Capítulo 31

39 11 9
                                    

Adela

Crecí en una ciudad demasiado pequeña, de la que renegaba en las tardes solitarias que se estiraban como chicle. En aquel entonces mi padre decía que «me la pasaba con la cabeza en las nubes», y aunque la frase me irritaba bastante hasta cierto punto era verdad. Al observar el cielo, especialmente en las noches estrelladas, me convencía de que el mundo era realmente grande.

De niña a veces imaginaba que subía una torre muy alta que traspasaba las nubes, y desde la cual podría saltar hacia un lugar lejano. Quería ir a una ciudad grande y fascinante como París, Londres o Nueva York.

En ocasiones solo entretejer esa fantasía me llenaba de impotencia. Más que el deseo de estar en un sitio distinto, lo que me frustraba era sentir que yo tenía una flama en el pecho que crecía y crecía, de la que los demás eran carentes. Mi madre era una aburrida que solo hablaba de cosas superficiales, que se limitaba a cocinar y estar en casa, y el resto de las personas eran tan comunes como ella, conformistas, faltos de pasión. Le encontraba poco sentido e interés a la vida de los demás, limitada a crecer, odiar la escuela, trabajar de cualquier cosa, tener hijos que no quieres tener, casarte con alguien a quien no amas y solo entretenerte con la bebida, los amoríos, el fútbol, pésimos programas de televisión y los chismes. Al ver al resto de mis compañeros de clase no podía evitar juzgar lo aburridos que eran «¿Qué les pasa? ¿Lo único que les interesa es llegar y flojear y quejarse? ¡Hagan algo más entretenido!»

Ni siquiera la chica que amaba parecía tener intenciones de hacer algo significativo.

Para mala fortuna de Matilde estaba tan acostumbrada al maltrato que era demasiado paciente conmigo. Yo era caprichosa, egoísta y celosa, quería que ella siempre hiciera y fuera lo que yo quería. Me gustaba, claro; era guapa, dulce, podíamos llevarnos bien y si le pedía que diera un paso atrás porque destacaba mucho, lo hacía, pero eso no siempre bastaba.

En una relación como la nuestra el esfuerzo de una parte nunca basta.

Recuerdo pedirle de forma sutil que se retirara de un concurso de conocimiento para no tener que competir con ella, que era mejor en los estudios, y obligarla a separarse de cualquier persona con la que pudiera llevarse bien en la escuela. Incluso recuerdo con claridad la ocasión en la que me enfermé de varicela y ella no asistió a una fiesta que le hacía ilusión para que yo no me sintiera mal. Puedo decir que hasta me gustaba romper sus límites, probar de forma constante que tanto estaba dispuesta a hacer para estar conmigo, como la vez en la que me fui a dormir a su casa pese a que no tenía permiso de su madre y las consecuencias serían graves si nos descubrían.

Ella me amaba mucho más de lo que yo podría amarla a ella, y aún así era yo la que siempre ponía a prueba su amor.

No sé si alguna vez se habrá dado cuenta de lo injusta que era.

Tampoco digo que todo en nuestra relación fuera malo. De niñas nuestro amor era inocente y sincero, primero una amistad adorable y después un noviazgo adolescente, de esos que te hacen sentir en un cuento de hadas.

Conforme crecimos el paraíso de nuestro primer amor se marchitó. Las risas, la complicidad, los secretos y los besos en la oscuridad pasaron de ser la realidad a momentos fugaces a los que nos aferrábamos para no abandonar la relación. Éramos vampiros hambrientos, abejas en el mar.

Era fácil adivinar que lo nuestro terminaría tarde o temprano y la gota que derramó el vaso fue esa pelea.

Nunca fue un secreto entre nosotras que quería irme de Tuxtepec e independizarme lo más pronto posible. Desde el segundo año de preparatoria comencé a trabajar y ahorrar dinero para comprarme una casa en otro estado, y me interesaba en especial que Matilde se fuera conmigo.

Motas de polvo en la historia del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora