David
Odiaba la escuela y estaba seguro de que la odiaba más de lo que la odiaban el resto de mis compañeros. Las clases eran aburridas, las voces me estresaban después de un rato, las conversaciones con mis amigos siempre eran lejanas, el calor me daba dolor de cabeza y el uniforme me hacía sentir atrapado en una camisa de fuerza. Nada me parecía más deprimente que estar encerrado en un salón viendo como el día se me iba de las manos antes de poder hacer algo con él. A veces sentía que, pese a hacer otras cosas como desayunar, bañarme, hablar, hacer tarea o lo que sea, mi existencia se reducía a estar aplastado y ver. Luego regresaba a casa sabiendo que la noche era otra de las tantas cosas que no podía disfrutar.
Me encantaban las luces en la noche. Adoraba ver cómo la gente seguía viva en la oscuridad, como existían sin tener miedo. Para mi desgracia, la vida nocturna era algo prohibido en mi estilo de vida al ser un chico de dieciséis años en una ciudad violenta de un país inseguro, con una madre temerosa. Tenía que regresar a casa rápido para no preocuparla, y aunque fuera lo bastante tonto o valiente para intentar adentrarme en ese mundo oscuro, no tenía nada qué hacer de todas formas.
Al llegar a casa cenaba ligero, porque mi madre decía que comer demasiado podría sentarme mal y causar insomnio, hablaba solo un poco con ella, porque yo nunca tenía nada interesante que comentar, y ya en la cama podía tocarme una de esas noches en las que, por algún motivo, daba vueltas sin conciliar el sueño.
Ver por la ventana en momentos así era un poco lindo, pero aterrador, porque era como contemplar un cementerio, o un cuadro pintado de puro azul. Esa vista solo me daba ganas de mandarlo todo a la mierda, de correr a un lugar en donde la gente aún estuviera despierta, en donde las luces salpicaran la oscuridad, las personas bailaran y pudiera divertirme, lo cual era un deseo peligroso. Por eso evitaba ver a la ventana y me quedaba bajo las sábanas fingiendo que el día siguiente sería distinto.
◇◆◇◆◇
—Buenas noches —me saludó León cuando regresé a casa ese lunes. Estaba sentado en una silla de plástico en medio del patio, con un repelente para mosquitos encendido delante de él y una silla vacía junto con una mesita desplegable al lado.
El cielo tenía ese extraño color azul que solo adquiere durante el crepúsculo, mientras que las luces del patio ya estaban encendidas esperando la oscuridad. Por alguna razón sentí que contemplaba a un actor de teatro en el escenario, con todos los reflectores apuntándolo.
¿Eran las luces o la sola presencia de León lo que conseguía ese efecto?
—Buenas noches —farfullé.
—¡¿Qué?!
—¡Buenas noches!
—¡Eso! —me felicitó con una gran sonrisa. En ese momento doña Fina salió de su casa con una bandeja de café y galletas, que acomodó en la mesita saludándome en el proceso.
—Regresando de la escuela ¿verdad? —rió la señora, como si no fuera bastante obvio. De haber sido más visceral podría haberle dicho «no, de la cantina».
—Sí...bueno, ya me tengo que ir —dije avanzando con prisa, escuchando un «ándale pues» detrás mío.
Mientras subía las escaleras de metal escuché los murmullos de abuela y nieto, quienes ya disfrutaban de una agradable conversación. No detuve mis pasos, pero una parte de mí quiso regresar para preguntarles qué demonios hacían.
Una vez en casa solté un suspiro de cansancio. Mi corazón latía con locura.
—¿Ocurre algo? —preguntó mi madre, sentada en la mesa de la cocina con cuaderno en mano y sus lentes para leer.
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Motas de polvo en la historia del mundo
Teen Fiction¿Qué se hace cuando tu vida no es lo que quisieras que fuera? ¿Qué se hace cuando eres incapaz de cambiarla? *** David es un adolescente que lleva una existencia bastante aburrida. Es la única persona de su edad en el barrio donde vive, detesta la...