Capítulo 21

43 12 13
                                    

Matilde

Mi corazón se aceleró al escuchar que se abría la puerta de entrada.

Era de noche y yo tendría que haberme dormido hace rato, en lugar de esperar en la oscuridad temblando de nervios. Mi madre, quien siempre estaba en casa, me dejó sola por un motivo que jamás he logrado recordar, y cometí el descuido de comentarle a Adela durante la tarde. Ella insistió en hacer una pijamada, y por mucho que traté de explicarle que no tenía permiso exclamó con gestos teatrales:

—¡Si no me dejas la puerta abierta me moriré de frío delante de tu casa, como la niña de los cerillos! Y cuando encuentren mi cadáver congelado y mis padres lloren con desesperación todo el mundo sabrá que fue tu culpa, y se preguntarán ¡¿por qué, porqué la malvada Matilde dejó a su suerte a su mejor amiga? ¿Es que no la amaba? ¿¡Acaso no escuchó sus súplicas mientras tocaba a su puerta!?

Cualquiera pensaría que solo eran las exageraciones de una chiquilla de trece años, pero la conocía lo suficiente como para preocuparme; era terca como nadie, y si bien era poco probable que se fuera a morir de frío me dolía imaginarla sola delante de mi casa. Por eso dejé la puerta abierta, y por eso me resultó imposible dormir un ratito antes de que llegara, con el miedo de que justo esa noche a mi padre o un ladrón se les ocurriera entrar.

Oculta bajo las sábanas escuché los pasos ligeros que se acercaban a mi puerta, y solté un suspiro de alivio al escuchar la voz de Adela.

—Hey Mat ¿estás ahí? —susurró.

—Sí ya voy.

Abrí la puerta y Adela extendió ambos brazos con una sonrisa. Llevaba su mochila colgada al hombro y utilizaba una sudadera rosa encima de su ropa para dormir.

—¡Quihúbole, Mat!

Me negué a abrazarla e hice un puchero con las manos en las caderas, en un intento por aparentar que estaba enojada, que era una chica responsable y que no me tenía a sus pies solo con sonreír. No, no, no, debía aprender que yo tenía mis límites.

—Te dije que no podías venir ¿Qué van a pensar tus papás cuando no te encuentren mañana? Te van a poner a rezar frente a la virgen el resto de tu vida.

Ése era el castigo favorito de sus padres. Cada vez que Adela se portaba mal la hincaban delante de una figurita de la virgen que tenían en el pasillo y la hacían rezar un determinado tiempo. Una vez la tuvieron ahí una hora porque se escapó con unos chamacos a cazar chapulines. Como imaginarás Adela nunca aprendía su lección.

—No pasa nada Mat, me regreso antes de que se despierten, yo conozco sus horarios.

—¿Y te vas a levantar? Apurado te paras para ir a la escuela.

—Hasta crees que me voy a dormir ¡en las pijamadas no se duerme Mat! —me dijo frotando mis mejillas de la nada— ¡eh, te quieres reír! ¡ya vi que te quieres reír! —canturreó con tono juguetón.

Yo apreté los labios para aguantarme la risa y forcejeé para quitármela de encima. Cuando al fin aparté sus manos sonreía sin remedio. Era demasiado difícil enojarme con Adela.

Ella era una sirena que me guiaba a la tormenta. Comprar libros en secreto, intercambiar notas en clase, besar a una chica a escondidas durante una fiesta... todas esas cosas quizá me habrían llevado el doble de tiempo de no ser por ella.

—Está bien, pero quédate un ratito nada más.

—Bueno, bueno —dijo ella para cerrar el asunto.

Sacó de su mochila unas frituras que comimos entre las dos, y yo serví en dos vasos el jugo de naranja que sobró de la comida. Charlamos durante horas sentadas en el piso de mi cuarto, contamos historias de miedo y casi soltamos un grito al escuchar un ruido extraño. Para calmarnos preferimos contar un par de chismes tontos de la escuela, y antes de darnos cuenta moríamos de sueño. Como no pensábamos con claridad decidimos acostarnos un ratito en mi cama antes de que tuviera que irse, jurando una y mil veces que no nos íbamos a dormir. Estaba tan cansada que ni siquiera me permití sentir vergüenza ni procesar que el brazo de Adela rozaba el mío.

—Oye Mat ¿no te gustaría que tuviéramos un lugar secreto? —murmuró Adela arrastrando las palabras, antes de soltar un bostezo.

—La verdad sí.

—Me choca vivir con mis papás. Si pudiera irme y tener una casa donde nomás mandara yo lo haría ¿A ti no te gustaría?

—¿Eh? ¿Qué cosa? —para ese punto tenía los párpados pesadísimos y me costaba seguir el hilo de la conversación.

—Irte a vivir a otro lado. A donde nadie te diera órdenes y pudieras hacer pijamadas cuando se te diera la re chingada gana —dijo con saña.

—La verdad me gustaría tener una casita con jardín, con un perro, y una biblioteca en la parte de arriba.

—¿Y con un tobogán para bajar al primer piso?

—Sí —le contesté y ambas reímos con complicidad.

—No sé por qué me lo imaginé justo así...

Y con esa última frase cerramos los ojos.

No me gustaba la hora de dormir porque siempre tenía pesadillas. Mi cerebro se las arreglaba para torturarme de mil formas distintas; un día podía centrarse en crear el escenario perfecto para la vergüenza y la humillación, y otro se decantaba por el estrés, la desesperación o el miedo. He soñado con monstruos clásicos y de horror cósmico, con asesinos y acosadores, con cada tragedia que puede sufrir una persona. Esas pesadillas nunca me han abandonado, y se sienten tan reales que al despertar de madrugada necesito un momento para calmarme y recordar que nada es real.

Esa noche nada perturbó mi calma. Por primera vez en mucho tiempo solo descansé, a sabiendas de que había alguien a mi lado, como si Adela fuera un atrapasueños.

A la mañana siguiente nos despertaron los golpes de la puerta y los gritos de su madre. Adela soltó una maldición y yo sentí un nudo en el estómago. No quería enfrentar a doña Fina y don Casiano ¿Qué tal si estaban tan enojados que ya no me dejaban juntarme con Adela nunca más?

Salimos a toda prisa y al abrir la puerta doña Fina soltó un grito ahogado, como si hubiera visto un fantasma, luego soltó un sonoro suspiro de alivio y dio gracias a Dios. Por último, le dio la regañina de su vida a Adela. Prácticamente me ignoró y se llevó a su hija sin parar de sermonear. Adela me dijo después que ese día la castigaron dos horas delante de la virgen.

Mientras las veía marcharse me sentí culpable por no levantarme a tiempo, por dejar que Adela me convenciera de quedarse. Ahora de mayor puedo imaginar con más claridad la angustia que debió sufrir la pobre mujer al no ver a su hija en casa. Es sorprendente que doña Fina no me guardara rencor por lo ocurrido.

Durante el desayuno recordé las palabras de Adela, su deseo de ser libre, y supe que algún día lo conseguiría. Era ese tipo de persona. Y aunque no me necesitara estaba dispuesta a hacer lo que pudiera para ayudarla a cumplir su sueño. 


◇◆◇◆◇

Gracias por leer.

Quihúbole: qué tal

Motas de polvo en la historia del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora