Isabel

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Un mes antes:

A media mañana, un impresionante cuatro por cuatro, un todoterreno Mercedes Benz oscuro, aparcó a las puertas del hospital. Del vehículo bajó don Álvaro, nuestro embajador, que por primera vez visitaba Kenia, junto con su conductor, un asistente y su hombre de seguridad. Tras una primera parada en el despacho de dirección y sorprenderse con la noticia de mi cese como responsable del área de enfermería, se dirigió a mi consulta.
Recuerdo que me costó creer que el máximo representante de mi país venía a verme. Menuda locura. Conocí a don Álvaro el día de mi boda con mi ex marido, que se celebró en la embajada.
Entonces me causó una magnífica impresión. Me pareció un hombre muy interesante.

Me lo encontré mirando al horizonte, distraído, cuando acabé con un paciente y salí al exterior. Me llamó la atención su aspecto. Vestía de sport, impecable, y lo invité a pasar.
—Buenos días, ¿excelentísimo señor? —le pregunté, no sabía si debía llamarlo así.
—No, por favor, Isabel, no me trates de forma protocolaria. Me obligarás a tratarte de usted y no me apetece —dijo acercándose para darme dos besos.
Yo le correspondí de la misma forma.
—No estoy acostumbrada a relacionarme con personas de tu nivel.
—Estupendo. Me alegra que sea así, porque estuve realmente preocupado por vosotros. Cuando en las noticias se habla de matanza, uno se imagina algo desproporcionado.
—Lo de ayer fue terrible, y nosotros lo vivimos muy de cerca. No sé el número exacto, pero se habla de que fallecieron entre quince y veinte personas. En el hospital atendimos a doce heridos. No me termino de creer lo que está ocurriendo.
—Normal, pero es que la situación del país es francamente mala.
—Me asustas —lo interrumpí.
—Yo estoy pendiente de ver cómo se desarrollan los acontecimientos y de posibles emergencias —dijo brevemente.
—¿Crees que esto puede ir a peor? —pregunté para tirarle de la lengua, esperando que se explayara en detalles.
—Puede ser, y también que esto desemboque en una guerra civil. Todos vosotros debéis plantearos seriamente abandonar el país.

En ese instante, él posó su mirada en mis ojos buscando los míos, obligándome a desviar la vista. Nos quedamos en silencio, incómodos. Finalmente, miró su reloj.
—Me voy a marchar, pero un día te invitaré a comer a Nyumba Ya Nguvu. Me gusta charlar contigo y será una buena ocasión para mantener una larga conversación.
—Me encararía conocer ese maravilloso restaurante a donde van todas las celebrities, pero siempre estoy tan liada...

Después se acercó para despedirse con dos besos. Me dio el primero y, cuando iba por el segundo, noté que intencionadamente acercó su boca a la mía. Hice como si nada, me comporté con naturalidad. Seguidamente, se fue.
Más tarde, a media jornada, Albert se coló en mi gabinete y, al mirarlo a la cara, descubrí sus ojos vidriosos.
—Hace tres dias mataron a las monjas de If —dijo con amargura.
—¡¿Qué?! —exclamé incrédula.
—Lo que oyes. Todo el mundo sabe que apoyaban al Gobierno.
Me acerqué y nos abrazamos, dándonos consuelo mutuo. Aquella pérdida fue muy dolorosa para los dos. Nunca entendí cómo pudieron matar a aquellas mujeres que vinieron al país, igual que yo, para ayudar a la gente.

—Me han pedido que me responsabilice provisionalmente de la misión hasta que decidan qué hacer con el centro o traigan nuevas monjas. Puede que cierren If.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunté.
—Tú me preocupas, pero quiero ayudar.
—Me gustaría no tener que compartirte con nadie, pero te entiendo. Ve a If —lo animé.
—¿En serio? —me preguntó dubitativo.
—Sí. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Puede que un mes o más. Me llevaré a Candy tiene un baile de máscaras en port London. Vendré a verte a menudo y he hablado con tus hermanos para que estén pendientes de ti. Me inquietas porque en el turno de la noche te has despertado gritando. Me has dado un susto tremendo.
En ese instante, estremecida, recordé mi sueño.
—He tenido una pesadilla espantosa en que un espíritu maligno se apoderaba de mí. Era como una sombra oscura deforme y con mirada punzante que se acercaba lentamente y se metía dentro de mí y me paralizaba. Después, sentí fuego y como puñaladas dolorosas. Al final, me faltó la respiración y creí agonizar despacio y que acababa muriendo.
—Terrible. Los sueños suelen reflejar algo de nuestra propia realidad: una preocupación, una obsesión, un miedo... Podría hacer una larga lista de las amantes de mis parejas. Con cada una he vivido una historia diferente e igual, porque a todos los ame y después los dejé.
Siguiendo el orden cronológico de sus viajes de estos últimos meses, me viene a la cabeza una de las tres nuevas monjas de If. No es que tenga la certeza de que ella y mi hermano hayan intimado, no. Recuerdo perfectamente que él lo habló con Hugo un día que nos juntamos los tres en casa. Irremediable, mi hermano es irremediable. Siempre con sus falsas promesas. Normalmente, hago la vista gorda, pero estaba engañando a mi amiga y me sentía muy decepcionada con los dos.

Cuando Albert se marchó con su hija,  surgieron las milicias tribales, que se tomaron la revancha y durante una semana se produjo la gran matanza que aterrorizó a la nación. El país se convirtió en un hervidero y los acontecimientos preludiaron una inminente guerra civil. Sin embargo, decidimos permanecer aquí, temiendo perder la vida en alguna de aquellas barbaries. Pero ahora es peor, con esta terrible realidad que intento asumir. Ahora sufro la angustia de saber que todo puede acabar en cualquier momento, que puedo morir de forma lenta y agónica. Y después de esta vida, ¿qué puedo esperar? La maldita nada.
En fin, no quiero ser negativa. Evitaré pensar en ello.
Peor entonces apareció por la consulta una mujer con sus dos hijos muy pequeños. La niña era un poco más mayor, como de cuatro años. Su madre, con mirada ausente, la colocó sobre la camilla y, en segundos, la pequeña expiró. Fue muy triste no poder hacer nada por ella. Únicamente pude mostrar mi pena.
La mayoría de las mujeres de aquí asumen con entereza la muerte de sus seres queridos, pero aquella madre lloró desconsolada y, entre lágrimas, me enseñó algo. En su mano tenía dos figuras. Una de ellas era una muñeca pequeña y mugrienta hecha de madera, trapos, pelos y cuerdas. Era una muñeca vudú con ciertas similitudes con la niña. Al mirarla con atención, observé que alguien había atado una cuerda en el cuello de la figura y clavado un alfiler en la cabeza, haciendo un maleficio que acabó con la pequeña. La otra estatuilla era igual, pero representaba al niño.
La madre, desesperada, me pidió gritando que salvara a su otro hijo. Me aseguró que también querían matarlo. Fue angustioso. Traté de explicarle la realidad, pero no quiso escuchar que había venido muy tarde y que ya poco se podía hacer por el niño una vez contraída la enfermedad.
Al final, la enfermedad, la desnutrición del niño, la tardanza en acudir al hospital y la magia acabaron con el pequeño. Aquella experiencia, la visión de los dos muñecos rituales y el fallecimiento de los niños, acrecentó mi miedo y reafirmó mi creencia en el poder del vudú. Di muchas vueltas a lo sucedido y recordé el día en que perdí la consciencia y desperté con las uñas cortadas. Así es como tuve claro que alguien había creado una muñeca réplica de mi persona con la que me perjudicaba y que desbarata mi vida.
Mi vida empezó a derrumbarse como un castillo de naipes. Mi mundo se hundió en una crisis general. Primero fue la crisis social y política, luego llegó la crisis sanitaria. Ese manto de crisis era enorme y lo cubrió todo. La realidad era sombría y sabía que mi embarazo acabaría con mi unión con Albert y que alguien que me deseaba el mal desde hacía tiempo utilizaba el vudú en mi contra.
En algún lugar existe una maléfica muñeca con la que me dañan y consiguen que mi existencia esté embadurnada de crisis.

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