Padre

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Aún era soltero y ya tenía una hija llamada Candy. Aunque aún no había cumplido los treinta años y poseía una gran vitalidad, no pensaba contraer nupcias hasta pasado cierto tiempo. Antes quería casar a su hija, y no con el primer buen partido que se presentara, sino con un hombre de elevada condición. En Vence residía un tal barón de Bouyon, que tenía un hijo y un feudo, buena reputación y una precaria situación financiera, con quien Albert ya había convenido el futuro matrimonio de sus vástagos. Una vez casada Candy, él haría gestiones encaminadas a emparentar con las prestigiosas casas Drée, Maubert o Fontmichel, no porque fuera vanidoso y estuviera decidido a conquistar a cualquier precio una esposa noble, sino porque quería fundar una dinastía y preparar para sus descendientes una encumbrada posición social y también influencia política. Para este fin necesitaba por lo menos dos hijos varones, uno de los cuales tomaría las riendas de su negocio mientras el otro estudiaría leyes, llegaría al Parlamento de Aix y obtendría su propio título nobiliario.
Sin embargo, un hombre de su condición sólo podía abrigar tales esperanzas con probabilidades de éxito estrechando lazos entre su persona y su familia y la nobleza provinciana.
Lo que justificaba estos planes tan ambiciosos era su legendaria riqueza. Albert era con gran diferencia el ciudadano más acaudalado de todos los bancos de Chicago y New York. Poseía latifundios no sólo en la demarcación de Escocia, donde comercializaba el Whisky, sino también en Londres y los alrededores de Antibes, donde había arrendado tierras. Poseía casa en Kenia, casas en el campo, intereses en barcos que navegaban hasta la India, una oficina permanente en Génova y las mayores existencias de Francia en sustancias aromáticas, especias, esencias y cuero. Además del caucho en Brasil.
Lo más valioso, sin embargo, de todo cuanto poseía Albert era su hija adoptiva, que acababa de cumplir quince años y tenía cabellos de un color dorado y ojos verdes. Su rostro era tan encantador que las visitas de cualquier edad y sexo se quedaban inmóviles y no podían apartar de ella la mirada, acariciando su cara con los ojos como si lamieran un helado con la lengua y adoptando mientras lo hacían la típica expresión de admiración embobada. Incluso Albert, cuando contemplaba a su hija, se daba cuenta de pronto de que durante un tiempo indeterminado, un cuarto de hora o tal vez media hora, se había olvidado del mundo y de sus negocios —lo cual no le pasaba ni mientras dormía—, absorto por completo en la contemplación de la espléndida muchacha, y después no sabía decir qué había hecho. Y últimamente —lo notaba con inquietud—, cuando la acompañaba al colegio San Pablo por la noche o muchas veces por la mañana, y aquella ocasión en la cabaña de Lakewood cuando iba a despertarla y ella aún estaba dormida, como colocada allí por las manos de Dios, y a través del velo de su camisón se adivinaban las formas de caderas y pechos y del hueco del hombro, codo y axila mórbida, donde apoyaba el rostro, emanando un aliento cálido y tranquilo... recordar aquella época le imponía un malestar en el estómago y un nudo en la garganta y tragaba saliva y, ¡Dios era testigo!, maldecía el hecho de ser el padre de esta mujer y no un extraño, un hombre cualquiera ante el cual ella estuviera acostada como ahora y quien sin escrúpulos pudiera yacer a su lado, encima de ella y dentro de ella con toda la avidez de su deseo. El sudor le empapaba y los miembros le temblaban mientras ahogaba en su interior tan terrible concupiscencia y se inclinaba sobre ella para despertarla con un casto beso paterno.
El año anterior, en la época de la muerte de Anthony, no había sentido nunca tan fatales tentaciones. El hechizo que su hija adoptiva ejercía entonces sobre él era —o al menos eso le parecía— un mero encanto infantil. ¿¡En que momento había crecido tanto!?
Candy, con todo su ímpetu característico había llegado a África junto a seis hombres que tenían órdenes de seguirla donde sea que estuviera, habían entrado detrás de ella de golpe a la habitación.
Un huracán, un terremoto, un tornado inesperado y sumamente necesario, que logró en el momento exacto hacer que el arma de aquel soldado rufián cayese, dejándolo impávido, expuesto y atolondrado.
—¡Llévenselo! — había sido su última frase.

Sin embargo, reforzó la vigilancia de su casa, hizo colocar nuevas rejas en las ventanas del piso superior y ordenó a la camarera que reforzara el dormitorio de Candy. Pero se resistía a mandarla lejos, como hacían los hombres de su clase con sus hijas e incluso con toda su familia. Encontraba ahora tal proceder despreciable e indigno, quien en su opinión debía dar a sus conciudadanos ejemplo de serenidad, valor y tenacidad. Además, era un hombre a quien no gustaba que nadie influyera en sus decisiones, ni una multitud dominada por el pánico ni, menos aún, un criminal anónimo y repugnante. Y por esto fue uno de los pocos habitantes de la ciudad que, durante aquel horrible período, fue inmune contra el miedo y conservó la sangre fría.
Ahora, con Candy junto a él en África, extrañamente, esto cambió.
Mientras en las calles la gente celebraba, como si ya hubieran ahorcado aquellos soldados, el fin de sus crímenes y olvidaba aquellos terribles días, el miedo se introdujo en el corazón de Albert como un espantoso veneno. Durante mucho tiempo no quiso confesarse a sí mismo que era el miedo lo que le incitaba a postergar viajes muy urgentes, a abandonar la casa de mala gana y a acortar visitas y reuniones a fin de regresar a casa lo antes posible. Se justificó ante sí mismo achacándolo a una indisposición pasajera y al exceso de trabajo, aunque admitiendo al mismo tiempo que estaba un poco preocupado, como lo está cualquier padre que tiene una hija en edad de casarse, una preocupación totalmente normal... ¿Acaso no había cundido ya en el exterior la fama de su belleza? ¿Acaso no se estiraban ya los cuellos cuando la llevaba a almuerzos o cenas? ¿No le hacían ya insinuaciones ciertos caballeros del concejo, en nombre propio o en el de sus hijos...?

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