Por Joselo Rangel
Wednesday, February 12, 2014
Antonio regresaba a su casa después de haber visitado el mercado. Su casa estaba en un lugar privilegiado, ni muy cerca del centro como para engentarse cuando el pueblo se llenaba de turistas domingueros, ni muy lejos como para no ir caminando. Estaba harto de usar el coche, una de las razones por las que rentaba esta casa, que él consideraba de campo; quería pasar el mayor tiempo posible en ella y olvidarse del tráfico, del caos de la ciudad.
Estaba sudando, más por el esfuerzo que por el calor. Era difícil caminar por el empedrado, pero a Antonio le gustaba. Cada complicación la veía como algo para disfrutar.
La gringa que le rentó la casa parecía que en vez de promocionar el pueblo no quería que nadie se instalara en él. Era extraño, pues se dedicaba a los bienes raíces, rentaba y vendía casas, también terrenos para construir. La gringa, que se movía y comportaba como si antes hubiese sido muy guapa, le dio tantas advertencias que cualquier otro hubiera dicho que mejor no, que prefería quedarse en la tranquilidad del Distrito Federal. Tal vez actuaba así para que luego no le reclamaran. Le advirtió del clima, que llovía muchos meses del año; le advirtió de los perros, que había muchos sueltos y que de repente, sin previo aviso, atacaban.
La última advertencia fue sobre los lugareños. Que tuviera cuidado con ellos. No entró en detalles, pero daba la impresión de que quería contar muchas cosas. Antonio sabía que la gringa esperaba la pregunta que desencadenaría una avalancha de chismes, de dimes y diretes, de habladurías. Pero él odiaba esas cosas, quería alejarse de eso. Ya lo había vivido bastante: en su familia, en su trabajo, con su ex esposa, hasta con sus amigos más queridos. Estaba harto de chismes.
Todos los días iba caminando a comprar algo al mercado, cualquier cosa, con tal de salir a caminar. En su trayecto olía las flores que había en la vereda y siempre se prometía investigar qué flor era aquella, qué árbol era aquél. Le llegaba también el humo de los anafres, y creía oler las tortillas recién hechas, pero sólo era el olor de la leña quemada. Mas adelante olía a estiércol de vaca y después, inexplicablemente, a copal. Escuchaba la radio a todo volumen salir de las ventanas de las casas, sin reconocer ni una sola canción. La mayoría hablaban de despecho más que de amores correspondidos.
Hoy, a diferencia de otros días, había comprado fruta. Iba pasándose la bolsa de una mano a otra, arrepintiéndose de traer tanta. Seguramente no se las comería todas y se echarían a perder.
Vio a lo lejos a unos niños jugando futbol. Ocupaban toda la calle por la que el tenía que pasar. No había banquetas, ni coches estacionados, así que el juego no era interrumpido por nada. La pelota rebotaba en las paredes de las casas. Era obvio por qué habían escogido esa calle para jugar al futbol. Una portería, marcada con dos piedras grandes, estaba de un lado y del otro, una hecha con un morral de manta y un backpack. La mitad de los niños traían el torso desnudo, una forma de distinguir a rivales de compañeros.
Antonio se fue acercando viendo que los jugadores estaban muy entrados en el juego. Se detuvo un momento, esperando que lo dejaran pasar, la calle era algo angosta, pero los niños siguieron su juego. Bueno, tendría que cruzar de todos modos, así que lo hizo por el lado izquierdo, no tan pegado a la pared como hubiera querido. El juego se concentraba en la portería que estaba más alejada, así que apuró el paso, no quería recibir un balonazo. De repente la pelota voló a sus pies y de manera instintiva la paró y le dio una patada. No era muy afecto al fut, de hecho no lo veía ni lo jugaba, pero siempre que tenía una pelota o balón cerca, intentaba unas dominadas. Así que la pateó, y por azares del destino la pelota cambió de equipo y pasó de los descamisados a los de camisa. Su pase había sido perfecto y no fue desperdiciado por el jugador que tomó la pelota y metió un gol.
Los de camisa celebraron la anotación gritando de júbilo mientras los sin camisa miraban a Antonio fijamente, sin decir palabra, como si hubiese cometido la peor falta de todas. "Perdón", atinó a decir Antonio, pero lo dijo tan bajo que nadie lo escuchó. No importaba que lo hubieran oído o no, seguramente no lo hubieran perdonado.
Se hizo un silencio sepulcral, solamente se escuchaban los ladridos de los perros en la lejanía, como siempre. Los descamisados lo comenzaron a rodear, y los que estaban en la portería por la que debía cruzar se apuraron a cortarle el paso.
Antonio, viéndolos más de cerca se dio cuenta que no eran niños, eran adultos pero mucho más bajos de estatura que él. Sus torsos morenos estaban sudorosos. Sus cuerpos flacos, pero correosos, parecían dispuestos a atacarlo.
Antonio siguió caminando a su paso, yendo lentamente hacia la portería, en donde había un machete afilado encima del morral de manta que servía de poste. Cruzó a su lado temiendo que a alguien se le ocurriera cortarle un brazo o rebanarle la cabeza.
Pero no sucedió nada. Siguió caminando sintiendo la mirada de todos en su espalda.
La bolsa de fruta le comenzó a pesar demasiado. Se la cambiaba de mano constantemente pues no soportaba su peso con ninguna de las dos. Así que decidió dejarla en el camino, recargada en un tecorral. Alguien la encontraría o se echarían a perder, no le importaba.
De todos modos él se regresaba hoy mismo al caos familiar del Distrito Federal.