Todavía es viernes. No tengo plan para esta noche. Qué triste. Lydia me ha ofrecido salir con ella y sus amigas mañana. Hoy se quedará en casa. Al menos, he quedado con Jin para pasar la tarde. Voy a buscarlo al bazar de su familia. Su hermana, Yun, que es un año menor que nosotros, está en el mostrador. Su pelo, largo y liso, es negro como el de Jin. Lo que no comparten es la altura; Yun es bajita.
—Hola.
—Hola —me devuelve el saludo con una sonrisa.
—¿Está Jin?
—Sí. Creo que está por allí. —Me señala uno de los innumerables pasillos de la tienda.
Sigo su iniciación y encuentro a Jin colocando unos productos. Está tan concentrado en su labor, que me acerco a él sin que se de cuenta.
—Perdona —le digo—; ¿escobillas para el váter?
—Sí, están en el... —Se calla al verme—. No te rías, que seguro que te toca cambiarla.
—No. Hoy me he limpiado los dientes con ella y todavía estaba bien.
—Qué asco.
—La verdad que sí.
Mientras hablamos, Jin sigue trabajando.
—Termino de poner esto y vamos —me dice.
—Sí; tranquilo.
Me doy una vuelta por la tienda y pienso lo mismo que las otras veces que he estado aquí: «si hay alguna cosa que no se encuentra aquí, es que no existe». Diez minutos después, Jin da conmigo en el laberinto de estanterías.
—Ya estoy.
—Pues vamos —le respondo.
Al pasar de nuevo por delante del mostrador, veo a Yun poniendo precios a varios productos.
—Adiós —me despido.
—Adiós.
Se la ve una chica muy maja, pero de una timidez a prueba de balas.
Nos dirigimos a un parque en el que hay unas barras de calistenia. Es una actividad que no he probado nunca. En realidad, apenas hago deporte. Jin me ha convencido para que le acompañe a uno de sus entrenamientos, lo cual no le ha costado, dada mi ausencia de alternativas.
Llegamos al parque y Jin se cuelga de una de las barras. Desde hace unos meses, entrena con regularidad, y se nota. Tiene los músculos de los brazos definidos. Debajo de la camiseta, se marca un torso fibrado. Se levanta de la barra con soltura, al contrario de mí. Pensaba que sería más fácil, pero, en cuanto intento levantar mi peso, veo que no. Tras un par de dominadas, estoy reventado. Hay otras personas entrenando. Siento vergüenza por si me han visto hacer el ridículo.
—¡Venga Hugo! —me anima Jin—. Al principio cuesta, pero poco a poco es más fácil.
Intento contagiarme de su optimismo. Sin embargo, mi estado de forma es lamentable. Paso más tiempo observando a Jin que haciendo ejercicio. Al cabo de un buen rato, cuando Jin finaliza su entrenamiento, vamos a dar un paseo.
—Si quieres —me dice—, te aviso cuando venga y entrenamos juntos.
—Vale; ya te diré.
Mi respuesta ha sido pura cortesía. No siento ningún deseo de volver a colgarme de esas barras.
En un momento dado, nos cruzamos con un grupo de niñas de nuestro instituto. Creo que van a segundo. Le lanzan una mirada furtiva a Jin y, una vez pasan de largo, oímos una risita conjunta. Es la típica risa adolescente.
—No veas —le digo a Jin—, ¡cómo triunfas!
—¿Eh? —Se hace el tonto.
—Esas niñas. Les molas.
—¿Qué dices?
—¿No has visto cómo te han mirado?, ¿y esa risa de pavas?
—¿A mí?, no. —Siente vergüenza—. Te habrán mirado a ti.
—Ya te digo que no.
Pese a que ambos somos tímidos, él me supera con creces.
—¿No te gusta nadie? —le pregunto.
—¿Eh?, no.
Es gracioso que yo pregunte algo así, cuando solo he confesado una vez el nombre de la chica que me gusta, para después decir que era broma. Se le ve incómodo, así que decido cambiar de tema.
—Un día podríamos salir de fiesta, ¿no?
Antes de que responda, ya veo que la idea no le entusiasma.
—Mmm, sí.
Ese «sí» inspira la misma confianza que mi «ya te diré» de antes, cuando Jin me ha propuesto entrenar juntos.
Por la noche, después de cenar, me quedo un rato en el comedor con mis padres. Están mirando una película, y parece que yo también, pero, en realidad, solo puedo pensar en lo bien que se lo estará pasando la gente de fiesta. Voy a mi habitación antes de que termine la película. Soy incapaz de distraerme con nada. Me tiendo en la cama y me imagino el Long a esta hora. Seguro que Sara está allí. Y yo aquí. Podría estar cerca de ella. Podría verla. Pero no. También pienso en Ainhoa. Ya debe estar borracha. Me gustaría hablar con ella, pero no me apetece que me insulte. Por último, pienso en David. Nunca se había enfadado así conmigo. Espero que me perdone algún día.
Al poco tiempo de tumbarme, siento que mis párpados cada vez pesan más. Estoy cansado. Será cosa de la calistenia. Así es. Caigo en un sueño profundo que me ahorra unas cuantas lamentaciones más por no haber salido de fiesta.
Al despertarme, lo primero que hago es pensar en la noche de ayer. Entro al Insta para ver los videos de la gente, pero eso no me hace sentir mejor, más bien al contrario. Efectivamente, Ainhoa se emborrachó.
No sé qué hacer, por lo que decido llamar a Lydia.
—Hola —me responde con voz soñolienta.
—¿Todavía estás durmiendo?
—Claro; es sábado.
Me río. Tiene toda la razón del mundo. Hacía tiempo que no me levantaba tan temprano un sábado, pero también hacía tiempo que no salía un viernes.
—Hoy salimos, ¿no? —le pregunto.
—¿Me has despertado para preguntarme eso? —Está un poco molesta.
—No; para darte los buenos días.
—Eres idiota —me responde—. Sí, hoy salimos. No sufras.
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El secreto de sus latidos
Ficção AdolescenteHugo es un adolescente invisible más de San Lorenzo, el pueblo costero en el que se ha criado. La chica que le gusta, Sara, parece ignorar su existencia, a pesar de ir al mismo curso que él. El simple hecho de cruzar una palabra con ella es un sueño...