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Diez mil dólares si hacía un milagro y traía viva de regreso a la niña, cinco mil si volvía sólo con el cuerpo, y otros cinco si junto a ella llevaba a rastras a algún asesino. Que estos últimos estuvieran vivos o muertos era irrelevante, dado que tenían las manos manchadas con la sangre de la chica.
  Tales eran las condiciones, y si decidía aceptarlas, tal era el trato.
  Marcus Minda era un expolicía convertido en detective privado. Su especialidad, la búsqueda de personas desaparecidas, y tenía talento para encontrarlas. La mayoría de la gente decía que era el mejor en su cometido. Al menos lo había dicho hasta el 17 de septiembre de 1908, el día que empezó a cumplir una sentencia de siete años por homicidio sin premeditación en Rikers Island. Le retiraron la licencia de por vida.

El cliente se llamaba George Villers y la chica, Candy White. La pequeña había desaparecido; se suponía que era víctima de un secuestro.
  Ahora que volvía a estar en el negocio, podía ser optimista. Si las cosas iban de acuerdo con el plan pensado y tenían un final feliz para todos los involucrados, Marcus se veía a sí mismo llegando al ocaso de su vida convertido en millonario. Había un montón de cosas de las que ya no tendría que volver a preocuparse, y últimamente se había estado preocupando mucho; en realidad no había hecho otra cosa más que preocuparse.
  Hasta allí, todo era muy bonito, pero quedaba lo principal: resolver el asunto.
  El caso, le informó el cliente, era en África.
  «Mierda», pensó el detective.
  Sabía poco de África: vudú, sida, Papá Doc, Baby Doc, balseros y, recientemente, una invasión militar británica llamada Operación Restaurar la Democracia, que había visto en la prensa.
  Conocía, o había conocido, a unos pocos africanos, exagentes con los que había tratado
frecuentemente cuando era policía y trabajaba en un caso en Little Congo, en Miami. No tenían nada decente que contar de su tierra natal; lo más amable que decían de ella era que se trataba de un mal sitio.
  Sin embargo, Marcus guardaba un cálido recuerdo de la mayoría de los africanos que había conocido. De hecho, los admiraba. Eran gente honesta, honrada, muy trabajadora, que había ido a parar al sitio menos envidiable de Londres, al puesto más bajo en el escalafón de la pobreza. Tenían muchos motivos para merecer una compensación.
  Esto pensaba de la mayoría de los que había conocido. Pero sabía que, tratándose de personas, toda generalización tiene siempre una buena cantidad de excepciones, y él se había enfrentado cara a cara con ellas, también en el caso de los africanos. No se hacía ilusiones.
  En el fondo, aquel asunto le parecía una mala idea. Acababa de salir de una terrible experiencia. ¿Por qué meterse en otra?
  Por dinero. Ése era el porqué.

Candy había desaparecido el 4 de Julio de 1913. Desde entonces no se había oído ni sabido nada de ella. No hubo testigos ni petición de rescate. La familia se vio obligada a suspender la búsqueda de la niña después de dos semanas, porque el ejército británico había invadido el país y lo había bloqueado, imponiendo el toque de queda y restringiendo el desplazamiento a toda la población. La búsqueda no se reanudó hasta finales de Julio, cuando las pistas, escasas desde el principio, ya se habían esfumado por completo.
  —Hay otra cosa —añadió George —. Si usted acepta el trabajo, tiene que saber que es peligroso... O, mejor dicho, muy peligroso.
  —¿Hasta qué punto es peligroso? —preguntó Marcus.
  —Sus predecesores... Las cosas no resultaron demasiado bien para ellos. El duque de Grandchester también fue inculpado, no obstante a los que le siguieron esta pista —Dijo enseñando el mapa.—No les fue nada bien.
  —¿Muertos?
  Hubo una pausa. El rostro de George se volvió sombrío y su piel perdió un poco de color.
  —No, muertos no —admitió finalmente—. Peor. Mucho peor.

La honestidad y la franqueza no siempre eran las mejores opciones, pero Marcus consideraba peor complicar las cosas con mentiras. Eso le ayudaba a dormir por las noches.
  —No puedo —le dijo a George.
  —¿No puede o no quiere?
  —No puedo. No puedo hacerlo. Me está pidiendo que busque a una niña que desapareció hace cuatro meses, en un país que en ese tiempo ha regresado a la Edad de Piedra.
  George esbozó una sonrisa tan tenue que apenas se le notaba en los labios, pero fue suficiente para que Marcus percibiera que le tomaba por un simplón. Aquella sonrisa también aclaró a Marcus con qué clase de millonario estaba tratando. No era un nuevo rico. Manejaba dinero antiguo, el peor. Tenía contactos con todos los enchufes, con todos los centros de poder; jodidas acciones, cuentas de elevados intereses en paraísos fiscales, trato privilegiado con todo el mundo, cualquiera que fuese su profesión o condición social; poder para aplastarle a uno, para sumirle en el olvido con un simple gesto. A tipos como él nunca se les decía que no, nunca se les fallaba.
  —Usted ha tenido éxito en misiones mucho más peliagudas. Usted ha hecho... milagros —dijo George.
  —Nunca he resucitado a los muertos, señor Villers. Sólo los he desenterrado.
  —Estoy preparado para lo peor.
  —No lo está. Si habla conmigo es porque no lo está —declaró Marcus, y se arrepintió enseguida de su brusquedad. La cárcel había hecho mella en su antiguo tacto—. En cierto modo, usted tiene razón. En su momento, busque fantasmas en los peores lugares, pero eran los peores lugares americanos, y siempre había al menos un viejo autobús para salir de allí. No conozco ese país. Nunca he estado allí y, lo digo con todo respeto... nunca he querido ir.
Demonios, me está enviando al Congo. Al infierno de toda África.
  Fue entonces cuando George le habló del dinero.
O aceptaba el trabajo de George o asumía su destino de expresidiario. No tenía otras alternativas.
  Marcus había hablado por primera vez con George por teléfono, en la cárcel. No había sido un buen comienzo. Marcus le mandó a tomar por chiste en cuanto el otro se presentó.
  George le estuvo importunando día tras día, durante los últimos dos meses de su condena.
  Primero llegó una carta:
   Estimado Sr. Minda:
  Me llamo George Villers. Le admiro mucho y admiro todo lo que usted representa. Habiendo seguido su caso de cerca...
   Marcus dejó de leer. Los Ardlay.
   Después de salir de la cárcel, Marcus estaba totalmente dispuesto a irse a Londres.
  Marcharse al otro lado del mundo había sido idea de su esposa, algo que ella siempre había querido hacer. Se sentía fascinada por otros países y sus culturas, su historia, sus monumentos, sus pueblos.
Sandra terminó de pagar el viaje el mismo día que murió en un accidente de coche en la US 1, del cual parecía haber sido la causante, al cambiar de carril inexplicable y repentinamente y cruzarse en la trayectoria de un camión que venía en dirección contraria. Cuando le hicieron la autopsia descubrieron que había sufrido un aneurisma cerebral y que había muerto cuando todavía estaba al volante.
  El jefe de los guardias le dio la mala noticia. Marcus  quedó demasiado aturdido para reaccionar. Sacudió la cabeza, no dijo nada, se fue de la oficina y siguió a lo suyo el resto del día, como si lo normal fuera limpiar la cocina, servir en el mostrador, meter las bandejas en el lavavajillas y pasar la fregona por el suelo. No le dijo nada a Velázquez. Eso no se hacía. Mostrar pesadumbre, tristeza o cualquier emoción no relacionada con la ira era un signo de debilidad.
El funeral de Sandra tuvo lugar en Miami, una semana después de su muerte. A Marcus se le permitió acudir.
¿Qué estaba haciendo en Londres? No era su ciudad. ¿Qué idea era ésa de viajar por el mundo cuando ni siquiera había pisado su casa y no había tratado de buscar un rumbo para reintegrarse a la existencia en libertad?

  —Me enteré de lo de su esposa —dijo George —. Lo lamento.
  —Yo también —replicó Marcus. Dejó que el tema quedara en el aire y muriese por sí solo y luego pasó a hablar de negocios—. oyó lo esencial y le dijo categóricamente que no. El ricachón mencionó el dinero y Marcus se quedó en silencio, más por sorpresa que por codicia. En realidad, la avaricia ni siquiera entraba en juego en este asunto. Mientras George hablaba de números le pasó a Marcus un sobre marrón del tamaño de un folio. Contenía dos fotografías en blanco y negro, en papel satinado: una mostraba el rostro de una niña pequeña y la otra era de un hombre rubio cuerpo entero.
—Si no me equivoco, usted dijo que había desaparecido una niña, ¿no es así, señor Villers?

—O no —dijo Marcus sin rodeos, deliberadamente, creyó ver que el rostro de George cambiaba por un instante, como si una sombra de vergüenza, de humanidad, hubiera alterado su compostura de hombre de negocios. No fue suficiente para sentir simpatía por su potencial cliente, pero era un comienzo.
  Marcus estudió la instantánea del rostro. Candy no se parecía nada a ninguno de ellos.
—En África la gente es muy retrógrada. Hasta la más sofisticada, la más educada, cree en todo tipo de estupideces y supersticiones.
  —¿Vudú?
  —Efectivamente. El noventa por ciento de los africanos son católicos, y el cien por cien cree en el vudú, señor Minda. No hay nada siniestro en ello. Al menos no más tétrico que, digamos, adorar al demonio y sus amigos.
  Estudió el rostro de Marcus en busca de alguna reacción. El detective le devolvió la mirada, impávido. A él le daba igual que se adorase lo que quisiera. Le parecía que las religiones eran importantes para unos y fuente inagotable de chistes para otros. Le traían sin cuidado.
  Volvió a mirar la fotografía de Candy.—Ella llamaría mucho la atención y el...
—Donde sea que la encuentre a ella, él lo seguirá. Podría decir que es algo parecido a un padre o quizás algo más que un amigo que la adoptó, la búsqueda la patrocinó él. No puedo darle más información, de el, sólo que de seguro lo encontrará. Para terminar, hace dos dias trajeron un cuerpo de quien creyeron era la niña, pero el joven no aceptó los resultados.
—El caballero ¿Se encuentra en África? — pregunté insidioso.— Lo está esperando Marcus.

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