Capítulo 46

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A las cuatro de la tarde llamo a Ainhoa. Soy incapaz de aguantar más. No me lo coge. Vuelvo a llamar. Tampoco responde. Al cabo de cinco minutos, lo intento de nuevo. Me siento un poco ridículo al insistir tanto, pero, al fin y al cabo, ella hace lo mismo, aunque solo cuando ha bebido. Para mi sorpresa, a la tercera va la vencida.

—¿Qué? —Es lo primero que dice.

—Hola.

—Hola —me devuelve el saludo con indiferencia.

—¿Has leído mi mensaje?

—Sí.

Es todo lo que tiene que decir.

—Perdón por no decirte nada. —Repito lo que le escribí en el whats—. Fue una noche de mierda y se me olvidó llamarte.

—Me di cuenta.

—Lo siento —insisto.

—Vale.

Cuando se pone así, con ese tono de que se la suda lo que le diga...

—¿Nos podemos ver? —le pregunto.

—¿Para qué?

—Para hablar.

—¿Hablar de qué? Ya me lo has dicho todo en el mensaje.

—Ainhoa, lo último que necesito ahora es que te cabrees conmigo.

—No estoy cabreada.

—Pues menos mal.

—¿Menos mal de qué?

—Que sí que estás cabreada —le digo—. Ya nos conocemos un poco.

—No me conoces de nada.

Estas son las primeras palabras en las que deja traslucir alguna emoción, en concreto, la rabia.

—Pues qué mierda —contesto—, porque pensaba que nos habíamos empezado a conocer, y me gustaba lo que veía en ti.

No dice nada.

—Quiero verte —le digo.

Sigue sin decir nada.

—Bueno... —Me dispongo a terminar con está llamada que no conduce a ningún lado.

—Ven si quieres.

Lo dice como si le importara una mierda si voy o no, lo que, en su caso y dada la situación, se puede considerar una invitación digna de una boda.

Aunque Ainhoa haya accedido a que nos veamos, necesito que se produzca otro milagro para poder ir a verla: convencer a mi madre para que me deje salir de casa. La encuentro en el comedor, junto a mi padre, quien está durmiendo la siesta.

—Una cosa —le digo a mi madre.

—¿No me irás a pedir otra vez si puedes salir?

—Para ir a ver a Lydia.

Es la única baza que se me ocurre. Lydia es la mejor influencia del mundo y mi madre lo sabe.

—No —responde.

Se debe pensar que la engaño.

—¿Por?, ¿ni siquiera puedo quedar con Lydia?

—Que venga ella; tú estás castigado.

Piensa rápido, Hugo.

—Se lo he dicho, pero se encuentra mal.

—Entonces déjala descansar.

—Mamá, por favor.

—Ya te he dicho que no. —Es un muro de hormigón—. Ahora cállate, que vas a despertar a tu padre.

Pues si no quieres que despierte a tu señor marido, solo me tienes que conceder la libertad. Al final, me salgo con la mía. Gracias por existir Lydia. Si supiera que la he usado para quedar con Ainhoa, creo que no le haría mucha gracia.

Ainhoa me recibe como siempre: tumbada en la cama. Tengo que ser justo y decir que esa es la postura y ubicación predilecta de cualquier adolescente. Mi anfitriona sigue molesta.

—¿Me puedo sentar? —le pregunto.

—Haz lo que quieras.

Me siento a su lado, dispuesto a contar la misma historia por enésima vez.

—Ayer quería llamarte, pero, entre todo, se me pasó.

—Vale.

—De verdad, joder. Entiéndelo —le suplico—. Estaba en urgencias con mis padres cuando me llamaste.

—¿Y después?

—Después me cayó una bronca que flipas porque la madre de David es una bocazas.

—Ya.

—Qué sí. Si mi madre me ha castigado y me he tenido que inventar una excusa para poder venir.

—Yo no te he pedido que vengas —dice.

Respiro hondo.

—Ya lo sé. Estoy aquí porque quiero.

Levanta las cejas.

—Joder, Ainhoa, que nos dieron de hostias y David está hecho polvo. Sé más comprensiva.

Noto un pequeño cambio en su expresión. Me gustaría que dijera algo, puesto que ya no sé qué decir. El silencio cubre la habitación. Bueno... A falta de palabras... Me tumbo a su lado. Me mira de reojo y, justo en ese momento, la beso. De esta manera nos comunicamos mucho mejor.

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora