La máscara 2

52 6 5
                                    

La muerte de Isabel

Otra vez la puerta. La abren y unos rayos de luz se cuelan iluminando un instante esta lúgubre penumbra. Ha vuelto mi raptor y, con él, mi angustia. Cierro los ojos con fuerza como si mi gesto pudiera conseguir borrar su imagen, pero no, él sigue aquí.
  ¿Qué hora es? ¿Cuántos días llevo aquí? ¿En qué día estamos? He perdido la noción del tiempo que llevo encerrada. No sé lo que he comido o bebido y si he hecho mis necesidades. Creo recordar un momento de seminconsciencia, cuando me han inyectado el fluido, en que han cuidado de mí. Lo hacen porque, de momento, les intereso viva. Ahora siento muchísima sed. Mi boca está seca, sin saliva, y mi cuerpo, con tanta tensión que me volveré loca. No soporto más esta situación, pero me contengo y respiro hondo intentando resistir.
  «Que mon âme entre dans le corps de Candy. Qu'il soit possédé par ma volonté. Que son corps se libère, nous ne faisons plus qu'un. Candy, je d evient toi. Je te possède, tu m'obéis. Qu'il en soit ainsi».
  Es francés. Me pregunto el significado de esas frases.
  Él está con su máscara junto a Isabel, pasándole algo que roza sus cortes, restregándolo una y otra vez. Trato de mirar para verlo, pero mi visión no lo alcanza por la posición y porque sus manos prácticamente lo tapan.

Mi sangre ha dejado de fluir debido a las costras que se han ido formando sobre mis heridas.
  Se aleja.

