Otro lunes; otro más. ¿Por qué el fin de semana pasa tan rápido? ¿Por qué todas las cosas buenas pasan rápido? En cambio, con los malos momentos ocurre todo lo contrario, parece que no van a acabar nunca.
Mi madre abre la puerta por segunda vez.
—¡Levántate, Hugo!
Deja la puerta abierta. La luz del pasillo se cuela en mi habitación y me tapo la cabeza con la manta para protegerme. Desde la cocina, mi madre sigue insistiendo.
—Sal ya de la cama, que es tarde.
Con la lentitud de un zombi que sale de su tumba, me levanto de la cama, me visto y voy al baño. Sigo siendo el flacucho que me mira con sus ojos verdes desde el otro lado del espejo. Me paso la mano por el pelo, corto y moreno, para peinarme. De pequeño, llevaba el pelo largo, lo que, junto a las facciones de mi rostro ovalado, había hecho que me confundieran con una niña en alguna ocasión. Después de limpiarme la cara, acelero el ritmo. Desayuno un tazón de cereales a la velocidad de la luz, preparo la mochila y salgo pitando. Ya en la calle, voy a paso ligero hacia el instituto. Los pocos minutos que transcurren entre que un adolescente se levanta hasta que cruza la puerta de su clase están calculados al milímetro. Hay que apurar hasta el último segundo de sueño; es un principio básico en la vida de cualquier joven.
Pocas veces he cometido el error de llegar con antelación a la puerta del instituto, cuando aún no han abierto. No hay nada peor que esa espera, en la que tienes tiempo de pensar: «El rato que llevo aquí lo podría haber aprovechado para dormir». Bueno, sí, hay cosas peores.
Llegó al instituto con treinta segundos de margen. Pese a la rapidez moderada con la que me dirijo al aula (nunca corriendo, porque no hay que parecer un friki), me fijo en los rostros apresurados del pasillo. Busco uno en concreto, el mismo de cada mañana. Lo veo al pasar por delante de su clase. Ha sido un segundo, o menos, y ella ni siquiera me ha visto, pero ese segundo no se borrará de mi mente en todo el día.
Nada más cruzar la puerta de mi aula, suena el timbre.
—Llegas tarde Hugo —me dice la profesora.
—No —le respondo con una sonrisa—, el timbre ha sonado cuando ya estaba dentro.
Me mira con una cara que no acepta discusiones y dice:
—Cuando suena el timbre debéis estar en vuestro sitio.
Ocupo mi silla y justo en ese momento me entero de que hay examen. No tiene importancia; si lo hubiera sabido antes tampoco hubiera estudiado. Un suspenso más que añadir a la colección. Al final del curso tocará cruzar los dedos, hincar los codos y rezar para que se produzca el mismo milagro de los años anteriores. De esa manera, he llegado a 4º, y de esa manera espero sacarme la ESO. El problema es que estamos en septiembre, y eso significa que nos queda el curso entero para aburrirnos. Sí, seguramente sea más sencillo y menos arriesgado estudiar antes y evitar jugármelo todo a la carta de las recuperaciones, pero, como me conozco, sé que eso no va a pasar. La corta historia de mi vida lo demuestra.
En cuanto la profesora deja el examen en mi mesa, veo que no hay nada que hacer. ¿Qué esperaba? Aun así, toca hacer el paripé e inventarse las respuestas. Lo hago y devuelvo el examen. Soy el segundo en hacerlo. David, mi mejor amigo, el del pelo castaño claro y ojos grises, ni siquiera se ha molestado en disimular. Lo ha entregado tras escribir la única información que sabía: su nombre y apellidos. Nos miramos y sonreímos.
Lydia, sentada en la mesa de al lado, me dirige una mirada de reprobación y menea la cabeza. Su media melena ondulada le da un toque de gracia al movimiento. Me encojo de hombros. Cuando suena el siguiente timbre, se acerca a mi mesa y me comenta, con su voz discreta pero firme:
—Podrías haberme copiado al menos.
No doy crédito a lo que escucho. Mi amiga de la infancia, la que nunca se ha dejado copiar por nadie, ni siquiera por mí, me dice esto. Recuperado del shock, le doy la única respuesta posible:
—Pero si nunca me dejas copiar.
—¿Y qué? Inténtalo.
No entiendo por qué está tan indignada.
—Ya estamos en cuarto —continúa—. Tienes que aprobar. ¿Qué vas a hacer si no te dan la ESO?
La verdad es que no sé qué voy a hacer si no me la dan. Y si me la dan, tampoco.
—Ya me pondré las pilas con las recus.
—¿En serio? —me pregunta, con los brazos cruzados—. ¿Sabes que el jueves tenemos otro examen? No, ya sé que no lo sabes. Y también sé que no vas a estudiar. Si quieres, podemos quedar esta tarde y te ayudo.
Le preocupa más mi propio futuro que a mí mismo. Le agradezco el detalle y una leve sonrisa se dibuja en la fina línea de sus labios.
—Déjalo, que no eres su madre —le dice una compañera de clase a Lydia, refiriéndose a mí—. Él sabrá.
David, que tiene la oreja puesta, se suma a la conversación.
—A mí también me vas a ayudar —le pide a Lydia—, ¿a que sí?
—No —le responde de forma contundente.
—¿Y por qué a él sí y a mí no?
Lydia le da la espalda y vuelve a su silla.
—Me da igual —dice David—. Tampoco quedaría para estudiar. Qué pereza.
Tiene razón, y es probable que ocurra lo mismo conmigo.
A la hora del patio, hacemos la ruta habitual con David. Los dos de siempre. Uno, yo mismo, alto y delgado, y el otro, de estatura y complexión mediana. Mi chándal negro y el suyo gris claro. Como el Quijote y Sancho Panza. No he leído el libro, pero, como todo el mundo, sé qué pinta tienen la pareja de protagonistas.
La vuelvo a buscar desde la distancia. Está en el lugar que siempre ocupa con sus amigas. Ella, la chica de la clase de al lado. Se llama Sara, y el simple hecho de verla me sigue produciendo el mismo impacto que sentí el primer día. Su cabello rubio oscuro y sus ojos levemente rasgados, acordes a la finura de su rostro, ponen del revés mi mundo, detienen el tiempo. ¿Es posible que termine la secundaria sin que crucemos una palabra? Es posible, claro que lo es.
—¿Hoy quedamos? —le pregunto a David.
—Yo he quedado con Isaac.
—¿Con qué Isaac? —le interrogo, incrédulo— ¿El que ha repetido?
—Sí.
No entiendo nada. David y ese tío nunca se han relacionado, y ahora quedan.
—Tiene marihuana —me dice David.
—Ah, ¿sí?
Ahora lo entiendo. Mi amigo ha empezado a fumar tabaco hace poco. Aunque no lo admita, sé que lo hace para llamar la atención de alguna chica, quien debe fumar. Entiendo que el siguiente paso para intentar obtener popularidad consiste en fumar porros.
—¿Quieres venir? —me pregunta—. Si quieres se lo digo. No creo que haya problema.
La chica que me gusta también fuma, por lo que le respondo que sí.
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El secreto de sus latidos
Genç KurguHugo es un adolescente invisible más de San Lorenzo, el pueblo costero en el que se ha criado. La chica que le gusta, Sara, parece ignorar su existencia, a pesar de ir al mismo curso que él. El simple hecho de cruzar una palabra con ella es un sueño...