Padre 3

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—Dijiste que no querías pescar —dice Albert detrás de mí.
  Enrollo el sedal, mirando por encima del hombro y viéndolo acercarse.
  Me doy la vuelta.
  Me encontró.
  Mi camisa de franela, atada alrededor de mi cintura, se mueve contra mis muslos mientras la piel de mi espalda y hombros desnudos se eriza.
  Se detiene a mi lado, cebando su anzuelo.
  Después de que se lanzara desde el acantilado más temprano, Albert intentó hacerme pescar, divagando sobre cómo funcionan el carrete y la caña y cómo sacar los peces, pero apenas escuché. El salto que hizo desde la cima de la cascada hizo que mi estómago se hundiera aún más de lo que ya lo había hecho durante mi interacción con el esta mañana.

Esperé a que me tocara.
  —No te gusta la ayuda, ¿cierto? —me pregunta.
  Respiro hondo. —No. Es por eso por lo que decidí escabullirme aquí cuando no estabas mirando, para hacerlo por mí misma.
  Observo el flujo de agua donde mi sedal desaparece debajo de la superficie. ¿Los peces realmente nadan en arroyos con tanta corriente?
  —No la estás pidiendo, ¿sabes? —continúa, tratando captar mis ojos—. Me estaba ofreciendo.
  —Soy una solitaria.
  Él resopla por lo bajo. La corriente tira del sedal y lo recojo unos cuantos centímetros mientras él lanza el suyo, con el carrete sonando fuertemente.
  Se aclara la garganta.
  —Entonces, ¿cómo es que puedes enviar el anzuelo, pero no pescas?
  —Nunca intenté aprender.
  —¿Y ahora?
  Le lanzo una mirada.
  —No quiero ser la única que no sabe cómo.
No quiero que todo el tiempo todos hagan todo por mí. Y aprender cosas nuevas me mantiene ocupada. Puedo hacer origami, trepar árboles, escribir francés y que solo me tomara tres meses entrenarme para hacer el pino.
  —Competitiva, ¿eh? —pregunta.
  —No, ¿por qué? —Arqueo una ceja—. ¿Es un rasgo de la familia quizás?
  —No, uno de los Ardlay.
  Lo miro. Esperaba un comentario sobre mi familia.
  —Ahora eres Ardlay—dice y baja la mirada para mirarme a los ojos.
  Ahora eres nuestra.
  Aquí eres una Ardlay, dijo.
  Los suaves ojos azules de Albert se quedan en los míos y la forma en que me mira hace que haya calor burbujeándome en el pecho.
  Aparto la mirada, repentinamente consciente de que está medio vestido, pero su mirada permanece en mí. Puedo verlo por el rabillo del ojo mientras giro mi sedal para que retroceda un poco. Su olor me rodea: una mezcla de hierba, café y algo más que no puedo ubicar.
  —Estas cosas son como cuerdas —dice, y siento que toma una de mis trenzas.
  Aprieta mi gruesa trenza rubia con su puño y la suelta, aclarándose la garganta.
  —¿Puedo decirte algo? —pregunta.
  Lo miro, con el corazón latiendo rápido.
  —Por lo general, los peces pasan el rato donde hay un cambio en la corriente o un cambio en la profundidad —me dice—. ¿Ves ese remolino de allí? ¿El agua quieta junto a la roca?
  Sigo donde está señalando, mirando más allá del pequeño rápido y el agua blanca, hacia la pequeña piscina que gira suavemente.
  Asiento.
  —Ahí es donde queremos llevar tu sedal —explica—. Esperarán a que los insectos, los pececillos y todos los otros pequeños muchachos sean arrastrados rápidamente.
  Oh.

  Tiene sentido. Pensaba que los peces nadaban por todas partes.
  Dejando su caña, toma la mía, la enrolla y luego toma mi mano, llevándome hacia el arroyo.
  Aprieto mi agarre, sintiendo los surcos de su palma en la mía, casi queriendo pasar mis dedos entre los suyos solo para sentirlo más.
  Mis pies golpean el agua fría y mis zapatos se llenan instantáneamente mientras caminamos unos pocos metros y él se pone detrás de mí, tomando mi mano con la suya y poniendo las de ambos en la caña.
  Me quedo quieta, su pecho desnudo cubre mi espalda desnuda y cierro los ojos un momento.
  Echando nuestros brazos hacia atrás, al unísono, lanza el sedal, dejándolo volar hasta el estanque quieto y haciéndolo retroceder.
  —Si no te gusta pescar —dice detrás de mí, con su voz baja y ronca—, hay una cueva bastante genial detrás de la cascada. No es tan profunda, pero es pacífica.
  Lanzamos el sedal de nuevo, intentado llegar un poco más allá.
  —Suena como un buen lugar para que los adolescentes hagan cosas malas —bromeo.
  —De hecho... —se ríe.
  Oh, genial. Solo puedo imaginar lo que los chicos hacen allá atrás, creciendo aquí como lo han hecho.
  —Si un chico te lleva allí —me dice—, ahora sabrás lo que busca.
  —Entonces tal vez deberías llevarme tú.
  Él deja de girar el carrete y yo dejo de respirar. Eso sonó...
  Oh, Dios mío.
  —Estaré más segura contigo —me apresuro a agregar, girando la cabeza para mirarlo—. Quiero decir, ¿cierto?
  Me mira fijamente, casi como si él tampoco estuviera respirando.
  —Sí —murmura.
  Termina de volver a enrollar el sedal y se lo quito. Levantando el brazo lentamente para darle tiempo para quitarse de mi camino, lanzo el sedal, presionando mi pulgar en el botón tan pronto como mi brazo se dispara frente a mí. El anzuelo, plateado bajo la luz del sol, destella mientras vuela y aterriza justo en el extremo más alejado.
  —Bien —dice—. Una vez más.
  Su calor cubre mi espalda, haciendo que el resto de mi cuerpo pierda calidez. Enrollo el sedal de nuevo.
  Sosteniendo la caña, inhalo por la nariz y finalmente identifico la parte de su aroma que no pude ubicar antes. Madera quemada. Huele a una noche de otoño.
  Incapaz de detenerme, me recuesto un poco, encontrando su pecho con mi espalda mientras pone su mano sobre la mía en la caña.
  —¿Te estoy molestando?
  —No. —Sacudo la cabeza
  Aquí estoy, diciendo que no necesito ayuda, pero no quites la mano.
  Ajusta su agarre sobre el mío, ambos sosteniendo el mango con mi brazo descansando sobre el suyo.
  Retrae mi brazo.
  —Atrás —susurra con mi pulgar en el botón y su pulgar sobre el mío. Y luego lo tiramos, sacudiendo nuestras muñecas cuando grita—: Suelta. —Lanzando el sedal lejos, hacia la corriente.
  Se mueve por el aire, arrastrado por el peso del cebo, y cae al agua con un golpe.
  Su pecho se mueve rápidamente detrás de mí y apenas puedo escuchar su voz cuando dice:
  —Eso estuvo bien, Candy.
  Pero no se mueve.
  Un ligero sudor cubre mi frente, mis pechos se agitan y me pregunto si sus ojos están en ellos. Espero que...
  —No he tenido jamás a una mujer viviendo conmigo—me dice—. No tengo un... un gran historial en cuanto a cuidar de mujeres.
  Lo miro por encima del hombro.
  Sacude la cabeza y susurra:
  —Sin importar cuánto lo intente.
  Su frente está marcada por el dolor mientras se centra en la corriente y mi garganta se contrae.
   Lo miro a los ojos y lo jóvenes que aún son. Cómo traicionan todas las cosas que todavía quiere.
  —Ni siquiera tenía ganas de intentarlo —murmura.
  Luego me mira y todo lo demás se detiene.
  —Pero ahora te tengo a ti —me dice.
  Su mirada acalorada me mantiene congelada y algo tira de cada centímetro de mi piel, rogando.
  Sus manos. Sus grandes manos.
  El calor se acumula en mi vientre bajo. Lo siento entre mis muslos, y la vergüenza sube por mis mejillas.
  La caña de pescar cae de mis dedos, salto, respiro hondo y veo cómo la corriente se la lleva, flotando sobre la corriente.
  —Lo siento —digo rápidamente. Mi boca se abre y retrocedo, mirando a Albert —. Yo...
Lucho por mantener el equilibrio en las rocas mojadas.
  Él sacude la cabeza, con su voz amable.
  —Está bien —dice, mirándome—. Candy...
  —Lo siento de veras —digo de nuevo y me alejo corriendo, volviendo rápidamente a la playa y dirigiéndome al estanque.
  Necesito sumergirme. Necesito todo mi cuerpo bajo el agua fría.
  Oh, Dios mío. ¿Qué fue eso? ¿Sabía él lo que estaba pensando? ¿Lo vio? Él estaba confesándolo todo, y yo parada ahí, excitándome...

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