En el fondo, un puñado de velas del altar arañan algo de luz a la oscuridad. Por fin, contemplo el objeto ensangrentado que deja junto al resto de elementos rituales. A simple vista, aprecio que se trata de algo amorfo de color beige. Parece que es una fea figura que se asemeja a un muñeco. Fijo la visión y aprecio más detalles, las hebras de tono dorado que son similares a un cabello de rizos rubios. Va a ser... Es... Me derrumbo por dentro porque me enfrento a un gran temor. Se trata de una pequeña muñeca vudú que ha impregnado de la sangre de Isabel para darle más fuerza, y seguramente el pelo que tiene prendido es de ella. Puede ser el mechón de la frente que le cortamos tiempo atrás. La idea me espanta. Pensar que han hecho una figura implica que seremos títere en sus manos y que controlan todo. No puedo quitar la vista de encima de la muñeca. Voy distinguiendo su pequeña cabeza, sus brazos, piernas y tronco. No me cabe duda de que es una representación de ella.
La puerta de acceso retumba por los golpes de alguien que llama desde fuera. Deseo con todo el alma que vengan a liberarnos, aunque sé que eso es una tonta esperanza. A medida que pasa el tiempo de mi encierro, más consciente soy de que todo empeora. Solo me cabe esperar un fatal desenlace.
Mi raptor deja entrar a Dandy.
—Bokor, he localizado a la monja, la tengo en el maletero.
—Espero que esa mujer me ayude —lo amenaza el bokor.
—Sí, es de las misioneras del poblado de las que ya te hablé y que estuvieron con él. Son dóciles y te dirán lo que necesitas saber.
—Quiero resultados de una vez, he de localizar a William Ardlay cuanto antes. Te recuerdo que lo que hablaste con Jane Cornwel y su información no nos ha servido de nada. Seguimos sin dar con él —dice enfadado el bokor.
—Lo sé, lo sé. El problema es que trabajó con él hace ya mucho tiempo. Me habló de cuatro lugares que él ronda habitualmente, pero nada. No está en ninguno de ellos.
—Hay que localizarlo ya, y lo quiero vivo. Antes de matarlo, necesito sacarle cierta información.
—De acuerdo —asiente el Dandy.
—Ahora, tráeme lo que pedí, lo haremos de una en una —ordena el bokor mientras camina unos cuantos pasos con los brazos cruzados.
Se le acerca el Dandy y hablan entre ellos en voz baja para evitar que los oiga. Me angustia saber por qué buscan a William Ardlay con tanta desesperación. Desde que llegó a Kenia, fui consciente de que a su vida le acarrearían problemas, pero nunca imaginé esto. Lo más terrible es que no es consciente del peligro que corre.
El Dandy ya se ha ido y ahora estamos solas con el duque. Esta gente conoce el punto débil de William: su irremediable pasión por Candy. ¿Aún no comprendo porque la confundió con Isabel? Siento intriga por saber quién será la otra mujer que dicen que ha capturado.
Llevo un rato con la mirada clavada en la puerta y, por fin, se abre. Con sorpresa, descubro que traen algunas herramientas. No quiero que le hagan daño. —¡Chica!— La he nombrado en alto con la intención de que sepa que estoy aquí. Me ha escuchado, y la veo temerosa y que le tiembla todo el cuerpo El bokor ordena al Dandy que ponga a Isabel junto a la pared. Haciendo uso de la cuerda con la que tiene atadas las manos, la sujeta a un hierro que está en lo alto de la cabaña. La pobre, con los brazos arriba, tendrá problemas de circulación y lo pasará fatal. No quiero que la torturen. No me importa si delata a William y les explica dónde pueden localizarlo, porque él tiene más recursos para escapar de esto.
Nuevamente, el Dandy entra por la puerta y avanza con... ¿Hna Sasa? No entiendo que la hayan aprisionado. Los negocios de William con la Hna Sasa fue hace muchos meses, muy puntual y algo sin importancia. Ella solo es la cocinera del centro de acogida de mujeres. Pobre monja, no se merece esto.
El bokor le quita la venda de los ojos a Isabel, se coloca en el centro y deja que el Dandy se acerque a la Hna Sasa, quien, con la cara empapada en lágrimas, gimotea. Este camina a su alrededor, se coloca detrás y, de pronto, le propina una enorme patada en la parte trasera de las rodillas que la hace estrellarse contra el suelo. Con furia le patea la espalda, el costado, el abdomen y la cabeza, me estremece ver tanta brutalidad. Cierro los ojos, no soporto esta violencia. Escucho patadas y más patadas que no cesan, cada golpe, cada quejido, cada grito y cada lamento. No lo soporto. La bestialidad de la paliza me descompone. Miro de nuevo y veo que él pone su martillo sobre la cabeza de Isabel y la golpea. Esto es muy penoso. La miro y siento que ella me contagia su dolor. Sufro con ella.
—Eres una mierda negra que no merece despegarse del suelo. ¿Me vas a ayudar? —pregunta amenazante el bokor.
El bokor le arranca la mordaza de un tirón a Sasa, que hasta ahora no ha podido articular palabra. Capto todo su dolor, congoja y angustia. Se me encoge el alma de verla así.
—Quiero localizar a William Ardlay. ¡¿Dónde está William Ardlay?!
—En el hospital —responde Isabel con un hilo de voz.
—¡¿Eres tonta?! Si estuviera en el hospital, no te habría traído hasta aquí. Ahora quiero que me digas dónde se esconde —le ordena mirando a la Hna Sasa.
—No lo sé, hace mucho que no sé nada de él. Soy una simple cocinera.
Estoy aterrada, y él, furioso e impaciente, respirando profundamente. Se reclina, agarra a la Hna Sasa por los brazos y la levanta sin dificultad. De pronto, la lanza como un despojo contra la pared e Isabel se retuerce de ver el impacto, se cuelga y queda paralizada, pero él, sin casi inmutarse, coge el enorme cuchillo del altar.
Las tres entramos en pánico. Se me saltan las lágrimas mientras contemplo a Isabel maniatada que intenta moverse inútilmente y con los ojos saliéndosele de las órbitas, desesperada.
Tengo el corazón acelerado... es la mayor arritmia de mi vida.
—Última oportunidad —lanza lo que suena a ultimátum—. ¡¿Dónde puedo encontrarlo?!
—No lo sé, de verdad. No me hagas daño. Por favor —suplica Isabel derrotada.
El bokor sostiene a Isabel como a un pequeño objeto y agarra con fuerza la empuñadura del cuchillo para clavarlo en la parte baja de su vientre, su hipogastrio, y, en un tris, asciende a la parte alta, el epigastrio. Es una abertura larga y mortal. Ella, paralizada por el horror, contempla la carnicería de su abdomen. Mis ojos no dan crédito y, en una fracción de tiempo, veo que su cuerpo deshecho, ensangrentado y sin vida, guinda inerte.
No soy capaz de asumir la barbarie contemplada. Esto, definitivamente, me lleva a afrontar que a mí también me matará.
—La ceremonia continúa. Su sacrificio era necesario —dice el bokor alternando su furiosa mirada primero con la Hna Sasa y después conmigo.
El Dandy, de rodillas junto al cadáver de la enfermera, va manejando el cuchillo y hurga en su cavidad abdominal, haciendo incisiones en la línea media desde el esternón hasta el hueso de la pelvis y poniendo cuidado al perforar la capa muscular del abdomen. Sin rasgar el intestino, lo extrae, separándolo de los otros órganos. Esto es demasiado macabro para mí. Quisiera perder el sentido y desaparecer. Siento que estoy viviendo un horrendo aquelarre sangriento. Tras lo ocurrido, termino de asumir que me espera una agonía terrible.
Ya son varias las vísceras de Isabel fuera de su tronco: el corazón, los intestinos, el hígado y el utero. Lamento verla así, despedaza, esparcida por este repugnante lugar como si fuera un animal de matanza. Me duele enormemente contemplar su cuerpo a un lado, al otro, sus despojos, y aparte, su sangre en un mugriento cuenco.
La nueva posición del brujo me hace pensar que ahora es el turno de la Hna Sasa. Está a su lado mirándola detenidamente y le quita la mordaza de la boca con violencia.
—¿Cómo te llamas?
—Sasa. Yo no sé nada del Señor Ardlay —se apresura a decir—. Me han traído por confusión —dice entre llantos.
—¡Tonterías! —grita con tanta furia que nos quedamos paralizadas—. Eres la monja que más cerca de él estuvo. Dime todo lo que sepas. ¡Ya!
—Sólo soy una misionera. Lo que hice para Ardlay no fue nada. Solo tuve unos contratos de cenas que pasó hace mucho tiempo.
—Pero trabajaste con él y conoces sus rutinas. ¡Habla de una vez! —le ordena.
Por sus comentarios, comprendo que el bokor está bien informado. Sabe los lugares, lo del trabajo... Puede que eso se lo haya dicho el otro hombre.
—Si no está en el hospital, estará en Kenia. A menudo va a la capital.
—¿A qué lugares de la capital? ¿Con quién se encuentra allí?
—No sé, va con otras personas. Una es una enfermera que se llama Isabel.
—A Isabel es imposible encontrarla. ¡Dime más nombres!
—También estuvo con una mujer muy importante, una tal Candy.
—Esa ya no me sirve. ¡Continúa!
—Hay otra que se llama Hamida Wamba que trabaja en los grandes almacenes de la avenida de la República. Y no sé de más mujeres. No sé más —dice Sasa entre lloros.
Esta diciendo mi nombre profesional.
—¡Bien, sigue, dime lugares que frecuenta!
El Dandy se acerca al bokor.
—Bokor, con las mujeres de la capital ha tenido encuentros muy cortos. Nada duradero. Nos interesan solo las mujeres cercanas, con las que se ve más a menudo.
—Cierto, lleva a esta a la otra cabaña, donde el otro altar —ordena refiriéndose a la Hna Sasa—. Verás cómo consigo que suelte la lengua.
—Sí, hablará —asiente el Dandy.
—Recoge todo esto, lo necesito para el ritual de la Santa Muerte.
El bokor señala con el dedo el cuerpo y los restos de Isabel y se marcha. El Dandy obedece y de inmediato coge un cesto mugriento que llena con las vísceras de la pobre enfermera con la normalidad de quien está acostumbrado a hacer algo así. La tarea hace que sus manos queden ensangrentadas y termina de llenar el canasto colocando en la parte superior el cuenco con la sangre derramada y, antes de irse, agarra con fuerza a la Hna Sasa, quien, con cara de pánico, agranda mi miedo.
Me estremezco imaginando lo que le van a hacer y pienso en un terrible ritual diabólico y un escalofrío me recorre todo el cuerpo.
Lo que acabo de presenciar creo que nada tiene que ver con el vudú. He leído mucho sobre el tema y en ninguna parte hablan de carnicerías de este calibre.
Tengo alterado el ritmo del curso de mi pensamiento por esta dura vivencia y porque no puedo parar de darle vueltas a todo. No comprendo nada de lo que ocurre, no sé la causa de tanto interés por William Ardlay, ni el porqué de este salvajismo. Estoy... mal, muy mal.

ÈÿùDonde viven las historias. Descúbrelo ahora