Capítulo 57

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Cuando me despierto, no sé en qué pensar. Puedo elegir entre varios temas, y todos tienen un nombre propio: Lydia, David y Sara.

Mi mente viaja a esa esquina en la que tuve la oportunidad de arrebatarle el adjetivo a mi amor platónico. Estoy convencido de que hice lo correcto o, mejor dicho, de que no hice lo incorrecto. Pese a ello, una parte de mí se siente... ¿Cómo? Si existe una palabra para describir el torbellino de emociones que me remueve por dentro, la desconozco.

Desde esa esquina, mis recuerdos se trasladan a la playa, junto a David. Siempre estaré a su lado, pero creo que necesita algo más de la vida. Mi amistad incondicional no compensa el rechazo que siente por parte del resto del mundo. Creo que el hecho de que Isaac le dejase de hablar después de aquella noche fue un golpe duro para él.

Fiel al orden cronológico de los sucesos, termino el repaso de las últimas horas con el eco de la voz de Lydia. Tras darle un par de vueltas al asunto, llego a la conclusión de que no es raro que haya podido ocultar que le gusta alguien. Al fin y al cabo, no creo que nadie intuya mi debilidad por Sara, a excepción de Lydia, pero solo por mi confesión del verano pasado, la que dije que era coña.

Sea como sea, creo que Lydia se quedó con ganas de decirme algo más. Quizás tendría que haber puesto de mi parte para animarla a sacar eso que tiene dentro. Después de la charla con David, he barajado la opción de que yo sea el chico misterioso de Lydia, y he llegado a la misma conclusión de siempre: no puede ser. Somos amigos de la infancia. Ella nunca ha dado muestras de querer algo de mí que no sea amistad.

Tengo que admitir que, por encima de todo, lo más alucinante que ocurrió ayer fue que David se lio por primera vez con una tía y un tío, a pesar de tener la cara hecha una mierda.

Sigo en la cama. He pasado de rememorar la extraña noche de ayer a mandar algunos mensajes. Le pregunto a Ainhoa cómo se encuentra; a David dónde terminó la noche; a Jin si está vivo, y a Lydia le deseo un buen día.

El primero en responder, contra todo pronóstico, es Jin. Me dice que tiene mucha sed y que está en el bazar. Pobre. Lo compadezco. Trabajar así... Con la resaca que debe tener... Qué tortura.

Ainhoa me contesta al cabo de poco. Por la brevedad de sus mensajes, parece que está seria. Le digo si quiere quedar por la tarde. Su respuesta es: «vale». Le pasa algo. Se lo preguntaré cuando nos veamos. Cuando se trata de ella, prefiero hablar las cosas importantes en persona. Aunque, a lo mejor, ni siquiera pasa nada importante.

Después de comer, voy a ver a Ainhoa, pero antes hago una parada en el bazar. Encuentro a Jin sentado en el mostrador.

—¿Sigues vivo? —le pregunto nada más verlo.

Su cara de zombi habla por sí sola.

—¿Es normal que tenga tanta sed?

No puedo evitar reírme.

—Sí, tranquilo —respondo.

Da un trago a una botella de agua.

—¿A qué hora has empezado a trabajar? —le pregunto.

—A las nueve.

—¡La puta!

—Creo que todavía estaba borracho cuando me he despertado.

—¿Y tus padres lo han notado?

—Creo que no.

De pronto, se lleva el dedo índice a la boca para indicar que me calle.

—Hola —saluda alguien a mi espalda.

Me doy la vuelta y veo a Yun.

—Hola, ¿qué tal?

La hermana de Jin sonríe con esa timidez que nunca la abandona.

—Bien —responde.

Cuando Yun se pierde entre los pasillos del bazar, le pregunto a Jin:

—¿Por qué no les has dicho a tus padres que te encontrabas mal?

—No quería que sospecharan.

Trabajar en estas condiciones debe ir en contra de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

—No veas qué bailoteos de pegaste ayer —le digo.

—Sí...

A juzgar por su expresión, no se acuerda de lo que le hablo, pero disimula.

—¿Desde cuándo haces break? —le pregunto.

—¿Break? Aaah... Hace unos años.

Encuentro a Ainhoa de morros en el sofá del comedor. Sus padres no están en casa. Me siento a su lado y la beso en los labios, pero no se inmuta.

—¿Estás bien? —le pregunto—. ¿Qué pasa?

—No sé; dímelo tú.

El tono de su voz destila rabia.

—¿Qué te tengo que decir?

—Lo que hacías ayer con Sara, por ejemplo.

No me jodas.

—Mis amigas te vieron salir con ella del Long —me informa.

Tendría que haber imaginado que esto iba a pasar.

—Vale, sí —admito—, pero no pasó nada.

—¿Nada? Claro. Por eso os fuisteis juntos a no sé dónde.

—¿Qué crees que hicimos?

Me clava una mirada asesina.

—¿Hace falta que te lo diga?

—Te estás montando una película —respondo.

—¿Sí? ¿Acaso sois amigos? ¿Desde cuándo?

—No somos amigos, pero me la encontré en la puerta y me acompañó a buscar a David, que no sabía dónde estaba.

—¿Me estás vacilando?

—No.

—¿A cuento de qué te acompañó a buscar a David?

—No lo sé. —Improviso la mentira—. Iba taja y me preguntó qué hacía.

La desconfianza se refleja en sus ojos. Mientras más hablo, peor me siento. Parece que mi excusa ha encontrado una rendija por la que entrar poco a poco. Cuando salí con Sara del Long, David estaba dentro, pero dudo que las amigas de Ainhoa conozcan este detalle.

El ambiente permanece tenso hasta que la ropa empieza a volar y nos revolcamos desnudos en el sofá. Sin embargo, después del sexo se instaura una calma incómoda. Me tendrían que dar el título a la persona más imbécil del mundo. Salí del Long con Sara para... ¿para qué? Reprimí el deseo de besarla por Ainhoa, y no me arrepiento de ello. Aun así, mi actitud dista mucho de ser legal. De lo contrario, ahora no me sentiría como una mierda, como un mentiroso de mierda, que es lo que soy.

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora