mi teléfono. Es David.

—¿Dónde estás? —me pregunta.

—Estoy con Ainhoa.

Se parte de risa.

—Es que no podemos dejarte solo —dice.

—Pues no. Ya ves que me pierdo.

—Hay una cola en los lavabos...

—Es que sois gilipollas. ¿Por qué no habéis ido a mear por ahí?

—No sé.

—Bueno. Luego te llamo.

Cuelgo y me guardo el móvil.

—No la dejes sola —me ordena la amiga de Ainhoa.

—Tranquila.

Las chicas se van y me quedo a solas con Ainhoa. A solas, pero rodeado de los grupos que se distribuyen por la playa.

—¿Por qué querías que viniera? —le pregunto.

—Para estar contigo —responde—. Si quieres puedes irte.

—No quiero irme. Solo preguntaba.

—Creía que iba a vomitar.

—¿Estás mejor?

Pone una mueca que no sé cómo interpretar.

—Lo que dijiste el otro día, en mi casa —dice—, ¿era verdad?

—¿El qué?

—¿Ya no te acuerdas?

Me tomo unos segundos para responder, como suelo hacer cuando tengo que decir algo importante.

—Todo lo que dije era verdad.

—¿Todo?, ¿y lo de que te gustaba también?

—Todo.

—¿Y por qué no me das un beso?

Busco sus labios. Lo único que se puede hacer en una relación de este tipo es dejarse llevar. La alternativa es volverse loco. Tengo la sensación de ser arrastrado por un río desbocado llamado Ainhoa, pero me gusta.

—¿Quieres ir a un sitio más tranquilo? —le pregunto.

—Vale. Ayúdame a levantarme.

No es que vaya tan mal para no poder levantarse, ni de lejos, pero es una chica muy comodona.

Me pongo en pie, le ofrezco la mano y la ayudo a levantarse. Empezamos a andar entre la gente en busca de un rincón tranquilo. Seguimos cogidos de la mano. Es algo nuevo y raro para mí, al igual que otras cosas que he compartido con Ainhoa. Nos alejamos un buen trecho y nos sentamos junto a una palmera, apoyados en el tronco.

—Pensaba que estabas peor cuando me ha llamado tu amiga —le digo.

—¿Qué querías?, ¿que me estuviera muriendo?

—Yo no quería nada. Prefiero que te encuentres bien. Lo que pasa es que me ha dicho que estabas fatal.

—Me encontraba mal. Ahora se me ha pasado un poco.

Quizás mi propia borrachera no me permite apreciar la suya. Por otra parte, después de lo que me ocurrió con David, mi visión de una persona que se encuentra fatal es otra.

—Tú también me gustas —me suelta de pronto.

Se lanza a mi boca. Las estrellas nos observan desde la infinitud de la noche. Se distraen un buen rato.

Cuando miro el móvil, son las tres y veinte. Hace veinte minutos que debería estar en casa.

—Me tengo que ir —le digo a Ainhoa.

—¿Ya?

—Sí.

—Pues yo también me voy. No quiero beber más.

—Puedes seguir de fiesta sin beber.

—No me apetece.

—Entonces te acompaño a casa.

—Vale.

—Llama a tus amigas para decirle que te vas. Y diles que te acompaño.

—De acuerdo papi —me dice sonriendo.

—Qué tonta eres.

Llama a una de sus amigas y yo a David. No me lo coge y le mando un whats para decirle que me voy a casa. Seguramente está en la carpa y no ha oído la llamada.

En el camino de vuelta, nos detenemos algunas veces por las calles vacías para besarnos. Eso hace que tardemos bastante en llegar al portal de Ainhoa. Una vez allí, nos despedimos con otro beso.

Si mi madre se despierta y ve que todavía no he vuelto a casa, me va a llamar hecha una furia, pero no importa. Habrá valido la pena.

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora