La máscara

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Si Kenia es blanca, Durban es india, por más que la población de ambas ciudades sea mayoritariamente negra. Huele a especias, a curry, tandoori y massala en las calles de esta urbe, que es la tercera más grande de Suráfrica y la primera de la provincia KwaZulu-Natal, aunque no su capital, título reservado a la pequeña y vecina Pietermaritzburg,

Llegamos a la ciudad a media tarde de un día caluroso y húmedo. Me acomodé con Candy en un hotel del largo malecón, en una habitación luminosa que daba al océano y desde cuya ventana podía contemplar la fila que formaban una veintena de grandes mercantes esperando su turno para entrar en el puerto. El índico lucía un impúdico verdor de esmeralda y la caída de la tarde pintó un ocaso esplendoroso, de colores dulces y suaves como las elas de los sharis de las mujeres hindúes.
  Para quienes, como es mi caso, buscamos siempre las huellas de la literatura en cualquier sitio, esas trazas están, en Durban, en el hotel Royal, el más antiguo de la ciudad. El Royal se alza frente al edificio colonial del ayuntamiento, en la calle principal, Smith Street. Es un hotel con sabor literario, como el Raffles de Singapur. Si en el Raffles uno espera encontrarse con los fantasmas de Somerset Maugham y Graham Greene sentados en la terraza, por los pasillos del Royal caminan las sombras de Henry Rider Haggard, el novelista británico que pasó su juventud en Natal, y Mark Twain, que dio la vuelta al mundo para escribir su estupendo libro Siguiendo el Ecuador, un clásico en la literatura de viajes, y que recaló en Durban en la primavera de 1896. Haggard descubrió en los zulúes los rasgos que incorporaría a una tribu imaginaria de guerreros magníficos para su novela Las minas del rey Salomón. Twain, por su parte, fustigó a británicos y a bóers con ironía y dureza, tres años antes de la segunda guerra anglo-bóer,
  El Royal, remozado hace unos años, guarda con celo su espíritu decimonónico, es lujoso y alardea de un excelente buen gusto. En el Coffee shop, la clientela blanca tomaba un refrigerio mientras una mujer interpretaba al piano piezas de Mozart y Beethoven acompañada de un violinista. Con el sonido de fondo del «Septimino», recorrimos los pasillos del Royal y hojeamos el libro sobre su historia que exponen en la recepción. Allí estaban las fotos del antiguo establecimiento, un edificio largo y porticado en la larga calle embarrada, con mulos y carros a la puerta. Y claro, los retratos de sus ilustres huéspedes: primeros ministros surafricanos como Louis Botha y Jan Smuts, políticos extranjeros como Winston Churchill, mitos del calibre del gordo y altivo Cecil Rhodes, y cómo no, dos de los pocos escritores que han pasado en casi un siglo por tan bárbara ciudad: el bigotudo Haggard y el gran Mark Twain.

Dejamos el Royal y cacé un taxi para ir a cenar al Queen's Tavern, un antiguo club de oficiales británicos convertido en restaurante indio y que figura en todas las guías gastronómicas de la ciudad con la más alta puntuación. El pollo tandoori merecía desde luego un diez, aunque el vino tinto surafricano quedara en un discreto aprobado. Como el whisky escocés no falla en ningún lugar del mundo, tomé a los postres un par de copas en el austero comedor de techos altos, bajo los ventiladores de grandes aspas y rodeado de fotografías de la reina Victoria. Caía una lluvia fina y el aire era pegajoso.
  La mañana de la siguiente jornada Candy y yo teníamos un destino inevitable: el Victoria Market, un enorme mercado indio que se asienta en el centro de la ciudad y que se extiende en varias manzanas a la redonda. El día era oscuro y seguía cayendo una lluvia liviana e incómoda, pero las calles, trazadas a cordel y con edificios porticados, ofrecían protección a vendedores y clientela. Olía a especias y a perfumes baratos, a canela y pachulí, a clavo y jazmines rancios. Los comerciantes indios monopolizaban las tiendas, mientras que los vendedores negros montaban sus tenderetes al pie de los arcos de los soportales. Desfilaba entre almacenes de ropa o joyerías, en el flanco derecho, y puestos de frutas o ropa interior, en el flanco izquierdo. Los indios nos animaban a entrar en sus comercios, y los negros nos mostraban bragas de colores chillones a bajo precio.
Buscando nuestro disfraz, Candy no se en que momento se me desapareció. Creí enloquecer, aquí es usual que los negros secuestren a blancas para venderlas como esclavas sexuales.
No obstante después de buscarla durante la tarde Candy llegó pasadas las nueve de la noche.

