Como era de esperar, el camino a casa de Jin se hace más largo que la travesía de Moisés por el desierto. Al ritmo de tortuga de nuestro colega, hay que sumar dos paradas para que vomite.
—Me siento fatal —dice Lydia.
—Tranqui —le digo—, él se siente peor.
—Por eso lo digo. Está así por mi culpa; yo lo he animado a beber.
—No te rayes. Es un trámite de la vida por el que tenemos que pasar todos, como el carné de conducir y esas cosas.
—Yo nunca he acabado así.
La miro de reojo.
—Paciencia —le digo.
—¡Cállate! Que tú y David terminéis así cada dos por tres no significa que le tenga que pasar a todo el mundo.
—A mí hace mucho que no me pasa.
—¿Mucho?, ¿te recuerdo el día que fuiste a casa de Isaac y no llegaste al Long?
—Eso fue porque fumé porros —contesto—. No cuenta.
—¿Has vuelto a fumar?
—No —respondo con expresión de asco.
Jin no se entera de nuestra conversación de borrachos sobre borrachos. Suficiente faena tiene con andar. Llegamos al portal de su bloque a las tres menos veinte. Es decir, hemos tardado cuarenta minutos en recorrer poco más de un kilómetro. Podría haber sido peor. Sin embargo, todavía nos queda la recta final. En el estado en que se encuentra, no nos atrevemos a dejarlo solo hasta asegurarnos de que haya entrado en su casa.
—¿Dónde tienes las llaves? —le pregunto a Jin.
Es necesario que repita las mismas palabras tres veces para que reaccione. Saca el manojo de llaves y se dispone a abrir la puerta. Supongo que ya sabéis lo que pasa cuando intentas llevar a cabo dicha acción en un estado de embriaguez considerable. Es incapaz de introducir la llave en la cerradura. Cuando está cerca de conseguirlo, el manojo cae al suelo. Me agacho para recogerlo, abro la puerta y entramos en el ascensor.
—¿Qué piso es? —pregunto.
Lydia no lo sabe y Jin parece que, en este momento, tampoco.
—Ahora vengo —digo.
Me dirijo al buzón para averiguar la planta en la que vive Jin. Localizo los apellidos chinos. Tercera planta. Subimos y dejamos a nuestro colega dentro de su piso. Antes de cerrar la puerta, le meto las llaves en el bolsillo del pantalón. De nuevo en la calle, Lydia me recuerda que falta poco para las tres.
—No nos da tiempo de volver al Long —dice—. Voy a avisar a Marie.
—Y yo a David. ¡Qué mierda! —me lamento—. Venga; te acompaño a casa.
Esta vez avanzamos más rápido, aunque con calma. Si llego un poco tarde no pasa nada. Dudo que me amplíen el castigo, puesto que eso implicaría no volver a ver la luz del sol.
Al comienzo del capítulo anterior, os he comentado lo suelta que tiene uno la lengua cuando está borracho. Pues bien, mientras caminamos por las calles dormidas del pueblo, en las que resuenan nuestros pasos, decido compartir con Lydia cierta opinión de David. Sí, me refiero a esa teoría de que mi mejor amiga está colada por vuestro narrador.
—¿Sabes qué?
—¿Qué?
La risa se me escapa antes de decirlo.
—Hace años que David piensa que te gusto.
Daba por supuesto que su risa se sumaría a la mía, pero, en lugar de eso, me río solo. Veo que no le hace gracia, así que cierro la boca. Un silencio extraño nos envuelve.
—¿Y por qué dice eso? —pregunta Lydia unos pasos después.
—No lo sé, pero, según él, se nota un montón.
Cada vez que digo algo, Lydia se toma su tiempo para digerirlo.
—Cuando te dice esto, ¿qué le respondes?
—Que somos amigos.
El resto del trayecto lo dedicamos a repasar lo que ha ocurrido en el Long esta noche, desde los bailoteos de Jin hasta el inesperado affaire entre David y Eva. Por supuesto, no comento nada de lo ocurrido fuera del local. Ya sabéis; el otro affaire de mi amigo, el beso que no ha sido tal con Sara... Menuda noche.
Mi amiga vive cerca de Jin, por lo que llegamos a su bloque en menos de diez minutos.
—Bueno —le digo—, nos vemos el lunes.
—Sí.
Lydia se gira para abrir la puerta del edificio, pero, en lugar de ello, se queda quieta.
—Hugo.
—Dime.
Se vuelve a girar y apoya la espalda en la puerta.
—La primera vez que me lie con Isaac, en el Long... —Parece que duda entre seguir hablando o callarse—. ¿Te acuerdas?
—Perfectamente —le respondo—. También fue la primera vez que David terminó la noche en urgencias, y que también quiso liarse con Isaac.
Lydia sonríe sin ganas.
—Sí —dice—. Esa noche, me lie con Isaac por... —Una especie de temor contiene su lengua.
—¿Por?
—Para olvidarme un rato de un chico. —responde con la cabeza gacha, como si hablara con el suelo.
—¿Un chico? —Esto no me lo esperaba—. ¿Te gusta alguien?, ¿quién es?
Sonríe de nuevo, pero de un modo que inspira tristeza.
—No lo conoces —responde.
¿No lo conozco? ¿Qué raro? ¿Quién será? A pesar de que ha sido ella quien ha sacado el tema, parece que se siente incómoda, por lo que prefiero no insistir en desvelar la identidad del chico en cuestión.
—Da igual —dice mi amiga—; es una tontería. Olvídalo.
—Sabes que puedes hablar conmigo de cualquier cosa, ¿no?
—Sí. —Esa sonrisa triste—. Gracias.
Nos deseamos una buena noche y espero que la puerta se cierre detrás de ella para ir a casa. Poco antes de llegar, mi madre me llama para decirme que ya tendría que haber vuelto. El único motivo por el que no grita es para no despertar a mi padre.
—Ya estoy llegando —le digo.
—Ven ahora mismo.
Cuelgo y la dejo con la palabra en la boca. Me da igual que se enfade. De todos modos, ya estoy castigado. Además, solo puedo pensar en las confesiones de mis mejores amigos. Sea quien sea el chico misterioso de Lydia, parece que le gusta de verdad. Nunca hubiera dicho que sentía algo así por alguien. Al final, David tendrá algo de razón y debo de ser un empanado. Pese a ello, sigo sin comprar la teoría de que le molo a mi amiga, porque ha tenido la oportunidad de decírmelo y no lo ha hecho. Sin embargo... eso no significa nada.
Quería que fuera una noche memorable, y lo ha sido, aunque de una forma distinta a la que esperaba.
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El secreto de sus latidos
Teen FictionHugo es un adolescente invisible más de San Lorenzo, el pueblo costero en el que se ha criado. La chica que le gusta, Sara, parece ignorar su existencia, a pesar de ir al mismo curso que él. El simple hecho de cruzar una palabra con ella es un sueño...