Olivido

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Por Joselo Rangel

Wednesday, May 13, 2015




No había querido ir a verlo al hospital. Le causaba una gran pena ver a su excompañero de grupo en una situación tan lamentable. Pero cuando le llegaron los rumores de que pronto iba a morir, y que por eso estaba ya en su casa, decidió hacerle la visita que le debía desde hacía años.

Los rencores y diferencias parecían haber desaparecido. Los años y la vejez se habían llevado gran parte de ellos. Los que aún quedaban fueron barridos por la enfermedad. Se encontrarían si no como dos viejos amigos, al menos no como los enemigos en los que se convirtieron, tanto en la realidad como en la mitología musical roquera de su tiempo. Así como habían sido tan cercanos en sus inicios, de la misma forma fueron antagonistas al final de la trayectoria meteórica de su grupo.

— ¿Cómo estás? — le dijo Rogelio. Una enfermera lo había conducido hasta una cama de hospital instalada en medio de la sala.

— Pues ya ves. Quién iba decir que una enfermedad nueva surgiría en estos tiempos. — Dijo el enfermo, que no se veía tan mal, pero que estaba en las últimas.

Sí, era raro. Rogelio sabía que Zaratustra era de hierro: incansable en las giras, en la promoción de sus discos, en la farra después del concierto. Además siempre fue un atleta que cuidaba su alimentación primero por vanidad y luego por salud. Aun así no se privaba de nada. Disfrutaba la vida y tenía una actitud positiva ante el mundo. Además, no había dejado que la vejez se le notara: su pelo estaba pintado de una manera tan perfecta, que cualquiera juraría que era su color natural. No tenía arrugas. Las operaciones estéticas le habían sentado bien, al menos lograron que los jóvenes siguieran considerándolo uno de ellos, y compraran su música sin importar que a algunos les llevara más de cincuenta años de edad. Fue una suerte que la música grabada volviera a ser un negocio rentable como lo había sido antes, gracias a ello Zaratustra gastó mucho dinero en su salud y en su apariencia sin que eso lo llevara a la quiebra. Con el cáncer, el Sida, y el Alzheimer convertidos en enfermedades del pasado, Rogelio creyó que su excompañero viviría para siempre, pero no, ahora estaba ahí, postrado, esperando la muerte.

A diferencia de él, Rogelio tenía el pelo completamente blanco. Estaba lleno de pecas encima de la piel blanca, delgada como un pergamino. La historia de su vida se contaba en cada pliegue, en cada arruga que cruzaban milímetro a milímetro su rostro. Sus manos le temblaban al tratar de sostener algo, pero se le olvidaba cuando tomaba la guitarra, y esos temblores los utilizaba a su favor para hacer vibrar las cuerdas como si de un trémolo muy especial se tratara. Había envejecido, no se había cuidado. Era un abuelo y así era considerado por todos, no lo escondía. Dejó de tocar en público porque ni los jóvenes ni los viejos querían ver y escuchar a un adefesio. Lejos quedaban en el pasado los días en que el público admiraba a los dinosaurios. Aquello era muy de la primera década del milenio, incluso de la segunda. Ahora el asunto era otro.

— Tendría que ser yo quien estuviera en esa cama, no tú.

— Ni lo digas porque te cambio el lugar, pero aunque quisiera no se podría.

No, no se podría. Aunque quién sabe. Nadie lo tenía muy claro, ni la medicina más avanzada sabía de dónde venía esta nueva enfermedad. El cuerpo se iba consumiendo poco a poco, como si se empequeñeciera. En Zaratustra ya se notaban los efectos, o quizá era esa la impresión que tenía Rogelio porque sabía que eso era lo que le estaba pasando a su amigo. ¿Amigo? no era así como pensaba de él hace un año. Aunque el rencor se había ido diluyendo con el tiempo.

— ¿Por qué nos peleamos?

— No sé ¿no te acuerdas? tú eres el sano. Además de irme empequeñeciendo mi memoria está cada vez peor. Aunque ahora es muy fácil echarle la culpa a esta pinche enfermedad. Tal vez sólo sea que estoy muy ruco.

— Estamos.

La enfermera que lo cuidaba no era cualquier cosa. Rogelio jamás había visto una mujer como ella. Era hermosísima, estaba al final de sus veinte, o quizá ya entrada en su treintena. De todos modos, en comparación con ellos, era una niña. Rogelio no podía dejar de verla. Caminaba de aquí para allá arreglando la cama, agregando alguna sustancia al suero al que estaba conectado Zaratustra.

— ¿No te dio miedo venir a verme? No es contagioso, pero ya sabes lo que dice la gente en la calle. Los doctores aseguran que no, pero aun así nadie ha venido.

— ¿Y la cama en medio del sala? pensé que recibías visitas todo el día, todos los días.

— Fue para unas fotos. Y me gustó estar aquí. Ver mi casa desde esta perspectiva. Además, que buena vista ¿no? — Zaratustra volteo a ver también a la enfermera, que Rogelio no dejaba de admirar.

— Sí, muy buena. Ya sé, la gente no se fía, en una de esas resulta que sí es contagioso. Entiendo que nadie se quiera morir. ¿Pero yo? Creo que ya estoy listo. Y si no lo estoy, podría estarlo.

— Tal vez lo dices porque no te vas a morir como yo.

— Sí, tal vez.

Vieron todavía un rato a la enfermera, que seguía en su tarea. Hacía cosas que parecían útiles, pero Rogelio comenzaba a dudar de su verdadera función. Sobre todo cuando se inclinó en un cajón mostrando sus nalgas apretadas en esa falda blanca que le quedaba tan bien. Zaratustra hasta levantó la cabeza de la almohada para ver mejor. Rogelio le ayudó y juntos observaron por un buen rato cómo la enfermera buscaba algo infructuosamente en un cajón misterioso.

— No sé por qué nos peleamos. — dijo Zaratustra al recargar por fin la cabeza en la almohada. Daba la impresión de estar muy cansado. — Pero parece que ya no importa.

— Seguro ya no importa.

— ¿Podría haber sido por una mujer?

— Tal vez. Pero no creo. Recuerdo que leí en una de tus biografías, que incluía una parte de cuando estábamos juntos en el grupo, y parece que se trataba de otra cosa.

— ¿En serio leíste esos libros?

— Claro ¿tú no?

— La verdad sí. Pero por suerte esta enfermedad se está llevando todo al olvido. Incluso escribí uno. Bueno, me ayudaron, yo sólo hablaba sin ton ni son. Alguien lo acomodó después.

— Deberíamos pedir una copia, o preguntarle a ese escritor que te ayudó ¿cómo se llama?

— No me acuerdo. Por suerte. Es mejor haberlo olvidado.

— Sí, es mejor.

Rogelio se sintió a gusto. Como en aquellos tiempos en que Zaratustra y él eran verdaderos amigos, con grandes planes, con ideas de canciones, aquellos tiempos en donde estar juntos era suficiente.

La enfermera se acercó y se puso a arreglar la almohada del enfermo. Para hacerlo se cruzó entre los dos, muy cerca, casi tocándolos. Rogelio percibió su perfume y lo inhaló con deleite.

— Creo que voy a venir a visitarte más seguido.

— Cuando quieras, cuando quieras.

Textos Mutantes (Cuentos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora