Sombra 2

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Si esto fuera una novela, a continuación debería explicar cómo había solicitado, siguiendo el método tradicional para calmar a un fantasma de este tipo (un fantasma con un deseo incumplido, por supuesto) permiso para devolver la mano al lugar de descanso eterno del Negro Tancredo. Debería recitar el examen de viejos registros, la localización del pozo de cal en el patio del fuerte; podría incluso suceder que la horrible cosa que reposaba en el bolsillo de mi chaqueta «escapara» para sembrar devastación sobre mí tras infructuosos esfuerzos por mi parte para evitar la destrucción; un último golpe inesperado de suerte, la destrucción de la mano...
Pero esto no es una novela, no intento hacer «toda una historia» a partir de estos hechos sobrios.
Lo que hice fue dirigirme de inmediato a la cocina.
—Buenos días —saludé—. ¿Cómo va el fuego?
—Nos días, señó Arbirt, señó —respondió—. Calentito, calentito. ¿Acaso desea usté cocinar algo?
Las dos ayudantes soltaron una risita al oír aquello y yo sonreí con ellas.
—Sólo deseo quemar algo —dije yo explicando el motivo de mi temprana visita.
Me acerqué al brillante horno, adelantándome y le indique con la manos que volviera a su bacón, levanté la tapa y arrojé la horrible y momificada cosa al mismo corazón de un lecho de carbones con el color de las cerezas.
Se revolvió en el calor, como si estuviera viva y protestara. Desprendió un débil y extraño olor a quemado, como si fuese cuero muy antiguo. Pero en unos momentos, la piel seca y quebradiza y los huesos calcinados ya no eran más que fragmentos de brasas brillantes e informes.
Volví a colocar la tapa del horno en su sitio. Estaba satisfecho. Ahora sólo me quedaba satisfacer a Lucinda, si no su muy natural curiosidad. Le extendí, con una sonrisa encantadora, uno de los pequeños y marrones billetes de cinco francos que aún siguen siendo fabricados por el Nationalbank y que son moneda legal del Tío Sam.
—Chas gracias, señó; que Dios le bendiga, señó Aly, señó —murmulló Lucinda encantada.
Asentí en dirección a ellas y salí de la cocina razonablemente seguro de que el jumbee no volvería a molestar, seguro de que la eternidad se había tragado al Negro Tancredo, quien, según aseguraba la tradición, era un hombre muy perseverante que siempre cumplía su palabra...
Es cierto, tal y como indiqué al principio, que el Negro Tancredo no maldijo a Hans De Groot, pero que el Gobernador Gardelin regresó a su hogar en Dinamarca y de este modo escapó... a lo que fuese que les sucedió a Achilles Mendoza y a Julius Mohrs. Quizás la perseverante sombra del Negro Tancredo estaba limitada, en la forma de su vengativa «proyección» a través de aquella mano cercenada, a la isla en la que había muerto. No lo sé, aunque hay reglas fijadas para estas cosas; reglas en las que los Quashee creen religiosamente.
Pero, desde aquella mañana, yo, Albert, confieso sinceramente, que nunca he vuelto a ver una araña grande sin sentir por lo menos un escalofrío en mi interior. Puedo entender, creo, cómo es esa extraña aberración mental llamada aracnofobia...
Porque vi aquella cosa que corría sobre el suelo como una araña herida... la vi meterse bajo aquella concha. Y no salió del mismo modo que había entrado...
De la misma manera que la araña apareció y poco después de que Candy huyera, llegaron las sombras.
No empecé a ver las sombras hasta que hube llevado más de una semana viviendo solo, refiriéndome a estar sin Candy junto a mi.
Al principio, las sombras eran tan vagas que las atribuí por completo a una ligera debilidad que había empezado a afectar a mi vista desde la temprana infancia, y que, aunque nunca ha interferido materialmente en el disfrute de la vida en general, sí convirtieron en obligatorio el uso de unas gafas oscuras para leer y escribir. Mi primera experiencia con ellas fue a eso de las diez y me estaba desvistiendo en mi dormitorio, que es una de las dos habitaciones que hay en el ala occidental de la casa, la que bordea el antiguo «mercado de los domingos». Estos dos dormitorios dan a la plaza del mercado y los había escogido, por delante de las habitaciones más aireadas del otro extremo, a causa de las vistas al exterior. Siempre y cuando sea posible, me gusta ver árboles cuando me despierto por las mañanas, y la antigua plaza del mercado se encuentra siempre en sombras a causa del follaje de varios caobas centenarios, un par de retorcidos otaheites, e incluso unas cuantas Decaisnea fargesii.
Casi había terminado de desvestirme, había comprobado que mi criado hubiese colocado y asegurado debidamente el mosquitero, y había entrado en la otra habitación para abrir las celosías de modo que entrara en la casa tanta brisa nocturna como fuese posible. Estaba regresando a través del umbral de la puerta que separaba las dos habitaciones y quitándome la ropa en el momento en el que obtuve la primera percepción de lo que he dado en llamar «las sombras». Todo estaba muy oscuro, ya que acababa de apagar la luz eléctrica en el dormitorio del que estaba saliendo. De hecho, me vi obligado a palpar para encontrar el umbral de la puerta. Tuve ciertas dificultades para hacer esto, y mis ojos aún no se habían acostumbrado por completo a la débil luz de estrellas que se filtraba a través de las celosías de mi dormitorio cuando atravesé el umbral y continué avanzando a tientas hacia la gran cama de cuatro postes de caoba en la que estaba a punto de recostarme para disfrutar de mi descanso.
Vi el poste más cercano surgir frente a mí, más cerca de lo que lo esperaba. Extendiendo la mano frente a mí, agarre... nada. Parpadeé ligeramente sorprendido y observé a través de la luz creciente, a medida que mis ojos se habituaban al cambio. Sí, por supuesto... ¡allí estaba la esquina de la cama, justo frente a mi cara! Para entonces mis ojos se habían habituado lo suficiente a la cantidad de luz que entraba del exterior como para que pudiera ver un poco mejor. Me sentía desorientado. La cama no estaba donde se suponía que debía estar. ¿Qué podría haber sucedido? Que los criados hubieran movido mi cama sin haber recibido órdenes al respecto resultaba inconcebible. Además no hacía ni un par de minutos que me había desvestido en esa misma habitación con la luz eléctrica encendida, y la cama estaba exactamente en el mismo lugar en el que había estado desde que me había trasladado a la habitación de Candy la semana anterior. Golpeé suavemente frente a mí, con el pie metido en la zapatilla, buscando el lugar en el que el poste de la cama parecía erguirse... y no encontré resistencia alguna.
Me acerqué hasta el interruptor de la luz de mi propia habitación y lo pulsé. Ante aquella iluminación repentina todo se reajustó a la normalidad. Allí estaba mi cama, y aquí, en sus emplazamientos acostumbrados, alrededor de la habitación, se hallaban dispuestas las sillas, el impecable guardarropa (no utilizamos armarios), la cómoda de caoba de Candy... incluso mis ropas, que había dejado colgadas de una silla para que, mi criada, las encontrara por la mañana y las pusiera en el cesto de la ropa sucia (eran de dril blanco).
Agité la cabeza. ¡La luz y la sombra de estas parecen, de algún modo, diferentes a las de casa, allá en los Estados Unidos! De algún modo, los engaños que producen son diferentes engaños.
Volví a apagar luz y, en la consiguiente y total
negrura, me arrastré bajo el extremo suelto del mosquitero, lo ajusté bajo el colchón, coloqué mis almohadas y las sábanas y me preparé para disfrutar de un sueño reparador. Cerré los ojos y me había dormido antes de que hubiera podido expresar estas ideas mediante palabras.
Por la mañana, el recuerdo de la experiencia con la cama que no estaba en su lugar apropiado se había desvanecido. Salí de un salto de la cama y me metí en la ducha a las seis y media, teníamos pistas sobre el paradero de Candy que lamentablemente nos llevaron al cuerpo de una mujer de rizos rubios que había sido embalado semanas atrás hacia Londres.

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