Capítulo 45

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Al tumbarme en mi cama, siento por primera vez el dolor de los golpes. Hasta ahora no me había podido relajar un poco. Es un milagro que no tenga una costilla partida. Confío en que la poli haya pillado a aquellos cabrones.

Le pediré a Isaac que denuncie a su vecino. Esperaré a mañana porque ahora debe estar colapsado. Es lo mejor. La otra opción es que nos maten por la calle cualquier día. De hecho, solo la suerte ha impedido que David acabe peor esta noche. Es curioso que hable de suerte cuando mi colega ha terminado con la cara reventada. ¿Qué riesgo corremos si denunciamos?, ¿una represalia?, ¿y qué más da? Esa gente ya nos ha agredido. El tema de las plantas tampoco es un impedimento para acudir a la policía, ya que nadie va a mencionar un suceso en el que aparece una plantación ilegal. Joder. Tendríamos que haber actuado como personas normales desde el principio y dejarnos de historias de mafiosos. ¿Os acordáis cuando Isaac decía que su hermano había solucionado el problema? Era obvio que un tío con la cara del vecino no se iba a creer que le habían robado otras personas. Igual de obvio era que no nos iba a dejar en paz.

Por otro lado, mis padres se han cabreado de lo lindo al enterarse que hace unas semanas ya estuve en urgencias. Aunque fui allí por David, no me voy a salvar del castigo. Si lo llego a saber, habría invertido estás últimas semanas en probar todas las drogas del mundo y apuñalar a la gente que me cae mal, porque las consecuencias habrían sido las mismas. Es una broma. Si lo hubiera hecho, lo más probable es que estuviera muerto o en una cárcel para menores. Además, no tengo ninguna inquietud por ir más allá del alcohol ni tendencias psicópatas, por lo que no hace falta que nadie se asuste.

Pese a todo, ha habido algo bueno esta noche: Sara. Al margen de esta especie de maldición que me impide acercarme a ella en ciertos momentos, me siento eufórico por nuestra pequeña charla.

Hostia puta. Me despierto y lo primero que pienso es que se me olvidó hablar con Ainhoa al volver a casa. Seguro que me habrá echado un mal de ojo. Le escribo para pedirle perdón y explicarle lo que pasó. Mientras mayor es la impaciencia con la que espero una respuesta, más tardan en responderme y más lento pasa el tiempo. Mando otro whats a David en el que le pregunto cómo se encuentra. Se limita a responder: «bien».

Isaac me llama al mediodía.

—¿Cómo estás? —me pregunta.

—Bien.

Oigo su respiración al otro lado de la línea.

—Vaya mierda —dice.

—Pues sí.

—¿Has hablado con David?

—Le he preguntado cómo está.

—¿Te ha respondido?

—Sí, bueno.

—¿Qué quieres decir?

—Me ha escrito que está bien y ya —le respondo.

—Igual que a mí. —Suspira—. Le he llamado, pero no me lo coge.

—Seguramente no tiene ganas de hablar. Es normal.

—Sí. —Se queda callado un momento—. Oye, ¿puedes quedar?

—¿Ahora?

—Si puedes.

—Pues no lo sé —le digo—. Se lo pregunto a mis padres, pero no creo que me dejen. Están cabreadísimos.

—Vale. Ya me dices algo.

Salgo de la habitación dispuesto a ir a la guerra. Estás cosas tengo que hablarlas con mi madre. Si logro convencerla de lo que sea, ella se encargará de convencer a mi padre.

Fieles a los roles tradicionales de género, mi padre ocupa el sofá, frente al televisor, y mi madre está en la cocina preparando la comida.

—Mamá ¿puedo salir? —Hablo bajo para que mi padre no me oiga.

—¿Me lo preguntas en serio?

—Sí.

—Pues no, no puedes salir.

—No hables tan alto —le pido.

—No hace falta que hablemos más porque no vas a salir.

—Pero ¿por qué?

—¿Hace falta que te lo explique? —me pregunta.

—Pues sí. Yo no he hecho nada. ¿Es culpa mía que me hayan pegado?

—Lo que es culpa tuya es que no nos cuentes las cosas.

Mi madre tiene la habilidad de ponerme de los nervios en cuestión de segundos, del mismo modo que yo tengo la capacidad de hacer lo mismo con ella.

—Lo siento —digo—. No os lo dije para que no os preocuparais. Además, a mí no me pasó nada, fue a David.

—Soy tu madre, y me tengo que preocupar por ti, así que esta excusa no me vale.

—No es una excusa. Me equivoqué y ya está.

—Te equivocas muchas veces, Hugo.

Mi insistencia resulta inútil. Cuando me dispongo a salir de la cocina, mi madre dice:

—He llamado a la comisaría.

—¿Y eso?

—Para preguntar si cogieron a los que os pegaron.

—¿Los pillaron?

—No, y tampoco saben quiénes son —me contesta.

Regreso a mi habitación y llamo a Isaac para comunicarle mi fracaso.

—Si quieres podemos hablar por aquí —le digo.

Tranqui —responde—; ya hablaremos en el insti.

Por su tono de voz, sigue igual de abatido que ayer.

—La poli no pilló a tu vecino —le explico—. ¿Lo sabías?

—No, no lo sabía, pero mejor.

—¿Mejor?

—He hablado con mi hermano y me ha dicho que va a terminar con esto.

Estoy hasta los huevos de oír esta milonga.

—La otra vez dijiste lo mismo —le suelto.

Un instante de silencio. Parece sorprendido por el hecho de que no comparta su fe ciega por su hermano, ese tío que, supuestamente, lo había solucionado todo.

—Tío —me dice—, ¿crees que a mí me gusta esta situación?

—No, ya sé que no, y por eso mismo creo que tendríamos que denunciar.

—Mi hermano dice... —Se da cuenta de sus palabras y se calla—. Te prometo que ya está, que todo se va a arreglar en breve.

No me lo trago. Si él no quiere denunciar, a lo mejor lo haré yo solo. Es injusto que deba andar por la calle acojonado por algo que no he hecho.

Al cabo de media hora, suena mi móvil y acudo a responder como un rayo con la esperanza de que sea Ainhoa. Leo el nombre de Lydia en la pantalla.

—Hola.

—Hugo, ¿Estás bien? —La preocupación habla por ella.

—Sí.

—Isaac me acaba de llamar y me ha contado lo que os pasó. ¿Por qué no me has dicho nada?

Isaac el pregonero.

—Te lo iba a decir —le respondo.

—Pero ¿seguro que estás bien?

—Sí, sí. No te preocupes.

—Claro que me preocupo.

Cuando dice estas cosas me recuerda a mi madre. 

El secreto de sus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora