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Tres días más tarde, justo después de Navidad, observé el coche del señor Marcus Minda atravesando las calles, ocupado únicamente por su chófer. Detuve al muchacho y le pregunté dónde se encontraba en aquel momento el señor Minda. El conductor me dijo que el señor estaba desayunando (la comida de mediodía en Kenia) con el señor Mikael en casa de aquel caballero, en If Beach. Le di las gracias y regresé a casa. Cogí la cazadora, y partí en dirección a la casa de Mikael.
Llegué al día siguiente, unos quince minutos antes de la hora del desayuno, y fui agradablemente recibido por mi viejo amigo y su invitado. Mikael insistió en que me uniera a ellos para el desayuno, pero rechacé la invitación.
El señor Minda trajo un cóctel, preparado a partir de su propio ron añejo, y tras disfrutarlo ceremoniosamente reclamé la atención de ambos caballeros.
—Caballeros —dije—, confío en que no me tendrán por un pesado, pero tengo, según creo, un motivo legítimo para solicitarles que me cuenten el modo en el que Candy llegó hasta sus manos.
Llegado a aquel punto me detuve y descubrí que había llevado a mi amable y casi anciano anfitrión a un estado de avergonzada confusión. Mirando de reojo al señor Minda, pude ver de inmediato que si bien no había llegado a ofenderle, mi pregunta había por lo menos atentado contra su dignidad. Me estaba observando con bastante severidad, y debo confesar que por un momento me sentí como un escolar. Mikael captó esta atmósfera cargada y miró indefenso a Minda.

Ambos hombres se revolvieron incómodos en sus sillas; cada uno de ellos esperando a que el otro comenzara a hablar.
Mikael, al fin, se aclaró la garganta.
—Le ruego me perdone, Albert —dijo, lentamente—, pero ha formulado una pregunta que, debido a ciertas razones, nadie al tanto de las circunstancias desearía responder. La razón es, en breve, que el señor Marcus era, en ciertos aspectos... cómo decirlo, para no parecer injusto... bueno, quizás podría decir que era algo anormal. No me refiero a que estuviéramos locos. En todo caso, era excéntrico. Su fin fue tal que revelarlo reabriría una considerable discusión que agitó esta incertidumbre durante largo tiempo después de que su otro cadáver fuera encontrado. Debido a una especie de consenso general, ese asunto es tabú en la isla. Eso le explicará por qué nadie desea responder a su pregunta. Soy libre de decir que el señor Minda, aquí presente y considerablemente agitado, me contó que usted le había enviado al respecto. También me lo preguntó a mí no hace mucho. Sólo puedo añadir que el modo en el que se la  encontró al fin fue...
El señor Mikael dudó y bajó la mirada, frunciendo el ceño, hasta fijarla en su zapato, con el que golpeaba nerviosamente el suelo de madera de la galería en la que estábamos sentados.
—Candy, señor —continuó, tras una pausa reflexiva durante la que, imagino, escogió cuidadosamente sus palabras—, fue, para decirlo del modo más directo... ¡asesinada! Se discutió mucho sobre la identidad del asesino, pero la mayor parte, la parte más desagradable de la discusión, ¡estuvo dirigida a dirimir si había sido asesinada por un ser humano o no! Quizás pueda entender ahora, señor, la dificultad del asunto. Admitir que fue asesinada por un asesino convencional es, a mi parecer, una imposibilidad. Aceptar la participación de algo... inhumano en su muerte, pone en duda las creencias de uno, y su credulidad. La «magia» y los poderes ocultos son algo, como usted bien sabe, fuertemente arraigado en las mentes de las gentes ignorantes de estas slas. Ninguno de nosotros podría ser indulgente con admitir una creencia similar. ¿Le satisface eso, Albert, y está dispuesto a dejar así el tema, señor?
Extraje el dibujo y, sin desplegarlo, lo dejé reposar sobre mis rodillas. Asentí en dirección al señor Minda y, volviéndome hacia nuestro anfitrión, pregunté:
—¿Alcanzó usted a verla?
—Sí, señor —respondió Mikael, y añadió—: ¡Todo el mundo pudo verla cuando fue enviada a él! Personas que nunca habían entrado en la casa del viejo se amontonaron allí cuando...
Intercepté una especie de mirada de advertencia entre Minda y mi interlocutor, muy avergonzado al parecer, me miró con ese aspecto indefenso que ya he mencionado con anterioridad... ¡y comentó que estábamos teniendo unos días de lo más calurosos!
—Entonces —dije yo—,¿donde se encuentra ahora?

Instintivamente, sin pensarlo ni planearlo, atravesó la puerta abierta de un dormitorio, descendió las escaleras y salió a la galería que daba al sur. Las suaves baldosas se le antojaban frescas caricias a sus pies descalzos. Allí, el jazmín se mezclaba con la dulce hierba. Sacó una ligera silla de mimbre y se sentó al borde de la galería, reclinando los brazos sobre la albardilla de piedra, su sombra perfectamente definida por la fría luz lunar. Observó el mar durante un buen rato. Después, cerró los ojos, bebiendo de los aromas mezclados y embriagadores.
Un ruido atrajo su atención. Levantó la cabeza, observó el estrecho camino privado que iba hasta el mar. Claramente contorneada bajo la luz de la una, Candy, ascendía el camino en dirección a él. Un camisón holgado revoloteaba alrededor de su ágil cuerpo, y alrededor de su cabeza, enroscada descuidadamente, llevaba una toalla blanca enrollada como si fuera un turbante. Estaba muy cerca, y apenas hacía ruido con sus pies descalzos sobre el camino arenoso.
Quizás la sobresaltó la sombra de Albert moviéndose ligeramente. Entonces se detuvo en su lánguido caminar, elevando el esbelto cuello como si fuera un cervato, los orificios nasales completamente abiertos, los ojos de par en par, tomados por sorpresa.
Después la muchacha le reconoció y le hizo una reverencia, su súbita sonrisa revelando unos dientes blancos y regulares en una boca delicada y ancha... una boca hecha para el amor. Bajo la transformadora magia de la luz lunar su pálida piel brillaba como la nata.
—Me estaba dando un baño —murmuró ella explicándose

Perezosamente, como con desgana, reanudó su sedado y lento caminar, los músculos fluyendo, ondulantes, como si fuera a rodear la casa hasta el poblado que se extendía en la parte trasera. Sus ojos se mantuvieron fijos en Albert.
Albert, sobresaltado, se había sentido súbitamente congelado ante la inesperada aparición. Ahora su sangre resurgió y su corazón empezó a latir tumultuosamente. Una turbulenta ola de aire marino endulzado por el acre aroma de la dulce hierba se abalanzó sobre él. Cerró los ojos.
—¡Ven! —susurró, casi inaudiblemente.
Pero la muchacha le oyó. Se detuvo, le miró, dubitativa. Él consiguió asentir con la cabeza en su dirección. La sangre le latía con fuerza en las venas; se sintió como si le hubieran separado de sí mismo, débil; ahogado por el aroma de la dulce hierba y el jazmín.
La chica subió con ligereza los escalones de piedra de la galería. La sombra de las pequeñas hojas de jazmín produjo un efecto grotesco sobre su rostro cuando se detuvo y la luz de la luna se filtró atravesándolas mientras se movían mecidas por la ligera e irregular brisa marina.
Albert se levantó y contempló los ojos de la muchacha. Sus iris azul eran muy anchos y en su interior se agitaba una luz misteriosa; una especie de brillo luminoso, sedante...
Temblando, puso una mano indecisa sobre el hombro de ella, con suavidad. Ella se acercó; los brazos de Albert rodearon su cuerpo firme y esbelto. El joven sintió, por primera vez, el corazón de una muchacha palpitando tumultuosamente contra su pecho.
Un completo silencio envolvió la tranquilidad de la noche pura y limpia. Ningún perro gruñó desde el adormecido poblado. Una bocanada fresca, enervante, ventiló la galería con el perfume de los acres de hierba ondulante. Un delicado rayo de luz lunar pareció, a ojos del joven, en trance, hechizado, acompañarles hasta la abierta puerta de su casa...
Entonces, repentinamente, de un modo casi brutal incluso para él mismo, alejó de sí a Candy recubierta de gasa y luz lunar. Se mantuvo firme frente a ella, rechazando la brujería de la brisa y la magia de la luz lunar.
Con algo más de amabilidad, volvió a apoyar la mano sobre el delicado y redondeado hombro. Con la misma amabilidad hizo volverse a la muchacha y la acompañó resueltamente hasta las escaleras. Sus prejuicios se habían reafirmado.
—Buenas noches, Candy—dijo.
La muchacha le observó tímidamente, por el rabillo del ojo, desconcertada y resentida.
—Buenas noches, Albert—murmuró, y se deslizó como una sombra escalones arriba y alrededor de la esquina de la casa.
Albert anduvo con firmeza hasta entrar en la casa y cerró la puerta a sus espaldas. Se dirigió al comedor, se sirvió una copa de coñac francés y enjuagó el vaso en una jarra de arcilla, arrojando el agua al suelo de piedra. Después subió las escaleras hasta su dormitorio asignado, se metió en la cama, se hizo un ovillo y se durmió.

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