Isabel 2

46 6 5
                                    

El día que Albert regresó de su viaje al sur del país con su hija Candy, dormí más de la cuenta y empecé mis rutinas diarias más tarde de lo normal. Para compensarlo, debía ser veloz y así llegaría a tiempo al trabajo. Me aseé rápido, me vestí corriendo y entre directamente a enfermería.
—Hola.
Sentí sus labios y que de pronto me agarraba y me atrapaba hasta que consiguió que me tumbara con él.
  —Espera un poco —me susurró con dulzura mientras subía mi camiseta.
  —No, llegué tarde —me negué, y le compensé con un pequeño y tierno beso.
  —Solo será un momento. Ayer, cuando llegué, estabas dormida.
  —Te esperé hasta tarde —le expliqué.
  Haciendo caso omiso a mi negativa, soltó el botón de mi pantalón.
—No me enteré, estaba muy dormida. Ahora no podemos, cariño —le dije colocándome la ropa que él seguía quitándome.
  —Todavía no se te nota nada el embarazo. Tienes un cuerpo precioso. Esta noche iré pronto para estar contigo. Espérame despierta.
  —Hoy nos esperan, es el día del encuentro, ¿no te acuerdas?
  Le recordé nuestra cita mensual. Llamamos «los encuentros» a las reuniones que convocamos cada treinta días los que nos conocemos y residimos en este país. Son convocatorias que casi nunca nos perdemos porque estas reuniones son lo más parecido a volver a casa. Vivir en el extranjero nos hace añorar las comidas, nuestras ciudades, familia y amigos.
  —Sí, es verdad. —Cerró los ojos y se llevó la mano a la frente.
  —Por la noche quedamos allí, ¿vale? —le pregunté sabiendo la respuesta.
  —¿Es en el resort, en Letakui?
  —Sí. Por cierto, acuérdate de llevar el bañador.
Nos bañaremos en la piscina. Se me hace muy tarde. Tengo que empezar mis rondas ya.
  Hablar con él me estaba retrasando demasiado y no podía prolongar aquello ni un minuto más, así que me levanté y me re acomode la ropa para irme rápidamente.

A lo largo del día, me ha sucedido de todo. Nada más levantarme y ducharme, sin desayunar, he ido al comedor del hospital, donde ya me habían preparado algo para tomar y, al empezar a comer, ha llegado Basmú, el pinche de cocina, y me ha dicho que fuera a recepción a atender una carta urgente. El hombre me da lástima porque, por más que le ponga la mejor de mis sonrisas, siempre me mira como enfadado, pero es su forma de ser con todo el mundo. Bueno, pero volviendo a lo de antes, recordaba que así, tontamente, es como me he perdido la primera comida del día para buscar una carta. Pero en fin, eso solo ha sido una pequeña cosa sin importancia.
En el hospital todo va demasiado rápido porque tenemos más trabajo del que podríamos realizar en varias vidas, por eso
siempre voy deprisa, apurando el tiempo para dar más de mí con la pretensión de trabajar más y mejor. En ello pongo todo mi empeño porque me gusta lo que hago. Soy enfermera. Hoy las prisas me han llevado a correr, a tropezar y a caer.  Albert, me ha seguido de camino a la consulta y me ha puesto al corriente de los últimos acontecimientos. De un tiempo a esta parte, el país padece una crisis generalizada. Han ocurrido hechos que nos inquietan a todos, pero mi amigo no me ha hablado de disturbios, economía o política, me ha hablado de un incendio. Eso me ha hecho recordar cuando, en agosto de este año, detectaron una gran actividad de fuegos en la franja africana que va desde Angola hasta Mozambique y la prensa internacional lo tituló: «Arde África».

Mientras Albert y yo hablábamos y
caminábamos juntos, me he rascado la cabeza y he provocado su risa.
-¿No tendrás piojos de nuevo? —me ha
preguntado.
-No creo -le he respondido dudando y planteándome si lo del rascado ha sido algo involuntario o a causa de pediculosis.
-Siempre te digo que no tengas tanto contacto con los peques. Eres su enfermera y no tienes que besarlos ni abrazarlos, porque luego te llevas sorpresas. Parezco tu padre. ¿Cuántas veces te han pegado piojos?
-Pocas. Ya sabes que, si un chiquitín abre sus brazos para que lo achuche, no puedo resistirme.

Tras media jornada agotadora de trabajo, entro en casa exhausta y con mi cuerpo que no puede más. Por fin, me tumbo sobre la cama y descanso.
Alguien abre la puerta. Me giro pensando que será uno de mis hermanos. Pero ¡¿qué sucede?! No, no es ninguno de los dos. Es un hombre negro con la cara parcialmente tapada con un pañuelo. Entiendo que sus intenciones no son nada buenas. Me invade el miedo y soy incapaz de pensar, de reaccionar. Siempre me pasa lo mismo, el miedo me bloquea, hace que me convierta en una completa inútil.
-¿Qué quieres? -pregunto con el corazón en un puño, pero él no responde-. ¡No me hagas daño! -suplico con voz temblorosa.
Me empuja con violencia hacia la pared, estampándome contra el muro, torturando mi cuerpo, mi espalda.

...Si supiera dónde me llevan...

No me gustaría acabar en el norte, que pasen la frontera, me saquen del país y se acerquen a la franja del Sahel donde operan los grupos terroristas islamistas. Sé que, si caigo en manos de esa gente, seguro que me matan.
Descarto que nos dirijamos al centro, cerca de la capital, o al Sur, donde impera la inseguridad por causa de las guerrillas. Creo que pueden tener intención de adentrarse en la selva y llevarme a alguna aldea perdida. A la menor oportunidad, hablaré con ellos, los tantearé, argumentaré, razonaré, negociaré y, si puedo, los manipularé para que me liberen. En fin, haré todo lo que esté en mi mano para salvar mi vida.
He observado que no quieren que les vea la cara, cosa que me hace pensar que puede ser que los conozca o porque tal vez teman que, una vez libre, pueda reconocerlos y delatarlos. En cuanto tenga la ocasión, trataré de sonsacarles el motivo de este r apto. Ello me puede ayudar a enfocar una solución.
El vehículo se detiene, apagan el motor. Tal vez esta es la parada definitiva. No sé cuánto tiempo llevo encerrada en este maldito vehículo, pero cada minuto que transcurre sé que estoy más cerca de un final. Vuelvo a sentir un miedo que me sobrepasa. Temo por mi vida y no quiero morir, no. Abren el portón y veo que es de noche. No soy capaz de distinguir dónde estamos.
Los miro desesperada mientras parpadeo bruscamente y emito sonidos guturales para que me quiten la mordaza. Creo que mi actuación ha funcionado, porque lo consultan con gestos entre ellos y el conductor me suelta el trapo de la boca.
—Te quito esto, pero no grites. Aquí nadie puede oírte —me explica.
Cierro los ojos para mostrar sumisión y empiezo a estar esperanzada porque he conseguido algo bueno de ellos. Aprovecharé todas mis oportunidades.
—Por favor, dejadme ir —les pido en tono moderado —¡Avanza! —grita enfurecido el conductor.
Su chillido me confirma que no hay nadie cerca que nos escuche y que, por tanto, pueda socorrerme.
—Sí, pero no me hagas daño, por favor.
—Vas a llevar la cabeza dentro de este saco de tela y no te lo quitarás —me ordena.
—Sí, obedeceré, pero no me hagas daño —suplico para intentar sacarle una pizca de humanidad.
Me sujeta fuerte del brazo e inmediatamente me cubre la cabeza. Noto la tela áspera y maloliente del saco y la absoluta oscuridad. La oscuridad y esta bolsa que no tiene ningún agujero me impiden ver cualquier pequeñez de lo que me rodea.
—No veo, me voy a caer —me quejo llorando.
Me ignora y procede a enrollarme las muñecas con una cuerda gruesa de yute que me roza dañándome terriblemente.
No entiendo por qué tiene que rodearme con tantas vueltas. Esto es insoportable.
—No me pongas tanta cuerda, que es malo para la circulación, te juro que no escaparé.

No me hace caso, será inaguantable soportar esta soga.
—¡Cállate!, ¡no hables más! —ordena, y me golpea la espalda con el puño.
Soy su títere. Ellos manejan los hilos y yo me muevo a su antojo. Deseo con todas mis fuerzas que alguien llegue pronto a rescatarme.
Oigo el sonido de una puerta que se abre. Uno de ellos me empuja, sujeta mi cabeza y me inclina y entro en algún sitio. Creo que estoy en una cabaña. De pronto, me lanza al suelo de frente con un empellón y el instinto hace que, en una décima de segundo, adelante mis brazos atados y evite un golpe en la cabeza, pero mis rodillas dan contra el suelo de lleno. Siento un dolor intenso, pero no me quejo. Permaneceré aquí tumbada, mansa, sumisa. Tiene que darse cuenta de que seré dócil, después, más tarde, intentaré algo para escapar.
—No te muevas ni hagas tonterías. Esperamos a alguien que tardará un poco en llegar.
No respondo, obedezco y aguardo. Pasa y pasa un tiempo que no puedo calcular y que se me hace una eternidad.
La puerta se abre, un hombre con un aspecto altivo e imponente ingresa, me mira y pregunta:
¿Tan pronto te olvidaste del hijo del duque pequeña huérfana?
—¿Que huérfana.. ?—intento decir pero inmediatamente da la orden...
—Degollenla, pero primero quiero que sufra todo lo que está pasando Terence, en menos de una hora quiero su cuerpo embalado en partes y camino a Londres.

—Noooo....

ÈÿùDonde viven las historias. Descúbrelo ahora