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Fue el sábado por la mañana, un día antes de que regresara Brutus, cuando descubrí algo muy curioso en un oscuro rincón del patio de mi casa, justo al doblar la esquina formada por el muro de la última de las tres pequeñas cabinas que ocupan la parte norte. Estas cabañas se encontraban vacías excepto por una, la situada más al este. Ésa era la de Brutus Hellman, al igual que mi cocinera, mi lavandera y mi fregona, vivía en algún lugar de la ciudad.
  Había estado revisando el patio, pavimentado con unos adoquines. Lo encontré en excelentes condiciones: desyerbado, limpio y recientemente barrido. Los tres cubículos de piedra para la servidumbre habían sido encalados recientemente y brillaban como la nata de un pastel al sol de la mañana. Contemplé esta porción de mis dominios con aprobación, ya que me gustan las cosas limpias y ordenadas. Eché un vistazo a los estrechos espacios que separaban entre sí las pequeñas casas de dos habitaciones. No había telarañas a la vista. Después eché un vistazo a la esquina este de la pequeña casa de Brutus Hellman, donde había un estrecho pasaje entre la casa y el alto muro de antiguos ladrillos holandeses; allí, bien pegado al muro norte, vi, en el suelo, lo que al principio tomé por un juguete abandonado, probablemente arrojado por algún niño contra las paredes traseras de las cabañas de piedra, por encima del muro.
  Parecía una casa de muñecas, que, de haber sido arrojada allí, había ido a caer casualmente sobre su base. Parecía más o menos como una de esas colmenas pintorescas y pasadas de moda que aún pueden verse ocasionalmente en las islas más conservadoras de las Pequeñas Antillas. Pero difícilmente podía tratarse de una colmena. Era demasiado pequeña.
  Habiendo despertado mínimamente mi curiosidad, me adentré en el callejón y contemplé de cerca la extraña cosa. Vista desde donde me detuve, recompensaba el escrutinio. Aunque, realizada de una manera en cierto modo torpe, se trataba de la reproducción de una cabaña africana, con techo circular, cónico, de paja. Ésta, sospeché, habría pertenecido originariamente al extremo inferior de una pequeña escoba casera hecha mediante briznas de paja atadas al extremo de un palo. Los «troncos» verticales de la pequeña casa eran una heterogénea mezcolanza de pequeños palos redondos entre los cuales reconocí tres lápices destrozados y el mango roto de un cepillo de dientes. Estos detalles servirán para indicar su tamaño y para justificar mi conclusión original de que la cosa era un juguete infantil construido con bastante inteligencia. Cómo había llegado a mi patio semejante cosa de otro modo que por encima del muro, era un misterio sin demasiada importancia. La pequeña cabaña se alzaba unos dieciocho centímetros de altura desde el suelo hasta su pico de paja. Su diámetro era, quizás, de veinte o veintidós centímetros.
  Mi primera reacción fue recogerla, observarla más de cerca y después arrojarla a la jaula de alambre que había en otra esquina del patio y en la que, de vez en cuando, quemaba papeles sobrantes y otros desechos. El artefacto era, evidentemente, un juguete rechazado, y no tenía ningún sentido que siguiera estorbando en mi patio. Entonces, de repente, recordé al hijo de mi lavandera, un niño muy negro de unos seis o siete años, pequeño y silencioso, que a veces jugaba tranquilamente en el patio mientras su rolliza madre se afanaba con el barreño sentada en una silla sin respaldo cerca de la puerta de la cocina, donde podía mantener un continuo flujo de charloteo con mi cocinera.
  De modo que detuve mi mano. Con toda probabilidad aquella pequeña cabaña podía ser un apreciado objeto entre las posesiones del niño, pensando placenteramente en sorprender al pequeño Esculapio, o cualquiera que fuese el nombre del chico, saqué de mi bolsillo una moneda de cincuenta (valor real: diez, centavos) con la intención de colocarla en el interior de la casita, a través de su redonda y pequeña entrada.
  Agachándome, introduje la moneda a través de la puerta y, mientras lo hacía, algo se agitó de repente en el interior de la cabaña y me mordió con saña el extremo de los dedos índice y pulgar.
  Por supuesto, me sobresalté. Saqué de un tirón los dedos y me incorporé rápidamente. ¡Allí dentro había un ratón, o quizás incluso una rata! Me observé los dedos. La piel no se había desgarrado. Afortunadamente, los afilados y dañinos dientecillos del roedor habían perdido su cepo al atacarme, intruso en su sagrada privacidad. Dudando un poco, salí del callejón al soleado y abierto patio, alterado en cierto modo por este contretemps liliputiense, y decidí ordenar que se aseguraran de que no quedara ningún desagradable roedor allí dentro cuando el pequeño Esculapio fuera a recuperar su juguete.
  Pero cuando llegué a la escalera que daba a la galería, vi el coche de mi amigo el Coronel Lorriquer frenando frente a la casa y, apresurándome a salir para saludar a aquellos madrugadores visitantes y aceptando después su invitación a cenar y a echar una partida de cartas en su casa aquella misma noche, la pequeña cabaña y su desagradable habitante desaparecieron por completo de mis pensamientos.
  No volví a pensar de nuevo en ello hasta bastantes días más tarde, la noche en que mi casa se convirtió en el escenario de uno de los sucesos más inexplicables, aterradores y misteriosos que jamás haya presenciado.
   Mi galería resulta un lugar muy placentero para sentarse por las tardes, excepto durante ese periodo primaveral en el que las polillas salen por miríadas de sus capullos y durante varios días consecutivos hacen imposible sentarse en el exterior en cualquier lugar iluminado.
En todo caso, la época de la que estoy hablando era aún muy temprana para las polillas, y la tarde de aquel domingo en el que Brutus Hellman regresó del hospital, un grupo de cuatro personas, incluyéndome a mí, ocupaba la galería.
  El otro hombre era Arthur Carswell, que había venido desde Haití en una breve visita. Las dos damas eran la señora Spencer, la hija del coronel Lorriquer, y su amiga la señora Squire.

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