África

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En mis ensoñaciones había un río que era grande como un mar, el Congo, «el río que se bebe todos los ríos», y había cruzado media África, desde Ciudad del Cabo al océano índico, atravesando las grandes sabanas y las Tierras Altas, para llegar hasta Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo, años después de que terminara la guerra de 1905. Había logrado pasaje en el Akongo-Mohela, un remolcador que empujaba dos barcazas repletas de mercancías y pasajeros río arriba. Navegaba entre selvas e islas, en anchas lagunas donde no podían divisarse ninguna de las dos orillas, entre canales cercados de pétreos murallones y de bosques de ceibas y cocoteros, admirando la pericia del capitán para sortear fondos arenosos donde el barco corría el riesgo de quedar embarrancado, mecido por las canciones alegres de las gentes que atestaban las cubiertas de las barcazas, fascinado por las súbitas tormentas nocturnas que hacían hervir el agua y arrojaban sobre la nave sopapos de lluvia con la violencia de los cañonazos, agobiado por el sol del trópico de los mediodías, bajo el aire sensual, envuelto por el griterío de los pájaros y los monos, y borracho de olor a jungla virgen. Viajaba en la estela de Joseph Conrad, dejando ya muy atrás el puerto de Kinshasa y en dirección al lejano Kisangani, el conradiano «corazón de las tinieblas», en el río que también habían navegado otros Ardlay y por donde mucho antes descendieron las canoas de los exploradores. La euforia de cumplir un acariciado propósito hacía de mí un viajero feliz.
  Y de pronto el río se tornó una entidad maligna y un atisbo del «horror» del que hablaba mi padre se mostró ante mí. Eran las primeras horas de la noche de un miércoles de octubre, el sexto día de navegación en el Akongo-Mohela, una oscura noche sin luna y de un cielo cosido por millones de estrellas. Habíamos atracado en el puerto de Bolobo, a trescientos treinta kilómetros de Kinshasa, obligados a detenernos allí por un control militar. Yo estaba en el camarote, tomando notas en mi cuaderno de viaje, cuando la puerta se abrió y entró un soldado armado con un fusil. Vestía una camiseta amarilla sin mangas y un pantalón de camuflaje. En su cinturón se ajustaban varias bombas de mano. Su cara era redonda y pequeña, de frente estrecha, y sus ojos navegaban en una humedad amarilla de alcohol y marihuana. Sonreía y mostraba los dientes separados bajo la pelusa del bigotillo. Se sentó frente a mí, dejando el arma sobre la mesa y apuntándome. Me habló en un francés poco comprensible, sin abandonar su sonrisa, y arrastrando las palabras con lentitud. Su actitud me hacía pensar en películas de Hollywood donde los bandidos, componen un gesto irónico y chulesco, cortés y cruel a la vez. Quizá aquel soldado había visto decenas de ellas en las salas de vídeo africanas y se sentía ufano de interpretar su soñado papel ante un blanco desarmado. Cuando le dije que yo era un simple turista, soltó una cinematográfica carcajada. «No, no, monsieur, usted no es un turista; usted es un espía y un enemigo del Congo», dijo. Luego añadió: «Su vida vale veinte dólares. Démelos o le mato». Yo pensé que era al contrario: que si aceptaba dárselos, acabaría conmigo.
  En la más bella noche del río Congo, en el pequeño puerto de Bolobo, tenía enfrente de mí a un hombre que podía matarme. Era una macabra ironía: yo había llegado hasta allí para buscar el paisaje de un magnífico libro, El corazón de las tinieblas, y el espíritu que inspiró aquella obra literaria se me mostraba como una realidad letal: tenía delante una de las caras del «horror» conradiano. «La imaginación —escribió el autor —, y no la invención, es el maestro tanto del arte como de la vida». Allí estaba, en la boca del fusil del soldado, la prueba de aquella imponente verdad de la literatura.
A un segundo de morir.

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