Capítulo 24

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David

Sabía que León iba a irse. Lo tenía tan claro que a veces sentía nostalgia por el presente.

En agosto volvería a casa y yo me preguntaba por qué ¿No tenía todo el año libre? ¿Por qué decidió irse entonces? Claro, seguro tenía lugares más interesantes que ver, amigos que visitar ¿Por qué demonios se quedaría más tiempo en Tuxtepec en compañía de señoras mayores y un chamaco pendejo? ¿Por qué elegiría quedarse aquí, que no era su sitio, si hasta yo quería irme?

Me puse de los nervios. León tenía una vida maravillosa esperándolo, sueños que perseguir, y ninguno de sus planes nos involucraba. Estudiaría, se volvería un artista, haría nuevos amigos y David Gutiérrez sería apenas un recuerdo de algún verano que pasó con su abuela.

Quería ser más que eso, más que un fragmento en el tiempo. Puede que León no se arrancase de mi vida para siempre, después de todo se llevaba bien con su abuela y podía tomar la costumbre de visitarla cada año, puede que el problema no fuera el tiempo ni la distancia sino yo mismo. No había nada en mí que me hiciera más que un extra en la vida de León.

Un día, pensé en mostrarle mis dibujos, en un intento desesperado por tener algo más en común con él, algo más cercano y personal, como lo fue la película de Aladín. No solo eso, porque incluso sin conseguir estrechar un vínculo con él quería que viera algo que yo hubiera creado, que lo amara, admirara y sonriera, porque si a León le gustaba mi arte puede que algo en mí valiera la pena.

Busqué en el ropero, dónde guardaba en cajas un montón de cuadernos viejos con dibujos e historias. El primero que saqué tenía hojas llenas de muñequitos, gatos, perros, lunas, estrellas, pájaros, árboles, montes y otras tonterías. Los vi y mi corazón latió desbocado, pero estaba bien, todavía estaba bien, hasta que dirigí mis pupilas al resto de mi trabajo, donde estaba oculto lo verdaderamente personal.

Movido por un extraño sentimiento de autodestrucción saqué todos los cuadernos y leí el contenido de uno en específico.

Me invadió una gran sensación de malestar, como si me fuera a desmayar, a vomitar o algo. Lo odiaba, lo odiaba tanto que me temblaban las manos por el deseo de destruirlo. «¡Esto es horrible!» grité en mi cabeza, y en un arranque rompí las hojas una a una con fuerza, brusquedad y desenfreno.

Solté un quejido y aventé el cuaderno al suelo. Lo observé con el rostro repleto de sudor y temblando, y al darme cuenta de lo que hice lloré ahogado en estúpidos y contradictorios sentimientos. Tenía ganas de tirarme al suelo y golpearlo con los puños hasta sangrar.

¿Por qué me sentía tan lastimado? ¿Por qué estaba tan enojado?

«Puta madre» pensé dando vueltas por el cuarto hasta sentarme en la cama, incapaz de desahogarme. Quería gritar con todas mis fuerzas.

Mi madre no estaba en casa en ese momento, pero si me dejaba llevar alguien podría escucharme, y luego todos se iban a preocupar y a preguntarme qué tenía, y yo no encontraría una forma de explicar lo que me pasaba de tal forma que tuviera sentido.

Lloré sintiendo mil agujas en la garganta, incapaz de enfrentarme a lo que hice. Cuando por fin observé el desastre el dolor empeoró.

Ante mí se encontraba el cuaderno como el cadáver de una mariposa de alas rotas.

Nunca las podría componer; aunque las pegara y tratara de alisar jamás volverían a ser como antes.


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Gracias por leer. 

Motas de polvo en la historia del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora