Londres

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Sentado aquí perdido y herido en este viejo piano, tratando de capturar el momento de aquella tarde.
No lo sé.
Porque una botella de vodka todavía está alojada en mi cabeza, igual que el recuerdo de ella.
"La rubia pecosa de mis pesadillas"
Sueño que me despierta con un beso francés cada mañana y hablamos de todas las cosas que quiero creer del amor, la verdad, lo que ella significó para mi y lo que yo significo para ella.
Se fue.
Se marchó sin despedirse, sin una carta, ni un mísero recado... ¡Tan difícil era dejar una nota!
Cierro los ojos y veo su sonrisa trepada en un árbol, o corriendo tomados de la mano subiendo la Colina.
"El amor ciego es verdadero"
El Whisky para la resaca de este bar se ha terminado, la mesera de la taberna me está guiñando un ojo, podría haber dicho que si pero me he empezado a retorcer de la risa... Si Candy estuviera aquí seguramente se estuviera riendo conmigo. Si estuviera aquí.
Cierro los ojos y vuelvo a pensar en ella, se que estaré pensando en ella como lo he estado haciendo desde el momento en que sus primos me estrellaron en la pared acusándome de su huida.

—¡¡¡QUE LE HICISTE EN ESCOCIA GRANDCHESTER!!!
—¿De que hablas?
—¿¿¿QUE LE HICISTE A CANDY EN ESCOCIA PARA QUE SE HAYA ESCAPADO???

La taberna está llena, esta noche no estoy solo, no tengo nada que probar porque eres tú por quien moriría porque llene mi soledad.

—¿El Señor Grandchester?

Un hombre de gabardina negra y boina seguido por cuatro más con cara de no muy buenos amigos está preguntando por mi.
¿Acaso me metí en problemas?
No recuerdo la última vez que lo hice... con todo será mejor que lo averigüe, quizás mi padre me esté necesitando para algo urgente.

—¿Buscan al Sr. Grandchester?
—¿Lo conoce? — dice un bigotón con acento irlandés.
—Soy yo, ¿En que puedo servirles?

El dolor que me produce el puñetazo en la cara no se compara con el dolor de mi trasero al estrellarse contra el suelo. —¡QUE DIABLOS!
Uno de ellos mueve la mesa a un lado y se agacha para agarrarme de la camisa.

Cuando aquel se asomó a la ventana, el clamor cesó. De repente el silencio fue total, como al mediodía de un caluroso día de verano, cuando todos están en los campos o se cobijan a la sombra de las casas. No se oía ningún paso, ningún carraspeo, ninguna respiración. Durante varios minutos, la multitud fue sólo ojos y boca abierta. Nadie podía comprender que este hombre pequeño, frágil y encorvado del piano, este hombrecillo, este desgraciado, esta insignificancia hubiera podido cometer algo que lo hiciera merecedor de una paliza.
Otro golpe.
Y una patada entre mis piernas me dejó sin aire.
—¡Por favor! —digo con el último sorbo de respiración que me quedaba antes de recibir una tanda más de varios golpes
—¡LLEVENSELO! — fue lo último que alcancé a escuchar antes de que me hagan perder la conciencia.
...
Al principio la gente no creyó en el comunicado oficial. Lo consideraron un ardid de las autoridades para ocultar la propia incapacidad y tranquilizar los ánimos peligrosamente excitados.
La desaparición de la principal heredera de los Ardlay e hija adoptiva de William Ardlay, era la noticia que corría por todo Londres.
Era cierto que nadie hubiese sabido decir cómo se imaginaba al agresor, a aquel demonio pero todos estaban de acuerdo: ¡así no! Y sin embargo... aunque el muchacho no respondía en absoluto a la imagen que la gente se había hecho de él y, por lo tanto, su presentación con buena lógica habría tenido que ser poco convincente, la sola presencia de aquel hombre en la piano y el hecho de que sólo él y ningún otro fuera presentado como el agresor, causó, paradójicamente, un efecto persuasivo.
Todos pensaron: ¡No puede ser verdad!, sabiendo en el mismo instante que tenía que serlo.
Pero cuando la guardia se retiró con el hombrecillo hacia las sombras del interior del automóvil, cuando ya no estaba, por lo tanto, ni presente ni visible y era sólo, aunque por una brevísima fracción de tiempo, un recuerdo, existiendo, casi podríamos decir, como un concepto en los cerebros de los hombres, como el concepto de un perverso, entonces remitió el aturdimiento de la multitud para dar paso a una reacción natural: las bocas se cerraron y los pares de ojos volvieron a animarse. Y de pronto estalló un grito atronador de venganza y de cólera: «Entregádnoslo!». Y se dispusieron a asaltar la taberna para estrangularlo con sus propias manos, para despedazarlo, para desmembrarlo. Los centinelas del Scotland Yard pudieron a duras penas atrancar la puerta y hacer retroceder a la multitud.
Grandchester fue llevado a la mazmorra a toda prisa.
El presidente se acercó a la ventana y prometió una sentencia rápida y ejemplarmente severa. A pesar de ello, pasaron horas antes de que la muchedumbre se dispersara, y días, antes de que la ciudad se tranquilizara un poco.
Y en efecto, el proceso de Grandchester se desarrolló con la máxima rapidez, ya que no sólo eran las pruebas de una gran contundencia, sino que el propio acusado se confesó sin rodeos durante los interrogatorios las intenciones que tenía y que se le imputaban.
Sólo cuando le preguntaron sobre sus motivos, no supo dar una respuesta satisfactoria. Sólo repetía una y otra vez que la necesitaba. No respondía a la pregunta de por qué la necesitaba y para qué. Entonces le interrogaron en el potro del tormento, le colgaron cabeza abajo durante horas, le llenaron con siete pintas de agua, le aprisionaron los pies con tornillos a presión... todo sin el menor resultado. Parecía insensible al dolor físico, no exhalaba ningún grito y sólo repetía al ser preguntado: «La necesitaba». Los jueces lo tomaron por un demente, interrumpieron las torturas y decidieron poner fin al procedimiento sin más interrogatorios.
Grandchester permanecería en las mazmorras durante un año o si era el caso, hasta que la Srta Ardlay apareciera. Caso contrario sería llevado a la horca.

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