África 2

54 6 2
                                    

  Los campos enrojecían, hasta casi hacerse negros, conforme me internaba con Albert en el corazón de KwaZulu, el hogar de los zulúes. Ahora aparecían cabañas cónicas a los lados de la carretera, construidas en adobe o cemento, con techo de latón o de paja, que reproducían a veces, con modernos materiales, la forma tradicional de los kraals zulúes. La tierra se alzaba en una sucesión de colinas de cimas redondas y sensuales, verdeadas por los extensos campos de caña y con bosquecillos de coníferas y eucaliptos en los vados. Era una visión dulzona y húmeda la que proponía el paisaje de aquella desierta carretera.
  Y de súbito, una furgoneta azul nos adelantó a una velocidad endemoniada, casi rozándo, y un par de minutos después, un coche de policía voló a mi lado, lanzado en su persecución. Se perdieron en la lejanía, tras un repecho. Pero unos kilómetros más adelante, vimos los dos vehículos detenidos. Nuestro automóvil se acercaba a ellos. Pude entonces contemplar una escena que se me antojó irreal mientras los pasaba: el coche de la policía tenía las dos puertas abiertas y, tras ellas, los dos agentes se protegían mientras apuntaban sus revólveres hacia la furgoneta. Al cruzar junto al otro vehículo, vi cuatro hombres en su interior, dos de ellos armados de escopetas.
  Albert aceleró para escapar del previsible tiroteo, sin ánimo siquiera para echar una ojeada por el retrovisor. Y seguimos adelante por los violentos territorios del idílico hogar de los zulúes, en busca de los viejos campos de batalla teñidos de sangre.
  Con África siempre sucede lo mismo: la belleza palpita en la vecindad del espanto. Aunque, quizá, si sabemos mirar el fondo de la vida, eso ocurra en todas partes y en toda ocasión, no importa cuál sea tu cultura o cuál la geografía que habitas.

Un territorio plagado de escenarios de batallas es fatigoso de recorrer, ya que Zululandia es una selva de pistas y carreteras pequeñas. Las tierras de los zulúes, al norte de los ríos Tugela y Buffalo, forman un paisaje bello y feraz, y cuesta trabajo imaginar que pudieran haber sido alguna vez el teatro de bárbaros enfrentamientos armados. Los responsables del turismo surafricano han diseñado un recorrido en la provincia de KwaZulu-Natal que llaman Battlefield Tour. El mapa que entregan a los turistas dispuestos a recorrerlo tiene más de una veintena de lugares donde hay dibujados cañones, túmulos y sables cruzados. En los sitios reales que marca ese mapa no hay monumentos comparables al de Blood River. Pero están las tumbas. Y un sepulcro, en cualquier caso, es algo perfectamente serio.
  Y tumbas había en Insandlhwana, tumbas colectivas y algunas particulares, con los datos precisos del caído, y monolitos con los nombres. El pastor que cuidaba las ovejas se sentaba sobre una tumba, con aire de importarle un bledo la historia, encendió un cigarrillo cuando pasamos a su lado. Me preguntó en un torpe inglés:
  —¿Le gusta fotografiar ovejas señorita?
  —Fotografío las tumbas.
  —Ah, sí..., son ingleses.
  —¿Conoce lo que pasó aquí?
  —Claro, una batalla. Murieron muchos. Los zulúes éramos entonces muy fuertes.
  —¿Y ahora no?
  —Ahora somos pobres.
  El campo de Insandlhwana es magnífico, una llanura inmensa donde la vista no encuentra barreras ni bruma y el sol fuerte cae sobre la tierra generosa y verde.
Seguimos camino a Rorke's Drift por una pista de tierra, entre campos de cereales silvestres, bajo la luz adusta del sol. El rio Buffalo era un curso estrecho de escaso caudal a causa de la estación seca. Pero era un bello río de aguas plateadas y piedras lisas y brillantes que asomaban sobre la superficie. Los ríos del territorio zulú son claros, transparentes y frescos.
Apetece beberlos y bañarse en ellos.

—¡No! —bramo, girando mis piernas antes de que él pueda agarrarme bien.
  Pero no soy lo suficientemente rápida. Albert me agarra los tobillos mientras yo me agarro al agujero en la colchoneta para sostenerme e intentar patearlo.
  Me tira y grito, estallando con una risa que no puedo contener.
  Han pasado casi dos días desde nuestro episodio en la playa. Hemos trabajado, cocinado, envasado algunas frutas, abastecido la despensa con suministros para el viaje y embotellado un poco de agua. Albert resopla y se sacude, levantando las manos para ir a por ello de nuevo.
  —¿Por qué no me das una pistola? —pregunto—. ¿No es esa la respuesta del hombre de la selva para todo?
  —Claro, una vez dejes tu tostada de aguacate.
  Me río, empujándolo del pecho.
  —No como de eso.
  Siento su risa mientras me agarra y me hace una llave.
  —¿Qué vas a hacer? —se burla, apretando sus brazos a mii alrededor mientras me retuerzo—. Vamos. ¿Qué haces?
  Solo duda un momento antes de soltarme y clavar sus dedos en mi estómago, haciéndome cosquillas. Me doblo, tratando de no reírme mientras los dos caemos sobre la colchoneta y mi espalda se estrella sobre su pecho.
  —No, no, no... —Me abrazo contra su ataque,
retorciéndome y meneándome mientras me río—. ¡Para!
  Finalmente lo hace, colocando sus manos en mi cintura mientras dejo caer mi cabeza contra su pecho y ambos intentamos recuperar el aliento.
  —Estoy bastante segura de que tendrás acompañarme a todas partes, porque esto es inútil —le digo.
  Su pecho tiembla con una risa silenciosa, y en un momento todo está en silencio mientras me quedo acostada allí.
  Mi cuerpo comienza a calentarse, y mi sonrisa cae cuando lo siento debajo de mí, consciente de cada cresta de sus músculos. Cada bulto de su... cuerpo.
  Giro la cabeza, mirándolo, y veo la vergüenza en sus ojos, porque sabe que lo siento.
  Lo puse duro.
  Mi piel hormiguea debajo de sus dedos y, mientras acaricia mis caderas con el toque más mínimo, mis párpados se agitan.
  Sus cejas se juntan.
  —¿Qué es esto? —murmura.
Y siento sus dedos deslizarse bajo la cuerda de mis bragas.
  Él sigue la tela sobre mi cadera donde sobresale de mis vaqueros hasta la parte posterior.
  Sabe qué tipo de bombachas llevo usando, y su respiración se vuelve jadeante.
  —Compré algunas en la ciudad hoy —le digo.—Me gusta cómo se sienten. Su aspecto. Las chicas de la escuela ya llevaban ropa interior sexy hace años.
  Pero me mira como si me tuviera miedo, y me froto la nariz, al ver que su nuez se mueve.
  No quise inquietarlo. No se trata de sexo.  Simplemente me gusta sentirme diferente y comprar algo que Candy nunca compraría.
  Esto es lo que viene al criar a una adolescente, Albert. Las verá en la lavandería en algún momento.
—No sé qué va a pasar.
—Seguro. —Finalmente lo miro—. Hay mucho con lo que lidiar allí. No puedo decir cuánto tiempo estaré.
  Me mira fijamente, y Albert no tiene nada que decir por primera vez desde que llegué aquí.
  Se levanta suspira y toma las llaves, empujando su cerveza hacia sus labios antes de irse sin mirar en mi dirección.
  —Avísame cuando estés lista para partir.

ÈÿùDonde viven las historias. Descúbrelo ahora