Isabel 3

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El cuerpo se había vuelto a ensamblar... Las membranas plegadas se separan repentinamente. Movimiento súbito que violenta las ventanas de la percepción. Los párpados no vuelven a besarse. Permanecen distanciados, sin un temblor. Y bañan con las olas de los lacrimales las capas córneas.
  No se eliminan las bacterias. Nada traspasa las humedades acuosas, ningún rayo se refracta en los lentes bicóncavos de los cristalinos. No se estremecen los humores vítreos. Los conos y bastoncillos de las retinas están insensibles. Alertas. Pero sin reacciones electroquímicas. Ningún impulso que transmitir a las fibras. Nada se difunde por los nervios ópticos.
  No hay sensación de luz en el cerebro. Las pupilas están dilatadas al máximo. Pero no llueve luz.
  Incertidumbre.
  Los músculos de los ojos dirigen los órganos a los cuatro puntos cardinales. Con celeridad, repetidas veces, excitando los nervios motores y sensitivos.
  Perplejidad.

Los billones de neuronas del cerebro se agitan inquietas. Porque un sonido desconocido ha penetrado por el conducto auditivo externo de la derecha. Una diezmilésima parte de segundo después, por el de la izquierda.
  Las membranas de los tímpanos han comenzado a vibrar. El engranaje de los martillos, yunques y estribos, sorprendidos, trabajan incansablemente. Las trompas de Eustaquio estabilizan la presión. En los caracoles, el inédito sonido interpreta una angustiosa sintonía en las cuerdas de las membranas. Y por los nervios auditivos resuena la sintonía, siniestramente, hasta llegar a los grandes hemisferios.
  Pero el cerebro, recurriendo a sus diez mil billones de elementos de información, es ahora capaz de interpretar el sonido.
  El sonido que interrumpió el sueño, que paralizó el extraño aliento de lo onírico. La realidad interna navegaba por horizontes infinitos cuando la realidad externa conmovió al cerebro. El sonido es intermitente, se aleja. Los oídos intentan aprehenderlo, tenerla prisionera. El cerebro podría así investigar, analizarlo. Pero el sonido desaparece.
  Silencio.
  Total silencio alrededor del cerebro. El sonido procedía de la derecha. Pero ya no está. Al cerebro sólo le queda lo negro. Lo negro que percibe al no percibir.
  El cerebro se arriesga. Se atreve a moverse ligeramente, hacia la derecha. Una desconocida sensación le llega de la nuca. Es una sensación agradable. La identifica con algo blando.
  Presiona.
  La cabeza se hunde. La excitación creada en los órganos sensitivos llega a través de los nervios a la médula espinal y se propaga por ésta hasta el cerebro. Es como si algo acariciara su nuca.
  Pero es incapaz de oler. Nada le llega de la región olfatoria. Aspira profundamente. Las moléculas de las materias volátiles penetran en la profundidad de la cavidad nasal. Las células transmiten sensaciones por el nervio. Pero en el laboratorio del cerebro no hay análisis positivo.
  No huele, no hay olores. No hay olores conocidos. Pero sí hay olores desconocidos. Esto es lo que le ha confundido al cerebro. No hay olor de hierba, ni de agua, ni de tierra. Pero hay un olor penetrante, que entorpece su razonamiento.
  Abre cuanto puede las fosas nasales y olfatea rápido. Quiere descubrir en lo negro la hierba, el agua, la tierra. Pero tan sólo reconoce entre lo irreconocible el olor penetrante.
  La sensación que le ha llegado de la nuca la siente ahora por la espalda muy intensamente, en las yemas de los dedos.
  El cerebro vuelve a aventurarse.
  Las manos presionan, también se hunden, como la nuca. Las manos se van cerrando. Algo queda entre los dedos y las palmas. Algo que es suave; algo que se dobla y no se rompe; algo fino, semejante a una hoja de árbol. O más fino todavía.
  Seda.
  El cerebro intenta situarse.
  Nota que el cuerpo que depende de él en el espacio. Las piernas, encogidas, le hacen suponer que se encuentra en horizontal. En vertical no podría mantenerse así.
  En el cerebro se va formando un pensamiento. Un pensamiento que le estremece.
  Puede estar como una gacela.
  Puede que lo negro sea la muerte. Que la muerte sea tan sólo negro.
  No obstante, aquel sonido, aquel olor penetrante, aquella sensación de algo blando, ¿son percibidos por la muerta? ¿O son, como lo negro, connatural a la muerte?
  Intenta recordar. Cierra los párpados.
  Bebe a la orilla del río, junto a las gacelas. Bebe mientras los hipopótamos se remueven inquietos en el agua, mientras los elefantes se lavan en el cieno. De repente las gacelas se convierten en figuras hieráticas. Inmóviles, petrificadas.
Un peligro le acecha, es inminente.
  Huele. Un extraño olor le llega de un grupo de árboles. No son árboles los que huelen así. Es algo que también está donde los árboles... Es madera.
   Y despierta al oír el sonido extraño, al estar rodeado de lo negro.
   Un cajón.
   Seda.
   Encaje...
No puede moverse más allá de unos pocos centímetros. Su boca vuelve a moverse, las cuerdas vocales emiten un sonido bajo que poco a poco va elevando.
   —Hay... hay alguien... Aaa, Ayuda... AYUDA —comienza a gritar...
   —¡AYUDA! AUXILIO... POR FAVOR ALGUIEN QUE ME SAQUE DE AQUÍ

Son las 3:00 am. La oscuridad es plena y un ruido cercano llamó mi atención.
Me asomé sigiloso, el grito de auxilio provenía de adentro del ataúd que permanecía fuera del mausoleo.
Con destreza y sumo cuidado abrí, la mujer que estaba adentro era hermosa, aunque había algo extraño en su apariencia... parecía haber sido empaquetada aquí y allá... —Señorita ¿Quien la encerró aquí? —Pregunté, pero pronto me descubrió y agarrándome por el cuello, me obligó a recibir una pica.
Un escalofrío me paralizó, su aspecto tan pálido parecía fuese un muerto. Sus ojos desorbitados, aroma nauseabundo y aliento tan pestilente, que apenas pude, vomité.
La orden fue cavar la fosa donde sería enterrada a la mañana siguiente. El momento se tornó tenebroso y aterrador.
Desnudándose inició un ritual al ritmo de movimientos estrambóticos y sonidos guturales, sin duda, invocó al demonio y al instante aparecieron espectros gigantes y deformes que la rodearon y desaparecieron tan rápido que no puede discernir que fuera realidad.
Me estremecí ante la siniestra experiencia y por miedo, lloré...
De pronto la punta de la pica retumbó sorda en la madera del cajón y aquel ser, arrastrándose ágilmente se sentó al pie de la caja y me lanzó afuera con una fuerza descomunal, pero por suerte no abandoné la pica.
Aunque aturdido por el golpe, tuve deseos de correr, pero una pierna estaba quebrada y el horror me acorraló. Empecé a gritar de desespero aprovechando que esa bestia permanecía acuclillada con la cabeza entre las piernas. Ese zombi gemía, más no pude imaginar lo que hacía allí. Al cabo de cinco minutos gritó tan fuerte que la noche con su misterio quedó en silencio. Intenté escapar nuevamente, pero fue inútil.
Qué monstruoso espectáculo, cuando emergió su cabeza. Chasqueaba esquizofrénicamente pedazos de carne humana y con odio se me acercaba.
Aquella bestia antropófaga había perdido la figura humana. Sentí morir y con fuerza puse mi esperanza en la pica y sujetándola con fuerza le grité con voz temblorosa: –¡Nooo teeee acerques!
Sinceramente imaginé que moriría devorado.
Aquella mujer emitió un grito bestial, se dirigió velozmente hacia mí y con sus uñas rasgó un signo sobre mi frente y pasando de largo desapareció en la penumbra dejando el ambiente impregnado de muerte y maldad.
Sobresaltado y sin fuerzas, suelto la pica, caigo al piso y bocarriba contemplo la hermosura de la luna roja y poco a poco pierdo el sentido.
Al día siguiente fue encontrada en el jardín de la mansión Grandchester. Desmayada. Completa y no muerta.
Dijeron que su nombre era Candy.

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