44 - Anya Holloway

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—¿Se puede saber qué cojones te pasa? —me grita con la voz empañada por la furia—. ¿Cuánto has bebido?

Es Kai, me levanta la cara para examinar mis pupilas a la luz de los focos. Abro los ojos, exhausta del forcejeo y asustada de verlo delante de mí aprisionándome las muñecas con fiereza. El corazón me va demasiado deprisa. La música, demasiado alta. La duda de dónde puede estar Vero se convierte en una preocupación obsesiva por un instante.

—¡Kai, mi amiga...! —empiezo a decir entre jadeos.

—Esto no es una petición, Anya: relájate —me ordena Kai, implacable—. Te llevaré con ella.

Me pone en movimiento, no afloja su agarre ni un poco. Tiende un brazo para indicarme que atraviese unas cortinas de terciopelo y entro a un pequeño reservado que es todo sofá con una mesa en el centro, donde hay una cubitera con hielos, vasos de plástico y botellas de agua. Vero está sentada con los brazos dejados caer en su regazo tratando de controlar lo que parece un ataque de ansiedad como los que sufría antes de cada competición. No habla, tiene el pecho agitado y una de sus piernas subida al sofá con el pantalón roto hasta la rodilla y un gran paño empapado de sangre cerca del tobillo. Mucha sangre para la que mi vista puede soportar en este momento. Busco a Kai con la mirada demandándole una explicación y me coge de los hombros para obligarme a tomar asiento junto a Vero.

Se coloca a mi lado con los dedos cruzados sobre la mesa.

—Estáis muy borrachas —espeta, enfadado.

Mis labios, en lugar de moverse, se quedan entreabiertos como si hubiese perdido el control de mis neuronas. La garganta, lo mismo. Quiero rebatirle, pero tiene razón. Kai se gira hacia mí y echa aire por la nariz a punto de perder la paciencia.

—¿Por qué, Anya? ¿Por qué te esfuerzas en estar rodeada de conflictos?

Parpadeo un par de veces, completamente impresionada por sus palabras hirientes. Este tío no tiene ni idea de mi vida ni de quién soy para decir eso.

—Sé que estás pasando por momentos muy duros, pero debes aprender a controlarte por el bien de la familia —prosigue y yo, con cada cosa que dice, abro más la boca—. Prométeme que irás al psicólogo a partir de la semana que viene.

—¿Te he golpeado con un vaso en la cabeza y no me acuerdo? —le pregunto sin caber en mi asombro.

Kai se inclina con un largo resoplido para hacerse con un vaso de agua del centro de la mesa y me lo ofrece. Lo aparto decidida a discutir con este tarado. Antes compruebo que mi amiga está relajándose poco a poco controlando la respiración.

—Cariño, escúchame. —Kai me sujeta una mano y arrugo la frente atónita, pero enseguida me fijo en una de sus expresiones para comprender qué quiere decirme—: Tu amiga se ha clavado un cristal. Hemos conseguido sacárselo, aunque es posible que necesite puntos. Además, necesitamos una explicación para saber qué ha ocurrido y decidir si debemos llamar a la policía.

«Hemos, explicación, debemos y policía», esas palabras son la clave de todo. Giro la cara y, estupefacta, descubro que hay otro gorila de esos de pie con los brazos cruzados en la esquina del reservado. Vestido de negro, clavando sus minúsculos ojos en nosotras mientras decide qué hacer con la situación que hemos desencadenado ahí fuera. Me esfuerzo como nunca por disimular el brinco que me ha dado el corazón. Ahora ni siquiera sé qué decir para que salgamos ilesas de esto.

—Vero... —la llamo en bajito—. ¿Cómo estás?

Ella asiente repetidas veces sin hablar. Juraría que está conteniendo el llanto más que respirando profundamente. Bien, hora de actuar, porque quiero que vayamos al hospital sin que nos denuncien a la policía y sin que eso le perjudique por la beca.

—Está bien, ¿quieres la verdad? —dramatizo levantando la voz, aunque sin armar otro escándalo—. ¡Estoy harta de que los medicamentos me quiten la vida! Todo el día en la cama sin disfrutar de mi juventud y, para un día que salgo, una idiota nos insulta y nos... —Me pongo como un tomate al señalar mi blusa y recordar que me cae a ambos lados del sujetador como si fuese un diminuto chaleco—. ¡Y me rompen mi blusa favorita! ¿¡Cómo quieres que me calme!?

Kai exhala otro suspiro, este más fuerte y ronco que los anteriores. Una de las comisuras se le eleva con sutileza, imperceptible si no fuera porque conozco esos labios de cerca. El gorila que nos vigila tiene una expresión de confusión épica, de no saber quiénes somos ni cómo estamos relacionados. De pronto, Kai se yergue imponente por encima de nosotras. Golpea la mesa con las manos abiertas y mi corazón, que no entiende nada, llega a la conclusión de que debe acelerar el ritmo cardíaco para mi supervivencia.

—Las llevaré al hospital y asunto zanjado. ¿Dónde está Simon?

—A cargo de la barra de abajo.

—¿Puedes pedirle que venga?

—Deberíamos llamar a la policía, Kai. Que se encarguen ellos del asunto, vosotros tenéis trabajo —sugiere con un tono gutural que me esperaba por el tamaño de su cuerpo.

—Ni se te ocurra —lo amenaza con un tono de voz intimidante que denota poder, nada de comprensión o flexibilidad, y de pronto da bastante miedo—. ¿Quieres que nos denuncien por no controlar quién accede a la segunda planta? Es nuestra culpa, no podemos cargarles la responsabilidad a unas crías borrachas.

—Haz lo que quieras —contesta y, antes de desaparecer tras el telón, escupe en señal de protesta por la decisión de Kai—: Mañana te las arreglarás con el jefe tú solito.

Cuando las cortinas rojas se cierran y su cabeza calva desaparece, Kai se lleva una mano a la boca para reprimir la risa del teatro improvisado que hemos montado y trato de contenerme también para aportarle seriedad a la gran cagada de habernos peleado en la segunda planta y a la herida de Vero, aunque los hombros de ella empiezan a temblar hasta que abre los ojos para estallar en carcajadas. Le tengo una gran debilidad a su risa, ni siquiera en clases de profesores que nos amenazaban con expulsarnos por mal comportamiento me podía contener, así que me uno a las carcajadas hasta que Kai carraspea como un padre que exige atención a sus próximas palabras.

—Le pediré a mi compañero que me encubra para llevaros en mi coche —nos explica y avisa a mi amiga con rotundidad—: Puede que estés hasta el culo de alcohol y no te duela, pero te aseguro que esa herida es profunda y necesita puntos.

Obviamente, las ganas de reír en ambas se esfuman por completo. Nos quedamos serias, mirándonos la una a la otra preocupadas por lo que acaba de decir, porque la beca de Vero, además de depender de sus excelentes notas, depende de sus piernas de atleta. Sin embargo, parece estar tan borracha que apenas le da importancia, se limita a sonreír y entornar los párpados medio adormilada. Me fijo en él, que está de pie con los brazos en jarra y la camisa blanca le aprieta los bíceps.

—Y tú... —comenta en tono de reprimenda, alzando la mirada desde el sujetador hasta mis ojos y negando con la cabeza para luego comenzar a desabrocharse la camisa blanca—. ¿Se puede saber qué te pasa?

—Ni se te ocurra regañarme —me quejo cubriéndome el torso uniendo cada lado de la blusa de forma automática para evitar que vea algo más de lo que ya habrá visto.

—Como si hacerlo fuera a cambiar algo. Siempre estás metida en problemas —suelta de mal humor antes de entregarme su camisa y ordenarme—: Rápido.

Se ha quedado con una camiseta interior sin mangas que revela un enorme tatuaje en su brazo derecho de un dragón que le sube por el antebrazo hasta esconderse más allá del hombro. Me la abrocho apresurada para ir cuanto antes al hospital y rezo por que la herida no sea tan grave. Él se adelanta para cogerla en brazos y salir del reservado.

—Ni se te ocurra darme órdenes tampoco —le musito al pasar por su lado de camino a la puerta trasera de emergencias.

©Si nos volvemos a ver (SINOSVOL) (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora