Capítulo 40

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Subo al piso de Lydia porque la resaca le impide salir de su habitación. Yo tampoco estoy para tirar cohetes. He venido hasta aquí empujado por la fuerza de la amistad, porque de otro modo no lo habría conseguido. Lo mejor es que todavía queda una noche de fiesta y no me la pienso perder.

—¡Hola Hugo! —me saluda la madre de Lydia cuando entro en el piso.

Es una mujer encantadora. Lydia ha heredado su carácter.

—Hola.

Llega otro saludo proveniente del comedor. Es el padre de Lydia. Está sentado en el sofá mirando la tele. Es más serio que su mujer, pero igual de amable. El ambiente es totalmente opuesto al de la casa de David.

—¿Cómo estás? —me pregunta la mujer.

—Bien, un poco cansado de anoche.

—¡Cansado dice! —interviene el hombre—. El día que trabajes sabrás qué es estar cansado.

Esta es la típica frase de los adultos. Cualquier adolescente la ha escuchado unas quinientas veces.

—No le hagas caso —dice la mujer—. Lydia está en su cuarto.

—Vale; gracias.

Entro en la habitación de mi amiga y la encuentro durmiendo. La miro unos segundos antes de despertarla. Parece un ángel. Pronuncio su nombre en voz baja para no asustarla, pero no se despierta. Me acerco y alzo un poco la voz. Tampoco. Me siento en la cama con cuidado. Le pongo la mano encima del hombro.

—Lydia.

Abre los ojos y me mira fijamente. Parece que se encuentra en algún estado entre el sueño y la realidad.

—Hugo —dice al fin.

Le sonrío y sigue con su cara de confusión.

—Hemos quedado —le recuerdo—, ¿te habías olvidado?

—Sí, sí.

Se incorpora un poco. De la misma manera que la familia de Lydia no tiene nada que ver con la de David, la habitación en la que me encuentro es un palacio en comparación a la de Ainhoa, y no por las dimensiones, sino por el orden y la pulcritud. Una reluce y la otra... la otra no.

—Has apurado hasta el último segundo para dormir —le digo.

—Estoy fatal —se queja Lydia.

—Pues recupérate, que en nada volvemos a estar de parrandeo.

—¿Tú no tienes resaca?

—Claro que tengo.

Unos golpes suenan en la puerta.

—¿Sí? —dice Lydia.

El pomo gira y aparece la madre de mi amiga.

—Perdonad que os moleste —se disculpa—. ¿Queréis algo de comer?

—No, gracias —respondo.

—¿No?, ¿seguro?, ¿y algo de beber?

—No, no —insisto.

—Que no te dé vergüenza —insiste por su parte.

—No seas pesada mama —interviene Lydia—. Ya te ha dicho que no.

—Es que Hugo es tan bueno que le da reparo pedir cualquier cosa. —La mujer me mira como si fuera un niño abandonado en la calle—. Por eso insisto.

Lydia se ríe.

—Qué engañada la tienes; se piensa que eres un santo.

—¿Y no lo soy?

—Di que sí —me defiende la madre—. No le hagas caso.

—Hazme caso —me dice Lydia.

—Bueno —nos dice la mujer—, si quieres algo, me lo pides. Ya os dejo en paz.

—No cierres —dice Lydia—, que tengo que ir al baño.

Mientras espero a mi amiga, siento la tentación de tenderme en la cama y dormir veinte horas seguidas. Aguanta, Hugo. Un último esfuerzo. Mañana podrás hibernar.

Lydia entra en la habitación y vuelve a ocupar su sitio en la cama.

—¿A qué hora te has ido a dormir esta mañana? —le pregunto—. Me has escrito a las once.

—Muy tarde —responde—. Estábamos de cháchara con Marie.

—Vaya dos.

—Tú no digas tanto, que también estabas despierto. Eso, o me has respondido sonámbulo.

—Estaba despierto, pero ya había dormido. Acababa de llegar a casa.

—¿Y no has dormido más?

—Claro que sí. —Me acomodo en la cama y apoyo la espalda en la pared—. Bueno, ¿y por qué me has escrito a esa hora?

Lydia baja la mirada.

—Estaba rayada.

—¿De escuchar a la pesada de Marie? —le pregunto en broma.

—No; por Isaac.

—¿Qué ha pasado?

—Lo que viste.

—Vi que os liasteis.

—Pues eso.

—¿Te arrepientes?

—No, no es eso. —Se mira las manos, juntas sobre el regazo.

—¿Y qué es?

—Que no quería volver a liarme con él.

—¿No es lo mismo?

—No.

—Bueno, tampoco te rayes. Lo hiciste porque te apetecía.

—Ya; ese es el problema.

Me he perdido. Por suerte, con Lydia no me importa parecer un idiota, por lo que le pido más claridad.

—Después de hablar con Isaac, tenía claro que no me iba a liar más con él —me explica—, pero al verlo...

—No es tan fácil.

—El viernes no me acerqué a vosotros para evitar esta situación.

—Aguantaste un día —le digo—; no está mal.

—Calla, burro. Ayer pensé que, si te evitaba cada vez que estuvieras con Isaac, quizás no volvería a estar contigo de fiesta.

—Qué dramática.

—Un poco.

—Puedes estar cerca de Isaac sin que os lieis.

—Eso también lo pensé ayer, y ya viste lo que pasó.

—Porque haya pasado un día no significa que vaya a pasar siempre.

No responde. Leo la inseguridad en su rostro.

—¿Te gusta? —le pregunto.

—Es guapo, pero ya está —responde al instante.

—¿Ya está?, ¿segura?

—Sí.

Hay palabras que, depende de cómo se digan, significan lo contrario.

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora