Enfermera

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Arde. Mi vida arde. Arde porque lo que a lo lejos me pareció luz y brillo era fuego que pronto, fulminante, me castigó con furia.
Pero detesto pensar en el pasado y por eso río por no llorar, aunque esta mañana la cosa también está que arde. Con toda seguridad, pocos días de mi vida serán tan caóticos como el de hoy. Es difícil que se junten tantas anormalidades en tan poco tiempo. No es de esperar que, en apenas unas horas de una jornada cualquiera, se encadenen tantos sucesos anecdóticos. Afortunadamente, mi positivismo me ayuda a sobrellevar con buen ánimo todo cuanto me ocurre. Una de mis máximas es: «Cualquier tiempo pasado fue peor». Confío en el futuro, lo miro desde una amplia perspectiva.
A lo largo del día, me ha sucedido de todo. Nada más levantarme y ducharme, sin desayunar, he ido al comedor del hospital, donde ya me habían preparado algo para tomar y, al empezar a comer, ha llegado Basmú, el pinche de cocina, y me ha dicho que fuera a recepción a atender una carta urgente. El hombre me da lástima porque, por más que le ponga la mejor de mis sonrisas, siempre me mira como enfadado, pero es su forma de ser con todo el mundo. Bueno, pero volviendo a lo de antes, recordaba que así, tontamente, es como me he perdido la primera comida del día para buscar una carta. Pero en fin, eso solo ha sido una pequeña cosa sin importancia.
En el hospital todo va demasiado rápido porque tenemos más trabajo del que podríamos realizar en varias vidas, por eso siempre voy deprisa, apurando el tiempo para dar más de mí con la pretensión de trabajar más y mejor. En ello pongo todo mi empeño porque me gusta lo que hago. Soy enfermera. Hoy las prisas me han llevado a correr, a tropezar y a caer. Al levantarme, ha llegado mi amigo Albert para asegurarse de que no me pasaba nada, me ha seguido de camino a la consulta y me ha puesto al corriente de los últimos acontecimientos. De un tiempo a esta parte, el país padece una crisis generalizada. Han ocurrido hechos que nos inquietan a todos, pero mi amigo no me ha hablado de disturbios, economía o política, me ha hablado de un incendio. Eso me ha hecho recordar cuando, en agosto de este año, detectaron una gran actividad de fuegos en la franja africana que va desde Angola hasta Mozambique y la prensa internacional lo tituló: «Arde África». En los países ricos preocupa que los bosques de la cuenca del Congo, considerado el segundo pulmón del planeta, se quemen, con la pérdida medioambiental que ello implica. Me río. Cómo me gustaría que también se acordaran más a menudo del resto de problemas que aquí tenemos, como la dificultad de acceso al agua y la salud, los refugiados y muchos otros.
El caso es que esas quemas son controladas y prácticas de técnicas agrícolas que no nos afectan. Cuando Albert me ha hablado del tema era para eferirse al gran incendio del que informan en telegramas y que afectó a un importante organismo oficial. El suceso no me llamaría la atención de no ser por todos los fuegos provocados que se van sucediendo en los últimos meses. Hace semanas quemaron un ministerio y, meses atrás, las aduanas. Inevitablemente, asocio el tema de los incendios con las actividades de cierta jovencita que me viene a la mente y no me gusta nada.
Mientras Albert y yo hablábamos y caminábamos juntos, me he rascado la cabeza y he provocado su risa.
—¿No tendrás piojos de nuevo? —me ha preguntado.
—No creo —le he respondido dudando y planteándome si lo del rascado ha sido algo involuntario o a causa de pediculosis.
—Siempre te digo que no tengas tanto contacto con los peques. Eres su enfermera y no tienes que besarlos ni abrazarlos, porque luego te llevas sorpresas. Parezco tu padre. ¿Cuántas veces te han pegado piojos?
—Pocas. Ya sabes que, si un chiquitín abre sus brazos para que lo achuche, no puedo resistirme.
Soy como soy, no puedo evitarlo. Para prevenir ese tipo de problemas, habitualmente llevo el pelo recogido en una coleta.
Me gusta Albert y cruzarme con él aunque sea un instante. Me conoce demasiado bien, se preocupa por mí y hace que me dé cuenta de lo maravilloso que es contar con el apoyo y el cariño de buenos amigos.
Después de dejarlo, he comido algo y he pasado la mañana en mi gabinete tratando a niños enfermos, desnutridos... e intentando reanimar a uno que me han traído fallecido. En pocas horas de trabajo, a veces suceden demasiadas cosas como hoy. Es el caos cuando descubres que te faltan vendas, un niño casi te vomita encima, ves que no tienes los medicamentos que necesitas, te interrumpen para cantarte una canción o vienen diez veces los compañeros para asegurarse de que estás bien.

Tras media jornada agotadora de trabajo, entro en casa exhausta y con mi cuerpo que no puede más. Por fin, me tumbo sobre la cama y descanso.
Alguien abre la puerta. Me giro pensando que será uno de mis hermanos. Pero ¡¿qué sucede?! No, no es ninguno de los dos. Es un hombre negro con la cara parcialmente tapada con un pañuelo. Entiendo que sus intenciones no son nada buenas. Me invade el miedo y soy incapaz de pensar, de reaccionar. Siempre me pasa lo mismo, el miedo me bloquea, hace que me convierta en una completa inútil.
—¿Qué quieres? —pregunto con el corazón en un puño, pero él no responde—. ¡No me hagas daño! —suplico con voz temblorosa.
Me empuja con violencia hacia la pared, estampándome contra el muro, torturando mi cuerpo, mi espalda. Luego me abre la boca con fuerza, me mete una masa de trapos que bloquean mi lengua y dificultan mi respiración y remata la acción anudando una venda que tapa mi boca. El dolor, el miedo, la angustia, todo a la vez lleva a mi corazón al límite y mi mente deja de procesar.
Soy débil, me doy cuenta de que es inútil que me resista a un hombre con esa gran masa corporal. Es tan grande y tan fuerte que no podría hacer nada en su contra para huir. Contemplo cómo amarra fuertemente mis muñecas con una cuerda. Cada vez soy más vulnerable.
—No te muevas, ahora vuelvo —me advierte, y sale fuera.
No pensaba hacerlo, ni enfrentarme a él, solo espero comprender qué está pasando para poder solucionar el problema que ha dado lugar a mi captura y que este grandullón me libere.
Pasados unos minutos, el hombre entra de nuevo con un gran bulto, una bolsa de color marrón oscuro empapada en lo que creo que es sangre reseca. La persigue un repugnante aroma a carne podrida. Estoy presenciando una escena que me estremece.
Todo sucede rápido: abre el saco y deja caer el contenido al suelo. No puedo creer lo que ven mis ojos. Una pierna blanca arrancada del tronco de na mujer. Pertenece a alguien que entiendo que murió salvajemente asesinada. Lo sé porque el miembro está impregnado de sangre de una hemorragia pre mortem. Hay otras partes: dos brazos seccionados a machetazos, de los que sobresalen los húmeros astillados, y un tronco desnudo. Todos los restos tienen color verde azulado. Son de una mujer de raza blanca a quien han matado hace menos de veinticuatro horas.
Por mi trabajo, acostumbro a ver cadáveres, pero no de personas fallecidas por una causa tan brutal. Estoy a punto de perder la cordura. No paro de pensar: «¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué a mí?». No sé si este hombre pretende hacer lo mismo conmigo. Quizás me mate y moriré sin remedio, sin que nadie lo evite. Samuel y mis hermanos no están aquí para salvarme, ahora que es cuando los necesito desesperadamente.
Estoy en shock, terriblemente mal, mareada por la peste del olor que ha impregnado mi pituitaria y esta espeluznante visión. Puede que la palabra correcta que defina mi estado de ánimo sea errada. Sí, estoy demasiado aterrada. Siempre me pasa lo mismo, el miedo me produce pavor, agobio, y me paraliza, no consigo reaccionar.
—Haz lo que te digo si no quieres que te mate. Quiero que entiendas que, si alguien aparece por aquí, pensará que te he matado. Nadie va a buscarte, así que, si aprecias tu vida, harás todo lo que te diga.
No puedo reprimir las lágrimas, lloro sin control y asiento con la cabeza. Comprendo lo que pretende y que mi única oportunidad es serle útil.
—Mi todoterreno está aparcado fuera. Entrarás atrás, te tumbarás para que nadie te vea y no harás ruido —me explica con rudeza.
No sé qué será de mí, creo que estoy viviendo mis últimas horas de vida. Quiero dejar de llorar, me gustaría ser más fuerte. Intento controlarme, pero no puedo. Mi corazón late sin control.
Me acerco al vehículo y advierto que en él espera otro hombre, también negro, lo que hace que mis oportunidades de escapar sean casi nulas. Estoy entrando en un Land Rover y me acojono porque ste tipo de todoterreno es muy utilizado en las zonas salvajes, las menos transitadas del país. Eso me lleva a intuir que, en el lugar a donde me llevan, tendré pocas posibilidades de contar con la ayuda de la gente.
Pero ahora veo que el hombre fornido que me está secuestrando, coge del suelo una gran piedra. Creo adivinar qué pretende. Viene a golpearme. Sí, viene hacia mí sin mirarme a los ojos, solo se fija en mi cabeza. Mi corazón late veloz, con mucha fuerza. Reacciono por instinto y me protejo levantando mis manos atadas, pero él, haciendo uso de su fuerza, las aparta sin ninguna dificultad y...

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