Enfermera 3

60 6 3
                                    

Dos meses antes:

Necesitaba sus abrazos y pasar más tiempo con él. También algo me pesaba, me dolía tener un secreto que quería revelarle. Le estaba ocultando el episodio del rito de sangre y no dejaba de sentirme mal. Quería reciprocidad en nuestra relación: Sinceridad y comunicación, pero yo le fallaba. No estaba siendo justa, ya que, mientras que él era transparente conmigo, yo no lo era con él. Debía rectificar, aunque no sabía bien cómo empezar.
—Nena, dime que estás bien.
Me fui apartando de sus brazos porque en el trabajo evito gestos de excesivo cariño.
—No me digas nena. Sabes que no me gusta —le dije sonriendo.
—¿Gatita? —preguntó jocoso para provocarme.
—No. ¿Quieres que te llame muñeco? —bromeé.
—Llámame como quieras. ¿Estás bien?
—Estoy bien, sí.
—Sé que dejas el área porque estás embarazada, y me parece bien. Deberías celebrarlo. ¿Quien es el padre? ¿Lo conozco?
Tragué saliva. Su comentario me pilló desprevenida. Era cierto que yo tenía una falta, pero pensé que él no se habría dado cuenta. Claro que estaba tan por mí que me conocía demasiado bien y nada se le pasaba por alto.
—¿Celebrar? Es un poco pronto para pensar en eso, —ni siquiera me había acostado con Albert —puede que solo sea un retraso.
—Y... ¿si te haces ahora un examen?
Lo vi tan feliz y yo estaba tan preocupada... Quería arreglar la situación y debía ganar tiempo, así que empecé a darle largas.
—Ahora no, hay que atender a los heridos. Tú tienes consulta y yo voy a quirófano.
—Ok, pero no te escapes tan rápido. Un beso —me pidió atrapándome de nuevo entre sus brazos.
Nos despedimos besándonos y rápido me planté en el área quirúrgica, donde una enfermera me explicó la situación. Solo quedaban tres heridos, el cuarto acababa de fallecer por causa de un impacto de bala en el tórax. Mi hermano Hugo empezaría a operar a uno de los hombres en uno de los quirófanos y Eric se haría cargo del otro herido en la otra sala. El tercer hombre, menos grave, al que prepararía yo, lo dejamos en espera. Así que, en ese tiempo, Mi jefe me localizó y me hizo acompañarlo al que hasta entonces había sido mi despacho para mantener una conversación.

Bueno, en realidad, aquello no fue una charla, más bien fue una apología de sus valores y virtudes, y una exigencia. Empezó con unos minutos de halagos propios y a contarme sus batallitas de siempre, y terminó dejándome claro que yo no debía entrometerme en sus decisiones y actuaciones, y que su relevo no era ni provisional ni temporal. Finalmente, me advirtió que me vería perjudicada gravemente si no hacía caso o pretendía recuperar mi cargo. Entonces cavilé: «Perjudicar..., ¿con qué? ¿Acaso piensa degradarme de cirugía, bajarme el sueldo?». Todos esos interrogantes provocaron en mí una risotada interior. Él no podía hacer nada que me perjudicara, y por ahora dudo que sea el responsable de mi retención.
Sus amenazas estuvieron de más, porque pretendía dejarlo actuar a su antojo y, además, confiaba en que él lo haría bien.
Fue después de estar con él cuando me invadió un sentimiento de tristeza. Deseaba estar sola, pero me encontraba sin un lugar donde refugiarme y dejar fluir mis emociones. El despacho de enfermería ya no era mío, así que solo me quedaba el baño de las chicas, pero, cuando llegué allí, lo encontré ocupado por mi excuñada Laura.
—No tardo. Ahora salgo —me dijo.
—Soy Isabel, déjame pasar contigo —le pedí.
Mi excuñada abrió la puerta, me agarró de la mano, me llevó junto a ella y cerró de nuevo.
—Me acaban de contar lo de la reunión. No entiendo por qué has dejado a Michel de coordinador de las enfermeras. Es mala persona.
—Estoy fatal. Me ha pasado algo terrible —dije, y me puse a llorar.
—Yo también estoy mal.
—Lo sé, sé que tú también estás mal, y ojalá pudiera ayudarte. Cuenta conmigo para lo que te haga falta.
—No quiero decepcionar a Hugo, quiero ser la mujer que él espera. Intento aguantar y mostrarme bien. Necesito tiempo para superar mi depresión. ¿A ti qué te pasa?
—Tengo un problema y te necesito. Solo tú puedes ayudarme. Tienes que hacerme un legrado.
—No —dijo tajante—. ¿Estás embarazada? —me preguntó incrédula.
—Sí, pero es que me pasó algo muy fuerte, muy desagradable.
Necesitaba su ayuda, pero ella me pedía explicaciones que yo prefería no dar.
—¿Fuerte? Explícamelo. Te escucho.
—Fue cuando dije que asistí a la convención médica. No salí del país. Hice la estupidez más grande de mi vida. Lo que pasó no se lo he contado a nadie y tiene que mantenerse en secreto.
—¿Qué? —preguntó ella sorprendidísima.
—Creo que abusaron de mí —le solté para desahogarme, entregándole mi gran secreto.
—¿Lo crees o lo sabes?
—Lo creo, estoy segura. Todo sucedió porque hacía un tiempo que me sentía mal, con dolores de cabeza y bastante malestar. Por aquel entonces, hablábamos del vudú, que se detectaban ciertas prácticas en el poblado y que los pacientes lo sufrían. ¿No te acuerdas?

—Sí, me acuerdo perfectamente —afirmó ella.
—Hace años estuve de voluntaria en Togo. Allí conocí de cerca esta religión y todo lo que viví me llevó al convencimiento de su poder.
—Tonterías. Isabel, son tonterías.
—No, no son tonterías, sé que alguien ha hecho un conjuro contra mí para perjudicarme. No sé el motivo, pero me cortaron las uñas, probablemente me cogieron pelo, y empecé a sentirme mal. Mi vida ahora es un caos.
—Eres inteligente, no sé cómo crees en esas patrañas. Si te cortaron las uñas y pelo fue para atemorizarte, nada más. Estás sugestionada. Reacciona.
—No, Laura, no tienes ni idea. El vudú tiene un poder inmenso. Lo tengo claro. Te voy a contar lo que me pasó cuando me inventé lo de la convención. Yo lo necesitaba y fui a que me practicaran un rito de... y..., al principio, tras la ceremonia, me sentí muy bien, fuerte, vital, pero pasaron unos días y empecé a recordar cosas muy preocupantes. A mitad del rito, me drogaron y perdí la consciencia.
Laura me miró entre asombrada y alucinada.
—Fuiste una descerebrada. No debiste participar en algo así tú sola. Yo podría haberte acompañado. Me lo tenías que haber dicho. Sigue contándome.
—Fue muy extraño. Cuando me desperté, estaba desnuda, y creo que abusaron de mí.
—¿Te desnudaron? —preguntó Laura atónita.
—No, me desnudé yo. Me dijeron que lo hiciera, y lo hice. Al quedarme inconsciente, no sé qué hicieron conmigo.
—¿No lo tienes claro?
Sus preguntas me demostraron su preocupación, así que pensé que podría convencerla para que acabara con mi problema.
—No, pero recuerdo sentir ciertas molestias al recuperar la consciencia.
—Me lo tenías que haber contado inmediatamente, yo te habría mirado, pero ahora ya no tiene solución. Háblalo con Albert. Él no querrá que pierdas al niño. Adora los niños. Entenderá lo sucedido y aceptará al bebé aun siendo negro.

—No puedo decírselo, lo voy a decepcionar. Por favor, ayúdame a terminar con mi sufrimiento.
Me fijé en su cara de disgusto y entendí que sincerarme con ella había sido un error que debía enmendar. Afloraron mis nervios, pero disimulé mientras la escuchaba.
—Yo, cuando me quedé embarazada, pensé que era lo peor que me podía pasar en aquel momento de mi vida. Hugo no paró de suplicarme que no abortara. Habló conmigo muchas veces, muchas muchas veces. Siempre habla del valor de la vida... Ya sabes, lo que dice siempre.
Tras escucharla, me quedó claro que no debí contarle mi secreto y que solo podía hacer una cosa para solucionarlo: mentirle.
—Tienes razón. Hablaré con él. Sí, le contaré todo. Lo voy a hacer, pero necesito tiempo. Prométeme que no te vas a adelantar y me dejarás que yo se lo explique.
Me indujeron un aborto en una choza, Brutus y su mujer me ayudaron con aquella situación, entonces fue, que su hija Candy llegó.

ÈÿùDonde viven las historias. Descúbrelo ahora