Libertad

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Por Joselo Rangel

Wednesday, August 27, 2014




Lo primero que cargó fue el bombo. Por obvias razones, parecía el más difícil de llevar, era el elemento más voluminoso de su instrumento. No metió los demás tambores adentro, como siempre hacía, pues iba a pesar mucho, y no sabía la distancia exacta que debía cargarlos. Chalo pensó que resultaría más fácil cargar pieza por pieza. Pero no. Aunque la subida en ciertas partes no estaba tan empinada, todo terminó pesando un chingo. Cargar los fierros le había costado mucho trabajo. Los stands de los platillos, del hi hat, parecía que pesaban toneladas. No es que no lo supiera, tenía claro que su instrumento es el menos ligero de todos, además no era la primera vez que cargaba su batería él sólo, haciendo miles de viajes acarreando cada pieza, pero sí la primera vez que lo hacía subiendo un cerro.

El terreno estaba lleno de piedras, magueyes y nopales espinosos. Tenía que irse con calma, una caída podría ser peligrosa, no fatal, pero sí dolorosa. Así que tuvo que hacer mil viajes. Lo que más le dio rabia fue tener que hacer un viaje cargando sólo el pedal del bombo, pero es que se le había escondido debajo de un asiento. Odiaba olvidar alguna pequeña pieza en el coche pero siempre le pasaba, la llave con la que afinaba los parches, por ejemplo. Por eso tenía varias, pero eran tantas que no sabía bien en dónde las dejaba.

La verdad es que había estacionado el coche algo lejos. Bueno, estacionar es un decir, lo había dejado ahí nomás, pues llegó un momento en que su automóvil no pudo seguir avanzando por esa brecha que se suponía que era un camino, y ahí, sin más, apagó el motor.

El cerro se veía cercano, pero sólo se veía. Subirlo cargando la batería había resultado más difícil de lo que se imaginaba, pero por fin lo logró. Ahí estaba, solo, en la cima. Dejó las piezas diseminadas en el suelo mientras veía a su alrededor: nadie, ni un alma. Su coche se veía allá a lo lejos. Era la única prueba de civilización en kilómetros a la redonda. Le dio la espalda para no verlo, y sentir que era Adán en el jardín del Edén. Incluso pensó que podría desnudarse, al fin y al cabo no había nadie. Tal vez lo hiciera más tarde. Extendió la alfombra en el terreno más plano y comenzó a armar la batería.

Amaba su instrumento. Con locura. Desde que comenzó a tocar siendo bien chavito, se convirtió en su obsesión. Se despertaba y agarraba las baquetas que había dejado en el buró la noche anterior y comenzaba a pegarle con ritmo a la almohada, a sus zapatos, a los peluches de su hermana pequeña. Se sentaba a desayunar haciendo redobles imaginarios en el aire. ¡Chalo! ¡Ya deja eso! Le decía su mamá, y si no le hacía caso le confiscaba sus baquetas, las únicas que tenía. No tenía bataca, así que practicaba con lo que tuviera a la mano. Hubiera querido usar cacerolas y sartenes, pero sus papás se lo prohibieron, sólo lo dejaban usar los cojines. Trataba de desquitarse en la clase que tomaba todos los lunes, pero ahí también el maestro le decía que no le pegara tan fuerte, que para controlar bien los movimientos que estaba aprendiendo, tenía que matizar. Chalo seguía los consejos de su maestro al pie de la letra, pero un día se dio cuenta de que la razón por la que le pedía que no le pegara tan duro, era que el maestro no quería hacer tanto ruido porque sus vecinos se quejaban, y si lo corrían del departamento no tendría dónde dar clases.

Gracias a que el maestro les dijo a los papás de Chalo que éste tenía talento, ellos hicieron el esfuerzo de comprarle una batería para que practicara en casa. Por fin voy a poder pegarle tan fuerte como yo quiera, pensó. Pero sólo pudo hacerlo una semana, porque a la siguiente sus papás se sentaron a hablar con él, junto con su maestro, para saber de qué manera podían atenuar el sonido que los molestaba, tanto a ellos como a los vecinos, porque aunque vivían en una casa y no en departamentos, el sonido llegaba a toda la cuadra.

Textos Mutantes (Cuentos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora