África 3

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Lloverá.
Estamos a 11 grados, hemos llegado a unas chozas pequeñas dentro de la selva africana, lo más lejos de algún modo de civilización.
Candy se encuentra con dos de mis hombres intentando aprender a cazar un ciervo.
Una cola blanca pasa más allá de la duna y lentamente levanto la mano, señalando a Candy y a los chicos para que centren su atención en esa dirección. Los chicos han estado cazando durante años, y definitivamente ya habrían atrapado a este ciervo, pero es hora de quitarle esta virginidad a Candy.
  Da un paso cuidadoso y silencioso, escondiendo su aliento como le enseñé y levantando suavemente su rifle. Normalmente estaríamos en uno de los puestos que hemos construido a lo largo de los años, pero la caza en el clima frío podría condenarnos a días en un árbol antes de que veamos algo. Tiene que aprender a encontrar a su presa.
  Badi le habla al oído, guiándola en el proceso. Apunta, respira, decídete por el objetivo, respira... Y una vez que tu cuerpo esté en sincronía con el animal, dispara.
  Pero no lo hace. Baja su escopeta de nuevo y se pone de pie.
  Aprieto mi mandíbula.
  Me dirijo a ella, con cuidado de pisar silenciosamente el húmedo follaje. La tomo y agarro su barbilla, obligándola a mirarme.
  Pero ella se aparta.
  —No puedo, ¿está bien?
  —Si no lo haces, son arverjas en tarro durante todo el monson.

—Al suelo. —La arrastro hacia abajo conmigo.
  Bajo mi vientre, el frío se filtra a través de mi ropa de cacería, y le lanzo una mirada de advertencia.
  Un pequeño gruñido deja sus labios pero se acuesta a mi lado, centrando sus ojos en el ciervo al final del follaje.
  Su sombrero blanco cubre la punta de sus orejas, pero los lóbulos están rojos, al igual que la punta de su nariz. Lleva dos coletas bajas, y puedo ver sus ojos brillando con lágrimas.
  Dios mío.
  —¿Quieres saber qué era la carne que compras bien empaquetada en el supermercado antes de que llegara allí? —gruño—. Estos animales tienen una vida mucho mejor que la carne que compras, chica, así que date cuenta y alimenta a tu familia.
  Su barbilla tiembla mientras mira fijamente al animal, con la mandíbula apretada.
  —Te odio.
  —No tanto como te encantará la comida en tu estómago.
  Levanta el arma, apoyando los codos debajo de sí y mirando a través del foco de la escopeta.
  Aprieta el gatillo, pequeños sollozos se le escapan.
  Va a perderlo. Fallará, porque no puede ver a través de sus lágrimas, y el ciervo saldrá disparado.
  —Candy—digo—. Mírame.
  El cielo azul con nubes y el olor a humedad nos rodea, pero incluso ahora, mirando su rostro inocente y sus labios perfectos, siento un ligero sudor enfriar mis poros.
  —Pequeña, mírame —le digo otra vez en voz baja.
Gira la cabeza, y sus piscinas verdes se encuentran con las mías.
  Limpio una lágrima de su mejilla.
  —Si algo me pasa a mí y a los chicos, necesito saber que puedes sobrevivir aquí. —Hablo en voz baja, pasando mi pulgar por debajo de su ojo para atrapar otra lágrima antes de que caiga—. Lo que tenemos en la despensa solo durará un tiempo. Necesito enseñarte esto, ¿de acuerdo?
  Tiembla, pero asiente, pareciendo dulce y vulnerable. Dios, me duele el corazón.
  Me inclino, dándole un beso en la sien.
  —La idea de que estés desprotegida me mata. Por favor, haz esto.
  Pasa saliva y respira profundamente, calmando sus lágrimas y respirando antes de volver a centrar su vista.
  —Está bien —susurra.
  La observo a ella, no al ciervo, y estoy hipnotizado. Inocente y pura. Intacta y acabando de cobrarse una vida por primera vez. Hay algo grande contenido bajo su superficie, y quiero sentir que todo se desmorona en mis brazos.
  Candy es la vida de la casa.
  Ella es la vida.
Me preocupa que la línea sobre la que camino, incluso si realmente tenemos o no que estar sin algo bonito todo el monson, está empezando a desdibujarse. Si es difícil ahora, ¿cuán difícil será resistirse a ella durante los fríos, oscuros y lluviosos días?
  Pero en realidad, creo que todo finalmente se reduce a que la deseo.
  Y no debería.
  Un disparo perfora el aire y parpadeo, volviendo a la realidad. Ella solloza en silencio mientras su cabeza cae y sus ojos se cierran, y agarro mis binoculares, buscando el venado en el terreno.
  —¡Lo alcanzó! —gritan.
  Su respiración se agita mientras llora en silencio, y sé que ha terminado por hoy. No querrá verlo.
  —Vayan a traerlo —les digo—. Llévenlo a casa. Nosotros los seguiremos.
  Los chicos pasan, la selva cruje bajo sus botas, y mi cuerpo arde con el frío que se filtra hasta mi piel.
  —No quería decepcionarte —dice ella, con la cabeza gacha y mirando al suelo.
  —No lo hiciste.
  Levanta su cabeza hacia mí, con sus ojos feroces atravesándome.
  —Lo hice porque no quería decepcionarte —explica—. ¿Por qué me molesto en complacerte? No quiero complacerte.
  Aparta la mirada otra vez, quitándose el gorro y pareciendo disgustada consigo misma.
  Mechones sueltos caen sobre sus ojos, y quiero apartarlos.
  Mi voz suena estrangulada cuando susurro:
   —Todo lo que haces me complace.
  Podría culparla todo lo que quiera. Su belleza, su olor, su risa y su espíritu de lucha, sus ojos cuando sonríe y cómo nos hace un poco más felices, la forma en que incluso una bolsa de basura le quedaría bien mientras camina por mi casa, pero honestamente es justo lo que dije. Cada día estoy perdiendo la voluntad de resistir, y me odio por ello.
  Y odio a ella cada vez más por ser algo que no puedo tener.
  —Será más fácil la próxima vez —le digo.
  —No habrá una próxima vez.
  —No a menos que quieras comer.
  Se lanza y mueve el puño, golpeándome en la mandíbula mientras gruñe. El dolor sale disparado a través de mi rostro, y lo siguiente que sé es que me está golpeando mientras llora.
  Aparto el rostro, tratando de protegerme mientras le agarro las muñecas. Tomando ambas con mis puños, le doy vuelta y me pongo encima de ella, todavía sintiendo su cuerpo a través de las capas de ropa que llevamos.
  Mueve sus manos para liberarse, luchando debajo de mí, y la sangre comienza a correr dentro de mi, mientras se retuerce y se mueve.
  —Te odio —jadea, y me golpea—. Te odio. Eres un espejismo.
  Gruño, tratando de atrapar sus puños que se agitan. Mis ojos se dilatan.

Atrapó su boca con la mía, consumiendo su aliento y besando sus labios tan fuerte que gime.
  Pero ella me devuelve el beso. Diablos, sí, lo hace.
  Le abro la chaqueta, meto mi mano bajo su suéter y luego bajo su camisa, llenando mi mano con su pecho.
  Gime, girando su cabeza a la izquierda y luego a la derecha, mordiendo y besándome la boca en un frenesí mientras me abre los pantalones de caza y mete la mano en mis vaqueros, agarrándome.
  —Ah —gimo, moviéndome contra su mano   —.Candy.
  Me toca, hundiendo su lengua en mi boca para saborear y alimentarme, y el mundo está girando detrás de mis párpados. La quiero en mi cama. Ahora.
  Presiono mi frente contra la suya, abrazándola contra mí.
Ella continúa dejando besos por mi cuello pero luego se detiene, y ambos escuchamos la vegetación crujiendo con pasos.
  Mierda.
  Suelto su pecho y le bajo la camisa y la chaqueta antes de quitar su mano de mi pantalón.
  —Súbete a la camioneta —digo en un susurro.
  Me levanto, viendo a Badi caminando detrás de Kaleb, que tiene el ciervo colgado sobre sus hombros, e inmediatamente me doy vuelta, abrochándome los pantalones.
Candy se levanta, tomo su arma y recojo la mía, caminando de regreso a las camionetas y sintiendo que ella me sigue.
  —Los seguiremos —les digo a los chicos mientras descargan el ciervo en el suelo del Chevy negro—. Empiecen con ese ciervo.
  —Sí —dice, abriendo una cerveza mientras se quita la ropa de abrigo.
  Arranco la otra camioneta,  mientras Candy abre la puerta.
  Doy un portazo y rodeo la camioneta, quitándome el abrigo y arrojándolo a la parte de atrás con una mano y rodeándola con mi otro brazo.
  La aprieto, oliendo su cabello mientras nos escondo al otro lado de la cabina, fuera de la vista de los chicos.
Escucho su suave risa mientras me da besos en el cuello. Cierro los ojos, escuchando a la otra camioneta arrancar.
La agarro por la nuca y la levanto, cubriendo su boca con la mía mientras sus coletas cuelgan como una súplica. Me muevo sobre su boca mientras ella, mordisquea la mía, y me asomo, sin apartar mis labios de los suyos, para ver las luces traseras de la otra camioneta desaparecer sobre la oscura colina.
  El sol ya se ha puesto. Pronto oscurecerá, pero no me importa.
  La camioneta da la vuelta en una curva y luego... se ha ido.
—Tengo frío —jadea.
  Vuelvo a subir, envolviéndola con mis brazos y besándola.
—Vamos a casa.—Subo y arranco.

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