81 - Anya Holloway

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Balanceo la muñeca, un trazo de pintura azul cruza el lienzo.

Es casi imposible predecir esos momentos que te marcan para siempre. Con las despedidas pasa algo similar, nunca sabes cuándo será última vez hasta que descubres, de golpe, que no podrás volver a escuchar la risa de un ser querido, su manera de abrazarte o de susurrarte cuánto te quiere al oído. La última vez que escalé junto a mi padre uno de los mayores rocódromos Madrid, yo tampoco sabía que debía disfrutar cada jadeo de cansancio porque no se repetiría.

La vida nos sorprende con cambios en el camino que no esperamos, supongo que también nos pone a prueba y nos recompensa o castiga en función de lo que hayamos elegido o priorizado. En el amor he descubierto que sucede algo similar.

Y en la amistad.

Sobre todo, en esta época de mi vida que no termino de aceptar porque los cambios son tan constantes y bruscos que, cuando creo haber superado el primer obstáculo, me topo con tres más. Es difícil mantener un círculo cercano de personas, todos los caminos se separan, todo el mundo debe decidir qué estudiar, qué hacer para ir a por sus sueños, cuál será su próximo centro de estudios y a dónde viajar o mudarse. Yo ni siquiera tengo la aprobación por completo de mis padres para estudiar Bellas Artes. Me veo obligada a convivir con sus muecas de disgusto cuando hablamos sobre mi futuro y con la sensación de soledad que me causa el futuro que han elegido ellos para nuestra familia.

Hace poco que llegué de la calle, que me despedí de Asher sin decirle la verdad, que mi corazón ya no late al distinguir su figura en cualquier parte y que mis ojos han dejado de buscarlo entre la multitud. Que no quiero conocerlo en serio.

Ojalá pudiese contarle todo esto a Vero, que aún no se ha puesto en contacto con nosotros desde que se fue a Estados Unidos, y no sabemos su nuevo número de móvil con la compañía que haya contratado allí. La extraño. Sin ella, las palabras me arden en la boca pidiendo auxilio a la nada, esperando a que alguien las escuche y les dé la importancia que necesitan.

Mojo el pincel en el color malva, mi mano baila a través del lienzo como jamás imaginé que podría hacerlo. Pensé que tendría miedo al sentarme dispuesta a pintar colores, a solas y sin la ayuda de nadie, por primera vez. Y me sorprendo al sentirme tan entera, expresando con mis dedos y una paleta de pintura lo que no puedo con nadie.

Asomo la vista al cielo y, en lugar de seguir recreándome para acabar la pintura, me avasalla una ráfaga de recuerdos. Todos de Kai, siempre contemplando el cielo, porque así lo conocí, ahogando mis lamentos en la oscuridad que se ciñe sobre nosotros cuando cae la noche. Sé que se irá de Madrid en un par de semanas y me arrepiento de no haberme despedido. Me arrepiento de, aun sabiendo que sería una despedida, no haberla aprovechado con un último abrazo o beso.

Y no quiero arrepentirme. No quiero recordarlo con aquella expresión amarga e impotente después de haberle impedido que me sujetase las manos quién sabe para qué. Puede que él sí quisiese despedirse y no se lo permití. Quiero oír su voz, sentir el contacto de su piel, siendo consciente de que será la última vez que lo haré. Recordarlo bonito. Nuestra historia se merece un final, una despedida, aunque a corto plazo resulte más doloroso.

Abandono el pincel en el vaso de agua sucia, me recojo el cabello en una coleta y cambio la camiseta salpicada por los colores que he utilizado por una sudadera lila. Me dejo los jeans cortos y las converse negras. Apoyo los codos en el marco de la ventana, que da a la parte de los jardines del residencial, y tecleo el número de Kai en mi móvil.

Comunica. Sigue comunicando. Y entonces, aparece la cuenta de los segundos que transcurren en la llamada porque la ha aceptado. Me acerco el móvil a la oreja, pero él no habla, solo se oye música de fondo y voces precipitadas.

—¿La chica de los pañuelitos?

—Hola —lo saludo ampliando los labios en una sonrisa nostálgica. Me pregunto cuándo será la última vez que se dirija a mí así—. ¿Estás ocupado?

—¿Qué necesitas?

—Necesito... —empiezo a decir. Aparto los miedos, las dudas, que sea él quien decida—. Necesito verte.

El tiempo queda suspendido entre nosotros. Puede que no sepa cómo rechazarme.

—Paso a recogerte en quince minutos —habla al fin.

—Si no te apetece, puedes...

—Quince minutos, Anya —insiste serio.

—¿En la colina?

—En la colina.

Toco el icono táctil de la pantalla para finalizar la llamada y me muerdo los labios en un intento por convencerme de que no está bien que me lata tan rápido el corazón. Es una despedida, cerebro estúpido. No deberías ilusionarte así, me regaño mientras salgo de casa y camino rumbo a la colina de atrás con las manos refugiadas en el bolsillo de la sudadera.

Cuando distingo el Jeep rojo de Kai reduciendo la velocidad a medida que se aproxima a mí, enredo los dedos, pataleo una piedrecilla del suelo y muevo la boca preparando los músculos de la cara para sonreír.

Abro la puerta de copiloto, tomo asiento y me doy cuenta de que me cuesta la mismísima vida mirarlo a la cara por miedo a no saber qué percibiré en él, pero lo hago. Y entonces, todo me vibra por dentro. Lleva puesta esa camisa vaquera del día de la piscina, una camiseta negra debajo y unos pantalones oscuros, con un codo apoyado en la ventanilla y la otra mano sujetando el volante. La vista, perdida en la lejanía mientras conduce.

—Siento lo de tu padre —expreso veloz, tratando de comportarme de forma natural.

Enarca levemente ambas cejas, casi como si quisiera ocultar la sorpresa porque sabe que él no me lo ha contado, y disminuye el volumen de la radio.

—Solo fue un susto —le quita peso.

—Tú estás genial —añado—. Recuperado del resfriado, quiero decir.

Gira a la izquierda en una bifurcación que conecta con la autopista de la periferia de Madrid. El viento me azota las mejillas suave y fresco. Cierro los ojos dejando caer la cabeza en una mano.

—Gracias a las pastillas que me compraste.

—¿Te las seguiste tomando? —inquiero extendiendo las comisuras.

—Es mi manera de valorar que te preocuparas por mí.

Todo lo que veo es negro porque por un momento me gusta la sensación de mantener los ojos cerrados disfrutando del viento en la cara, de la voz grave de Kai a mi izquierda, de las sensaciones en el pecho, hasta que los abro y lo atrapo observándome de reojo.

—¿Qué te ocurre, Anya?

¿Qué me ocurre? Sonrío a duras penas para mis adentros. Me ocurres todo tú.

—¿A dónde me llevas?

—A un lugar de Madrid donde sí podrás ver las estrellas.

Me pregunto por qué, cuando sabes que algo está a punto de acabar, cada mínimo detalle se torna tan melodramático. Pestañeo un par de veces contemplando el cielo, me recompongo rápido, mucho más rápido que antes. Kai se inclina hacia mí y abre la guantera para tirarme al regazo un paquete de clínex.

—Por si los necesitas.

—Los clínex haciendo acto de presencia hasta el final —comento taciturna.

—Para no perder las costumbres.

Dudo que los vaya a necesitar, mi almohada se llevó la peor parte esta semana atrás. Aun así, cierro mis manos en torno al paquete de pañuelitos y asiento en silencio.

©Si nos volvemos a ver (SINOSVOL) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora