Padre 2

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El mundo que los hombres hemos diseñado siempre ha sido un lugar difícil y malamente habitable, un territorio de matanzas y barbarie. La teoría, tan cara a nuestro siglo, elaborada en defensa del «buen salvaje», y que condena la perversidad de lo que llaman «civilización del hombre blanco», es una forma de lavado de la mala conciencia. Pero conduce a una nueva catástrofe: la exaltación de sociedades primitivas donde la democracia era inimaginable, donde los derechos humanos ni siquiera habían sido diseñados, las mujeres se equiparaban al valor del ganado como objeto de conquista y cambio, y el crimen era una forma natural de ejercicio del poder. La recuperación del valor de las sociedades primitivas, tan de moda entre los antropólogos de los años diez, es en cierta manera una nueva forma de falacia. Porque no hay sociedades primitivas felices, no hay arcadias luminosas.
Y yo...
Yo me encuentro ahora en un laberinto sin salida, Candy lleva tres dias enferma, me siento más que miserable y ruin. Hasta el Baron tuvo que regresar a su tierra de tanto esperar infructuosamente.
No me importa.
Mientras yo enfermé mi cuerpo con una desconocida, Candy amanecía tiritando en fiebre y cólicos.
El doctor que la atendió dijo que quizás había pescado algún virus o bacteria local. Que debía esperar la respuesta inmune natural  y que lo único que podía hacer era recetar eran analgésicos.
¿Porque había sucumbido a tenerla aquí?
¿Porque no me regresé esa noche en cuanto divise el tipo de baile al que había asistido? Quizás si hubiera permitido que Candy me acompañe, la situación ahora sería diferente.
¡¿Como puedo siquiera pensar en haberla llevado a Candy a ese sitio?!
Siento que la culpa me corroe el alma, quizás esta sea la señal que necesito para llevarme a Candy a Chicago y olvidar todo lo que África me ha clavado en la mente y el corazón.
—Albert.
Me giro y la veo cubierta con la sabana; con su cabello recogido en una cinta. Se la ve realmente dulce y hermosa. ¿Como pude alguna vez imaginar que...? Diablos, tengo la mente retorcida.
—¿Como te sientes? —Pregunto.
—Muy bien, y con mucha hambre —Sonríe —Creo que me bañaré y bajaré por algo.
—¡Como crees que vas a hacer eso! Has estado delirando en fiebre y dolor, hasta hemos pensado que tenías ébola o fiebre amarilla. No señorita, usted se queda un poco más en la cama, por lo menos hasta que el doctor diga que si puedes moverte.
—¡Odio cuando me tratas como una niña!
Candy cerró la puerta de un golpe y me dejó con la boca abierta de pie en el balcón general.
Me volví y me apoyé con los brazos abiertos en el filo. Llené mis pulmones con un profundo suspiro...
Ok, ¡Parece que ya está recuperada! Sonreí, y al instante nuevamente volvió a mi memoria aquella misteriosa mujer...

—Me gustaría vivir seis meses aquí y seis allá, en Belgrado —dijo un hombre de pie junto a mi, que se había acercado también al balcón —.

Uno ama su tierra, pero si te has marchado siendo joven, ya no puedes vivir sin la tierra que te ha acogido. Cuando uno viaja, se convierte en un ser extraño: no estás a gusto en tu patria, pero cuando estás fuera la echas de menos. Te quedas sin alma al irte, y no la recuperas al regreso. Te vas y deseas volver, regresas y quieres escapar. Es una contradicción irresoluble.
—Como todas las mujeres en nuestra vida —respondí.
Me preguntó luego hacia dónde me dirigía.
  —Daré una vuelta por África —dije—, y quiero llegar al río Congo y navegarlo.

—Quiere usted ir al corazón de las tinieblas, al río de Conrad.
  —Ah, ha leído el libro...
  —¿Le extraña que a un camarero le guste leer? Es un gran libro, el mejor que se ha escrito sobre África. Hay buenos libros sobre África. Ya sabe, Doris Lessing, Greene, Naipul..., pero ninguno como el de Conrad.
  Apuró el contenido de su vaso.
  —En fin, debo irme ya... Así que el río, ¿no? Me gustaría ir con usted allí; pero probablemente no tengo el tipo de corazón que se requiere para adentrarse en las tinieblas.

Una semana después en la noche de Durban, al acostarme, imaginé el rumor del río Congo como un eco ronco que venía de un pasado de leyendas y como una promesa difusa de aventuras. No hay nada que ponga más eufórico y haga más feliz a un hombre que pensar que puede cumplir un apasionado proyecto, con la emoción añadida, en ocasiones, del temor al peligro y al fracaso.
  El temporal continuaba agarrado a la costa del indico aquella mañana de domingo y un oleaje bronco y glauco batía en las playas, a la derecha de la carretera. No obstante, los optimistas pescadores de la desembocadura del río Tongaat se empeñaban en echar sus cañas al enfurecido océano con riesgo de que alguna ola se los zampara. A la izquierda de la carretera, el paisaje modelaba suaves colinas cubiertas de cañaverales.
  Luego, al cruzar sobre el río Tugela, el cielo se aclaró, las colinas se empinaron y, cuando el sol despejó el espacio con sus poderosos golpes de luz, restalló el verdor de los campos de caña y de los bosques. Íbamos camino de Stanger, medio centenar de kilómetros al nordeste de Durban, un lugar emblemático en la mitología zulú: allí murió Shaka, el rey célibe y valeroso que formó uno de los ejércitos más temibles del continente negro.
  Retirado un par de kilómetros de la costa, Stanger es un pueblo desbaratado, alzado en un cerro, con tres o cuatro manzanas de casas bajas en el centro y viviendas humildes, de techo de latón, que descienden por la pendiente en dirección al mar.
Había decidido llevar a Candy conmigo hasta donde más pudiéramos llegar mientras íbamos de regreso a Kenia... el matrimonio que iba a concertar para ella había quedado en la nada. Tal como la fortuna del poco afortunado Baron,
Candy se veía feliz en todo lugar donde fuera que la llevara y yo:
¡mientras ella revoloteara alrededor mío! tendría paz.
Solo tenia que mantenerme así, sin dejarme tocar y sobre todo: Sin tocarla.

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