—¿Qué haces? —le digo a David mientras me siento a su lado.
Se limita a mirarme como si acabara de aterrizar allí y no supiera dónde está.
—Tío, parecía que le fueras a comer la boca a Isaac.
Los ojos se le abren como platos.
—No —responde.
—Venga, vamos a casa.
Nunca le había visto actuar así. Da la impresión de no ser consciente de nada. Le tiro del brazo para que se levante.
—Ahora, ahora —dice, al mismo tiempo que opone resistencia—; un momento.
Me quedo de pie, a la espera de que decida ponerse en marcha. En lugar de levantarse, se tiende a lo largo del banco.
—¡David!, ¿qué coño haces?
—Un momento.
—¡Me cago en la puta!
Cierra los ojos. Al final me canso de insistir y regreso al otro banco. Saco el móvil. Lydia no me ha dicho nada. ¡Vaya noche! Solo se salva por el momento en que he estado con Ainhoa. Si no fuera por eso, habría sido mejor quedarse en casa. Mis amigos estaban cabreados no sé por qué, e incluso Ainhoa ha acabado molesta.
Ahora soy yo el que está de mala leche porque llevo en esta plaza de mierda un montón de rato, y parece que va para largo. No pasa ni un alma por la calle. Parece que David se ha dormido. Lo que faltaba. Voy a despertarlo, pero no reacciona.
—¡David!, ¡despierta!
Lo sacudo un poco y estoy a punto de tirarlo del banco sin querer. Levanto la voz, lo zarandeo, me mojo las manos en la fuente y se las paso por la cara. No hay manera. Es imposible que no se enteré. Está inconsciente. Le grito y le vuelvo a mojar la cara un par de veces. Sin resultado ¿Y qué hago ahora? Estoy acojonado. Pide una ambulancia Hugo, ¿qué otra cosa puedes hacer? Llamo y, tras colgar, pongo a David de costado, por lo de ahogarse con el vómito. Por lo visto, la noche puede ir a peor.
La ambulancia llega rápido. Me preguntan qué ha pasado y ponen a David en una camilla. Se lo llevan a urgencias. Voy a pie hasta allí. Llego en diez minutos. No me dejan entrar para ver a mi amigo, por lo que me quedo en la sala de espera. Al cabo de un rato, aparece su madre. Me acerco a ella mientras habla con el recepcionista.
—Hugo —me saluda—, ¿tú no te has desmayado?
—No —le respondo, avergonzado.
Más que preocupada, parece fastidiada por el hecho de estar aquí a estas horas.
—¿No sabéis salir o qué?
Ella misma niega con la cabeza y desaparece tras una puerta, en busca de David. Vuelvo a la silla en la que estaba. En la parte superior de una esquina hay una tele colgada. Tienen puesto uno de esos canales que emiten noticias durante todo el día. Cuando me canso de estar sentado, salgo. Cuando me canso de estar fuera, vuelvo dentro. Así paso las horas, que transcurren con una lentitud insufrible. Miro el reloj en la pantalla del televisor y me desespero. Empiezo a tener sueño, por lo que dejo de dar vueltas. En la silla, echo alguna cabezada.
—Hugo.
Abro los ojos y veo a la madre de David delante mío, de pie.
—David tiene para un rato. Mejor vete a casa.
La mujer desconoce que no puedo ir a casa porque mi madre piensa que he vuelto de fiesta a las tres. Si me presento ahora, ¿qué le digo? No se me ocurre ninguna excusa para justificar que me haya ido de casa de mi amigo a estas horas.
—Sí —le respondo a la madre de David—, ahora me iré.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, gracias —me apresuro a responder.
—Pues vuelve y descansa, que tienes cara de sueño.
—¿David está bien?
—Sí. Le han hecho un lavado de estómago.
—¿Qué es eso?
—Le han puesto un tubo por la boca para limpiarle el estómago.
Soy incapaz de disimular el asco que me producen estas palabras.
—Así que ya sabéis —dice la mujer—, a partir de ahora, id con cuidado.
Vuelve dentro. Pobre David. Maldita la hora en que le han tocado los ochenta euros. Salgo a la puerta de urgencias y veo que empieza a clarear. Si la madre de David vuelve a salir, se extrañará de que siga aquí, y tampoco sabré qué decirle. Para evitar esta situación, me voy. ¿Qué hago hasta que sea una hora razonable para volver a casa? Se me ocurre una idea que deshecho al momento: escribir a Ainhoa para preguntarle si todavía está por ahí. Seguro que, después de salir del Long, ha ido a otro sitio de fiesta con sus amigos. A esta hora ya no queda nada abierto, pero no hace tanto que las discos han cerrado, por lo que quizás aún no ha vuelto a casa. ¿Le escribo? Sí. No. Sí. No. Al final me decido a mandarle un whats. No dice nada.
Camino hasta el paseo marítimo. Estoy cansado. Me siento en un columpio y cojo el móvil. Una vez en la mano, me doy cuenta de que no me apetece mirarlo y lo devuelvo al bolsillo del pantalón. Miro hacia el mar y contemplo el amanecer. El mundo cambia de color poco a poco. Si cerrase los ojos durante una hora, al abrirlos me encontraría con un cielo totalmente distinto. En cambio, con los ojos abiertos, soy incapaz de percibir el cambio en el momento en que se produce. El algo extraño; no sé si me explico. Lo mismo pasa con la salida del Sol. Hacía mucho tiempo que no veía un amanecer.
Algunas personas desfilan por el paseo. Su día ha empezado y el mío todavía tiene que terminar. Espero que no pase nada más. Podría ir a desayunar. Saco la cartera para ver si me queda dinero. Suficiente para comer algo. Me dirijo a una cafetería cerca de mi casa. Pido un bocadillo y un zumo y tomo asiento.
—¿Esto qué es? —me pregunta un señor desde la mesa contigua—, ¿el desayuno o la cena?
Supongo que mi cara habla por sí sola.
—Los dos —le respondo.
—Juventud, divino tesoro.
Todo lo divino que usted quiera, pero tengo unas ganas de llegar a casa.
—Claro que sí —sigue el hombre—, ¡aprovecha!, que cuando llegues a mi edad...
Le muestro una sonrisa de cortesía.
—A mi edad, ¡y antes!
Desayuno con su voz de fondo. Cuando termino, son cerca de las nueve. Ya no aguanto más. Me voy a casa. Al llegar, oigo a mi madre en la cocina.
—¿Qué haces aquí tan temprano?
—Me he despertado y no me podía dormir.
Parece que se lo cree. Me meto en mi habitación, me quito la ropa y me tumbo en la cama. Por fin. Antes de dormirme, me da tiempo a recordar las últimas horas. Por supuesto, siento mucho lo que le ha pasado a David, pero sigo pensando que, a pesar de todo, Ainhoa me ha salvado de una noche de mierda.
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El secreto de sus latidos
Genç KurguHugo es un adolescente invisible más de San Lorenzo, el pueblo costero en el que se ha criado. La chica que le gusta, Sara, parece ignorar su existencia, a pesar de ir al mismo curso que él. El simple hecho de cruzar una palabra con ella es un sueño...