—¡Albert! - dijo con emoción mientras encendía la luz para confirmar que era yo y no un producto de su imaginación.
Me giré despacio. No quería estar enojado con ella, pero lo estaba ¿donde había estado hasta esta hora? Y el auto en el que acababa de llegar...

—Pensé que ya no te encontraría – añadió con emoción mientras abría sus brazos y corría hacia mí.

Estaba muy serio y no había pronunciado palabra...algo cansado o tal vez un poco molesto...seguramente por la espera.
No importaba lo que estuviera, ella tenía ganas de refugiarse en mis brazos... se apretó en mi cintura con seguridad y fuerza.

Me hizo sonreír, con aquel gesto borraba de un solo soplo cualquier molestia por la incertidumbre de la espera.

—¿Donde te fuiste? —inquiri —Es peligroso aquí ¿lo recuerdas? hay mucho ladrón en esta zona y son muy hábiles para escapar, Antes, al menos, se les tenía más sujetos, había zonas donde no podían entrar. Ahora, por las noches, duermen tumbados por todo el barrio. Y no hacen nada, sólo pedir y robar.
—Pero hay libertad—dijo.
—Sí, claro, hay libertad..., libertad de robarte.
—Supongo que no todos los negros son ladrones.
—Mira, Yo no soy racista ni estoy contra la libertad. Pero si todos los que roban son negros, ¿qué es lo que se puede pensar?
—Está bien —suspiró —, me escondí en la tienda, no quería que me veas con el disfraz que usaré, se tardaron en hacerle los ajustes, es todo. Después, uno de los encargados me envió aquí con la seguridad. Por favor Albert, confía un poco más en mí.
—Vamos, es hora de la cena Candy.

Por eso era extraño ver, en aquella hora tardía del sábado, el malecón lleno de gentes que paseaban tranquilas: familias de blancos, familias de negros, familias de indios... La noche del Beachfront semejaba ser, bajo el aire cálido del índico, el principio de una reconciliación histórica. En el hilo musical de un quiosco de bebidas sonaba un tango.
Apenas había lugar para sentarse en las animadas terrazas que daban al mar. Buscábamos sitio para disfrutar de un rato al aire libre de aquella noche apacible y un hombre que estaba solo en una mesa nos ofreció ocupar la silla vacía de su lado. Era un blanco de mediana edad, pelo negro recogido en una coleta, de cara afilada, larga nariz y mirada lánguida. Empezó de inmediato a hablar. Sonrió irónico cuando le pregunté si era surafricano.
—No, soy de eso que se llamaba antes Yugoslavia.
—¿De qué lugar de Yugoslavia?
—Del lado malo, soy serbio.
Tenía cuarenta y dos años, llevaba veinte en Suráfrica y trabajaba como camarero en un restaurante de Durban.
—Me gustaría vivir seis meses aquí y seis allá, en Belgrado —siguió—. Uno ama su tierra, pero si te has marchado siendo joven, ya no puedes vivir sin la tierra que te ha acogido. Cuando uno viaja, se convierte en un ser extraño: no estás a gusto en tu patria, pero cuando estás fuera la echas de menos.

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