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—¿Sí? —pregunté—. ¿Qué pasa, Brutus?
  —Me dijo que le informara, señor, de cualquier cosa que sucediera —explicó Brutus desde el patio.
  —¡Así es! ¿Qué ha sucedido? Espera, Brutus, voy a bajar. —Candy...
—Si, me voy a mi habitación.
  Brutus me esperaba en la puerta, con una mano apoyada en la mejilla izquierda, aguantando un pañuelo hecho una pelota. Incluso a la luz de la luna pude ver que este cobertor provisional estaba empapado de un rojo brillante. Según parecía, Brutus había sufrido otro ataque de alguna clase. Le introduje en la cabaña, lo conduje hasta el segundo piso y le traté las tres heridas que tenía en su mejilla izquierda en el cuarto de baño. Hacía quince minutos se había despertado sin previo aviso debido a un dolor repentino, se había levantado de la cama, pero no antes de recibir otras dos dentelladas directamente en la mejilla. Al despertarse bajo el ímpetu de aquellos mordiscos únicamente había visto a la Cosa escabulléndose por debajo del pie de la cama y, tras una apresurada búsqueda del atacante, se había dedicado sabiamente a contener la sangre que manaba de su herida. Después, con todos los miembros temblándole, había salido al patio y se había acercado a mi ventana para llamarme.
  Los tres agujeros que atravesaban la mejilla del hombre eran del mismo tamaño y tenían una apariencia similar; obviamente habían sido infligidos mediante un instrumento afilado de aproximadamente medio centímetro de diámetro. La primera herida, creía Brutus, era la superior; y no sólo había penetrado hasta la boca, como las otras dos, sino que además había dañado seriamente la encía de la mandíbula superior justo por encima del colmillo. Hable con él mientras le curaba las heridas:
  —De modo que la Cosa debe de haberse escondido en tu habitación, ¿no crees, Brutus?
  —Sin duda, señor —respondió Brutus—. No había modo posible de que se arrastrara hasta mí... la puerta estaba completamente cerrada, la rejilla de la ventana intacta, señor.
  El pobre tipo estaba temblando de la cabeza a los pies debido a la conmoción y el susto, y le acompañe de regreso a su cabaña. No había encendido su lámpara. Sólo a la luz de la luna había visto desaparecer a su asaltante bajo el pie de la cama. Había agarrado el pañuelo y había salido corriendo al patio en pijama.

Fuera lo que fuera lo que había atacado a Brutus, lo había hecho con malévolo ingenio y decisión.
  Brutus se acostó y, tras permanecer sentado a su lado durante un rato, dejé la lámpara apagada, cerré la puerta y me retiré.
  Brutus no se levantó, y, otro de los chicos a la vuelta de faenar el venado, vino a buscarme
a eso de las nueve con el rostro tan gris como la ceniza.
Había encontrado a Brutus inconsciente, la cama empapada de sangre y, a lo largo del gran músculo pectoral que une el brazo derecho con el tronco, un largo y profundo tajo por el que el desventurado tipo había perdido, aparentemente, grandes cantidades de sangre. Fuimos por el doctor y me apresuré hacia la cabaña.
  Brutus seguía consciente cuando llegué, pero tan debilitado por la pérdida de sangre que apenas era capaz de hablar. En el suelo, junto a la cama, aparentemente en el mismo sitio en el que había caído, yacía una navaja multiusos de tamaño medio, con la hoja más larga desplegada y empapada en sangre. Aparentemente, aquél había sido el instrumento con el que había sido herido.
  El doctor, nada más llegar, declaró que era necesario hacer una transfusión de sangre, y esta operación fue llevada a cabo en la cabaña a las once. Stephen aportó una porción de la sangre y un joven negro, al que se pagó por su servicio, el resto. Después de aquello, y tras haberle administrado una bebida reconstituyente caliente, Brutus fue capaz de contarnos lo que había sucedido.
  En contra de sus propias expectativas, se había quedado dormido inmediatamente tras mi partida, y curiosamente se había despertado, no a causa de ningún ataque, sino debido al estruendo provocado por un tambor rata desde algún lugar de las colinas que se alzan por detrás de la selva y en las que algunos negros estarían, sin duda, «haciendo magia», lo que era bastante común en cualquiera de la selva, repletas de vudú. Pero éste, según Brutus, no fue un despertar ordinario.
  No... ya que, en el suelo, junto a su cama, siguiendo el compás de los sones del distante tambor, había visto a... ¡la Cosa!
  Yo tenía fuertes sospechas de que Brutus había tenido, ya con anterioridad a su peor herida, alguna idea sobre la identidad o carácter de su asaltante. Me había causado esa impresión a partir de media docena de pequeños detalles, como su ferviente negación de que la criatura que le había mordido fuese una rata o una mangosta; o su manera de contestar «Dios lo sabe» cuando le había preguntado cómo era la Cosa.
  Ahora entendía, con toda claridad, por supuesto, que Brutus sabía qué clase de criatura se había escondido en su habitación. Incluso obtuve el dato, descubierto por él mismo (aunque no estoy al tanto del cómo), de que la Cosa se había ocultado bajo una tabla suelta del suelo bajo su cama, evitando de este modo ser descubierta en las búsquedas previas.
  Pero averiguarlo de boca de Brutus (la única persona que lo sabía) fue de hecho un asunto completamente distinto. No puede haber, a mi entender, otra persona más reacia a hablar que un negro del Congo, una vez que se ha hecho definitivamente a la idea de guardar silencio sobre un asunto determinado. Y sobre este asunto, parecía que Brutus se había hecho definitivamente a la idea. Ninguna pregunta, ningún engatusamiento, ningún ruego, ni siquiera acompañado de lágrimas por parte de su amigo de toda la vida, Stephen, pudo extraer de él el más mínimo comentario respecto a la descripción o la identidad de la Cosa. Yo mismo utilicé todo argumento que la lógica y el sentido común le dictaban a mi mente caucásica. Apelé a Brutus para que pensara en su propia seguridad, le dije que mi mayor deseo era protegerle, le hablé de la lógica necesidad de cooperar, por la propia seguridad del muy tozudo, con nosotros, que nos tomábamos su salud muy a pecho. ¡Stephen, como ya he dicho, incluso lloró! Pero todos estos esfuerzos por nuestra parte no sirvieron de nada. Brutus Hellman se negó resueltamente a añadir una sola palabra a lo que ya había dicho. Se había despertado a causa del mudo retumbar de los distantes tambores. Había visto a la Cosa bailando junto a su cama. Según parecía, se había desmayado debido a la impresión, fuese cual fuese la naturaleza de esta impresión, y no supo nada más hasta que regresó lentamente a una muy debilitada conciencia entre la visita de Stephen, bien entrada la noche, y la mía, que la siguió casi de inmediato.
  Había una circunstancia afortunada. El corte ancho y profundo que según parecía había sido infligido con su propia navaja (que por mera casualidad había estado reposando abierta sobre un pequeño taburete junto a su cama), había sido realizado a lo largo del músculo pectoral, y no a lo ancho. De otro modo, su brazo derecho podría haber quedado seriamente impedido para el resto de su vida. El peor daño que había sufrido en este último y más grave ataque había sido la pérdida de sangre, y esto, gracias a mi empleo de un donante de sangre y a la devoción de Stephen, que le había ofrecido el resto, había quedado virtualmente subsanado.
  En todo caso, tanto si hablaba como si se mantenía en silencio, me resultaba evidente que tenía un deber bien definido hacia Brutus Hellman. No podía, mientras pudiera hacer algo para prevenirlo, dejar que fuese atacado de aquel modo mientras estuviera a mi servicio y viviendo conmigo.
Al regresar a la choza, Candy ya se había dormido.
Quizás todo esto sea una especie de señal. De modo que en ese mismo momento solicité arreglar todo el equipaje para regresar inmediatamente a Kenia al amanecer. La aventura de navegar por el Congo con Candy, quedaría para después.

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