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Aliviado, casi satisfecho, saltó de la cama, tiró del cordón de la campanilla y ordenó al criado, que entró medio dormido, que empaquetara ropas y provisiones porque pensaba viajar al amanecer hacia Ciudad del Cabo en compañía de su hija. Entonces se vistió y sacó de la cama al resto de la servidumbre.
  El hotel Royal despertó en plena noche para entregarse a una actividad febril. En la cocina se encendieron los fuegos, por los pasillos corrían las aturdidas criadas, el ayuda de cámara subía y bajaba las escaleras, bajo las bóvedas del sótano entrechocaban las llaves del mayordomo, en el patio ardían las antorchas, unos mozos corrían a buscar los caballos mientras otros sacaban a los animales... cualquiera hubiese creído que las hordas austrosardas entraban a sangre y fuego como en el año 1746 y el archiduque huía presa del pánico. ¡Pero no era así ni mucho menos! El amo se hallaba sentado como un mariscal de Francia ante el escritorio de su despacho, bebía café con leche y daba instrucciones a los domésticos que irrumpían en la habitación. También escribió cartas al alcalde y al Primer Cónsul, a su notario, a su abogado, a su banquero de Marsella, al barón de Bouyon y a diversos socios.
  Hacia las seis ya había despachado toda la correspondencia y tomado todas las disposiciones necesarias para sus planes. Se metió en los bolsillos dos pequeñas pistolas de viaje, se ajustó la hebilla del cinturón del dinero y cerró el escritorio. Entonces fue a despertar a Candy.
  A las ocho, la pequeña caravana se puso en marcha. Albert, ofreciendo un magnífico aspecto con su levita granate de galones dorados, redingote negro y sombrero negro con airoso penacho. Manejaba con Candy junto a él, vestida más modestamente, pero de una belleza tan deslumbrante que el pueblo que paseaba por la calle y se asomaba a las ventanas sólo tenía ojos para ella, la muchedumbre prorrumpía en admirados «Ahs!» y «Ohs!» y los hombres se quitaban el sombrero, al parecer ante Albert, pero en realidad ante ella, la mujer de porte regio. A continuación, casi desapercibidos, detrás la camarera y el ayuda de cámara de Albert con dos automóviles de carga —el uso de un carruaje era desaconsejado por el conocido mal estado de la ruta del Cabo—, bajo la vigilancia de dos mozos. La guardia de la Porte du Cours presentó armas y no las bajó hasta que hubo pasado la última carga. Los niños corrieron largo rato tras la caravana, que se alejó con lentitud hacia la selva por el camino abrupto y tortuoso.
  La salida de Albert con su hija causó en la gente una impresión muy honda, porque les pareció que habían presenciado una ofrenda arcaica. Se rumoreaba que Albert se dirigía a la Ciudad del Cabo, la ciudad donde ahora se hallaba el monstruo que asesinaba doncellas, y nadie sabía qué pensar. ¿Era el viaje de Albert un acto de imprudencia temeraria o de un valor digno de admiración? ¿Se trataba de un desafío o de un intento de aplacar a las deidades?

Sólo intuían de manera muy vaga que habían visto por última vez a la hermosa muchacha de los rizos rubios. Presentían que Candy Ardlay estaba perdida.
  Este presentimiento resultaría cierto, aunque se basaba en premisas totalmente falsas. En realidad, Albert no se dirigía a Ciudad del Cabo y la aparatosa salida sólo había sido un ardid. A una milla y media al suroeste, cerca del pueblo de Suamii, Albert mandó detener la caravana, dio a su ayuda de cámara plenos poderes y cartas de recomendación y le ordenó que viajara solo con los mozos a Ciudad del Cabo.
  Él, con Candy y la camarera de ésta, se alejó en dirección a East London, donde hicieron un alto para almorzar antes de dirigirse al sur, atravesando la selva. El camino ofrecía grandes dificultades, pero se empeñó en describir un amplio círculo en torno a Lesoto y la cuenca occidental de Lesoto a fin de alcanzar la costa al atardecer, sin llamar la atención... Al día siguiente —siempre según el plan de Albert— quería hacer la travesía hasta Puerto Elizabet, en la menor de las cuales se hallaba el bien fortificado Algoa Bay, administrado por una comunidad de monjes ancianos, aún muy duchos en el manejo de las armas y a quienes Albert conocía muy bien, pues compraba y negociaba desde hacía años toda la producción del monasterio de licor de eucalipto, piñones y aceite de ciprés. Y precisamente allí, el lugar más seguro de Puerto Elizabet, junto con la precipicio del Castillo de If y el vértice estatal de la Île Walmer, pensaba Albert alojar de momento a Candy hasta que termine el baile de disfraces. Él regresaría sin tardanza a East London y llegar por la tarde del mismo día. Allí ya había convocado a su notario para firmar con el barón de Bouyon el contrato de matrimonio de sus hijo Alphonse. Quería hacer una oferta a Bouyon que éste no podría rechazar.
La única condición de Albert era que el matrimonio se efectuara dentro de un plazo de diez días y se consumara el mismo día de la boda, y que la pareja fijara su residencia en Chicago.
  Albert sabía que semejante precipitación elevaría considerablemente el precio de la unión de su casa con la de los Bouyon; una espera más larga la habría abaratado. El barón habría mendigado el favor de que su hijo pudiera elevar la condición social de la hija del gran burgués, ya que la fama de la belleza de Candy no hacía más que crecer, así como la riqueza de Albert y la miseria económica de los Bouyon. ¡Pero qué remedio! El barón no era el contrincante en esta transacción, sino el asesino anónimo; y era a éste a quien había que estropear el negocio. Una mujer casada, desflorada y tal vez encinta ya no servía para su exclusiva galería. La última piedra del mosaico faltaría. Candy habría perdido todo valor para el asesino, la obra de éste habría fracasado. ¡Y le haría sentir su derrota! Albert quería celebrar la boda en Ciudad del Cabo, con gran pompa y el máximo de publicidad. Y aunque no conociera a su enemigo ni llegara jamás a conocerlo, sería un placer para él saber que éste presenciaría el acontecimiento y vería con sus propios ojos cómo le quitaban a la mujer más codiciada ante sus propias narices.
  El plan estaba muy bien pensado y otra vez debemos admirar la intuición de Albert, que tanto se acercó a la verdad. Porque, de hecho, el matrimonio de Candy con el hijo del barón de Bouyon habría significado una abrumadora derrota para el asesino de doncellas. Sin embargo, el plan aún no se había realizado. El  no había llevado todavía a Candy hasta el altar donde se oficiaría la ceremonia salvadora ni la fiesta de disfraces.

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