28 - Kai Harper

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Me aprieto fuerte el puente de la nariz.

Si hubiese sabido que me dolería tanto la cabeza por darle vueltas al tema, habría desistido de venir aquí en mi día libre, la discoteca en la que llevo trabajando meses durante los fines de semana. Me habría quedado en casa pintando en lienzos que nunca le mostraré a nadie.

Diviso la barra donde debería estar sirviendo copas tras la barra, Simon curra en mi lugar por su baja de la semana pasada, y no sé si es buena o mala suerte que me haya cubierto esta noche, porque no la estoy aprovechando en absoluto. Me levanto del sillón y mis compañeros me señalan simulando expresiones de decepción.

—Kai haciendo de las suyas, cómo no —comenta uno.

—¿Te piras? —espeta el otro.

—Me voy —contesto sin más, poso el vaso en la mesita de madera y me guardo el móvil y llaves en los bolsillos de los tejanos oscuros—. Pasadlo bien el resto de la noche.

No les debo explicaciones, ya saben cómo soy. Me gustan las fiestas en cierta medida. Valoro por encima de todo estar tranquilo en casa y con eso me refiero a cuando mi hermano sale, porque puedo disfrutar del silencio. De las conversaciones profundas conmigo mismo contemplando el cielo desde mi habitación o empuñando un pincel para desahogar con colores lo que he soportado en mi vida.

Las luces del coche que he aparcado cerca parpadean antes de que pueda abrir la puerta para ponerlo en marcha. En la radio suena Angel By The Wings de Sia, una de mis cantantes favoritas sin duda. La preceden otras y la música clásica. La carretera solitaria me relaja. Pronto veo los residenciales en los que vivo. Se yerguen imponentes en comparación con el resto de los edificios de la zona. Es relativamente fácil encontrar aparcamientos en la parte trasera, junto a la colina, y diviso el mío entre dos coches blancos.

Camino tranquilo por la acera después de revisar las notificaciones del móvil. Sin embargo, entorno los ojos estupefacto cuando subo la vista y distingo a una joven encogida en la cuesta de la colina con la cabeza entre las rodillas abrazándose a sí misma. Pelirroja y con un vestido rosa que apenas le cubre los muslos con el que debe de estar pasando un frío de la leche a estas horas de la madrugada. Parece diminuta, a punto de desvanecerse. La espalda le tiembla. No hay duda, es ella. Me detengo de sopetón cuando asoma un ojo entre sus brazos para comprobar quién se acerca. Me ignora y vuelve a enterrar su rostro.

Veo a varios tíos borrachos que pasean por la calle soportando el peso de su cuerpo gracias a que se sujetan por los hombros. Silban, cantan como locos. Nos miran, se ríen y pasan de largo. Como si fuese una regla no escrita y que no sabemos cuándo empezó, me siento a su lado mientras ella llora. Saco del bolsillo la cajetilla de cigarros, me coloco uno entre los labios y lo enciendo soltando despacio una bocanada de humo que invade por un instante el aire. Pasan unos segundos en los que se sorbe la nariz y traga repetidas veces para detener el llanto.

Ni siquiera sé por qué estoy aquí.

Resoplo abrumado por el dolor de cabeza sin dejar de oprimirme la zona de la nariz y me limito a contemplar el cielo oscuro, sin estrellas, en silencio mientras fumo. De pronto, ella deja de esconder su rostro recubierto de trazos negros, que en su momento habrá sido maquillaje, y bufa con resignación antes de restregarse las lágrimas por la cara para mirarme con rabia.

—¿Es por mi hermano? —le pregunto observándola de soslayo.

—Odio el tabaco.

—Está bien. —Aplasto el cigarrillo contra la tierra de la colina y me giro hacia ella—. ¿Y tus amigos? ¿Estás sola?

—En el baile —responde seca.

De nuevo, los mismos borrachos empiezan a gritar cosas de política con gruñidos y risas desentonadas. Pongo los ojos en blanco, malhumorado, esperando que tomen la decisión correcta de seguir su camino y no molestarnos. Pero se dan la vuelta para mirarnos desde lo lejos. Gritan algo que no entiendo ni quiero entender. Podría partirles la cara si se atreven a acercarse. Y, sin pensármelo dos veces, me incorporo y le sujeto la muñeca a esta chica llorona y quejica para tirar de ella. Se sorprende, incluso se asusta, pero me obedece cuando señalo con un movimiento disimulado de cabeza a esos imbéciles que tienen ganas de fiesta.

©Si nos volvemos a ver (SINOSVOL) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora