Londres 2

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Cuando volvió en sí, estaba acostado en la cama de su habitación en la mansión Grandchester. Sus reliquias, ropas y cabellos, habían sido retirados. Sobre la mesilla de noche ardía una vela. A través de la ventana entornada, oyó la lejana algarabía de la ciudad jubilosa. Elisa Leegan, sentada en un taburete junto a la cama, le velaba. Tenía la mano de Terence entre las suyas y se la acariciaba.
Aun antes de abrir los ojos, Terence revisó la atmósfera. En su interior había paz; nada bullía ni ejercía presión. En su alma volvía a reinar la acostumbrada noche fría que necesitaba para que su conciencia estuviera clara y tersa y pudiera asomarse hacia fuera. Había cambiado, de ahí que la nota central de la fragancia de Elisa lo dominara con magnificencia todavía mayor, como un fuego suave, oscuro y chispeante. Se sintió seguro. Sabía que aún sería inexpugnable durante horas. Abrió los ojos.
La mirada de Elisa estaba fija en él, una mirada que expresaba una benevolencia infinita, ternura, emoción y la profundidad hueca e insulsa del amante.
Sonrió, apretó más la mano de Terence y dijo:
—Ahora todo irá bien. La huérfana apareció en África y viene en camino... El magistrado ha anulado tu sentencia. Todos los testigos se han retractado. Eres libre. Puedes hacer lo que quieras. Pero yo quiero que te quedes conmigo. Eres tan Bello, tus ojos, tu boca, tu mano... Te he retenido la mano todo el tiempo y es como una señal. Y cuando te miro a los ojos, me parece que puedo hacerlo eternamente. Eres mi vida Terry.
Terence afirmó con la cabeza y el rostro de Elisa enrojeció de felicidad.
—Entonces, ¿serás mi amado? —tartamudeó, levantándose del taburete de un salto para sentarse en el borde del lecho y apretar también la otra mano de Terence —. ¿Lo serás? ¿Lo serás? ¿Me aceptas como tu amor? ¡No digas nada! ¡No hables! Aún estás muy débil para hablar. ¡Asiente sólo con la cabeza!
Terence asintió. La felicidad de Elisa le brotó entonces como sudor rojo por todos los poros e, inclinándose sobre él, le besó en la boca.
—¡Duerme ahora, querido! —exclamó al enderezarse—. Me quedaré a tu lado hasta que te duermas. —Y después de contemplarle largo rato con una dicha muda, añadió—: Me haces muy, muy feliz.
Terence curvó un poco las comisuras de los labios, como había visto hacer a los hombres cuando sonreían. Entonces cerró los ojos. Esperó un poco antes de respirar profunda y regularmente, como respira la gente dormida. Sentía en su rostro la mirada amorosa de Elisa. En un momento dado, notó que ella volvía a inclinarse para besarle de nuevo, pero se detuvo por temor a despertarle. Por fin apagó la vela de un soplo y salió de puntillas de la habitación.
Terence permaneció acostado hasta que no oyó ningún ruido ni en la casa ni en la ciudad. Cuando se levantó, ya amanecía. Se colocó una bata, enfiló despacio el pasillo, bajó despacio las escaleras, cruzó el salón y salió a la terraza.
Desde allí se podían ver las murallas de la ciudad, la cuenca de Londres y, con tiempo despejado, incluso el mar. Ahora flotaba sobre los campos una niebla fina, un vapor más bien, y las fragancias que llegaban de ellos, hierba, retama y rosas, eran como lavadas, limpias, simples, consoladoramente sencillas.
Ingresó una vez más a su habitación, debía tomar un baño, fue cuando un chorro de agua cayó en su cabeza que se dió cuenta de algo que lo hizo enfurecer: su cabello, su hermoso y tan cuidado cabello castaño claro no estaba más. ¡Lo habían rapado! Lo habían trasquilado alrededor de las orejas y un pedazo de su coronilla tenía un trozo, un pedazo de... ¡que Mierda era eso! ¡Que hicieron esos miserables con su cabello!
De muy mala gana se terminó de bañar, con una navaja emparejó la estopa que tenía por cabellera, estaba realmente enfurecido cuando escuchó la voz de Elisa entrando en la habitación...
Alguien tenía que pagar por todo.
—No te escuché llegar.—le dice saliendo del baño desnudo y con una toalla pequeña en la mano.—¿Me ayudas a vestir por favor?
—Ehm... si, si claro. ¿Que necesitas?
—Por lo pronto algo con que cubrir esto —con las manos hizo un movimiento que señalaba su virilidad bastante crecida— creo que tú tienes algo ahí que puede cubrirlo y darme mucha atención.
La tomó del brazo y de un solo tirón la lanzó en la cama.  Una voz retumbó en la cabeza de Elisa. Intentó incorporarse, pero Terence con una soga sujetaba con fuerza sus muñecas al cabecero de la cama.
—Terry... ¿Que haces?
—No llores, Elisa—dijo—, de nada te valdrá.

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