Por Joselo Rangel
Wednesday, February 26, 2014
Miriam no entendía por qué habían escogido ese hotel. Había llegado tan cansada que no reparó en la calidad del lugar en el que se hospedarían, mucho menos en su ubicación. Lo que ella quería era dormir. Después de haber viajado tantos kilómetros por una carretera espantosa y de conocer a los papás de su recién estrenado marido, Rodrigo, estaba muerta de cansancio.
Por suerte el cuarto tenía aire acondicionado, así que lo puso al máximo hasta dejar la habitación hecha un congelador. Aunque traía varios modelos de camisones muy sugestivos, se metió a la cama con los calzoncitos que traía puestos y la primera camiseta que encontró.
Rodrigo, después de pasar al baño, se metió en la cama y, aunque no tenía muchas ganas de hacer el amor, se le insinuó a su esposa pegándose a su espalda, pero Miriam ya estaba dormida; respiraba profundamente alcanzando el séptimo sueño en un tiempo récord. Contento de haber cumplido su papel de nuevo marido sin hacer nada, él también se durmió.
Miriam no supo qué la había despertado. Estaba tan cansada que no sabía qué era ese temblor en su cama. No podía relacionarlo con nada conocido. Se sentó en la cama y sacudió el hombro de Rodrigo hasta que lo despertó.
—No es nada, es el tren—y se volvió a dormir.
Escuchó cómo el tren hacía sonar su silbato; cada vez el estruendo era mayor. Veía a Rodrigo a su lado dormir plácidamente y no entendía cómo podía seguir dormido con tamaño escándalo. Como ella estaba despierta volvió a sacudir el hombro de su marido. No se le hacía justo que él pudiera dormir tan tranquilamente.
—¿Qué a ti no te molesta?
—No. De chiquito había unas vías cerca de mi casa.
—¿Ah, sí? No sabía. ¿Cómo pudiste acostumbrarte a tanto ruido?
Pero Rodrigo ya se había vuelto a dormir. Miriam se levantó al baño y tomó un poco de agua de la botella de cortesía del hotel. El agua sabía rara. Revisó la etiqueta; obviamente era una marca desconocida. Una marca local, sin duda. Tiró el agua sobrante y sacó una botella Evian que traía en su bolso personal. Se metió en la cama y tratando de olvidar el dichoso tren intentó dormir. Pero no podía.
Todo había sucedido muy rápido. Conocer a Rodrigo, enamorarse de él y casarse parecía un solo y único movimiento. Del mismo modo que al saciar la sed nos servimos un vaso de agua y lo bebemos, así actuó Miriam al conocer a Rodrigo. Ella sabía muy bien lo que quería por más que sus papás le dijeran que estaba usando a ese muchacho para salirse de casa. ¿Por qué dejaba la vida familiar por un joven al que apenas conocía? Nadie sabía que ella no necesitaba años, como todos los demás, para conocer bien a alguien. En ese aspecto era única. Tres meses fueron suficientes para llegar al altar. Fue tan rápido el casamiento que los papás del novio no pudieron asistir. Ella ni siquiera los conocía al momento de decir "sí, acepto", por eso habían hecho este viaje. Así mataban dos pájaros de un tiro: luna de miel y conocer a la familia de su adorado Rodrigo.
Miriam soñaba que estaba en unos baños públicos y que el agua brotaba de un lavabo. Ella trataba de cerrar la llave y no podía. El agua se derramaba por todo el suelo. De repente un terremoto hacía que de todas las tazas saliera agua con heces fecales. Miriam veía con asco cómo la mierda llegaba hasta sus pies, pero no podía moverse pues el temblor continuaba y ella, agarrada a un pilar del baño, prefería aguantar a resbalar enmedio de toda esa caca. Una sacudida más fuerte la hizo soltarse y se despertó para darse cuenta que el terremoto del sueño era otro tren.
Rodrigo no estaba en la cama. Miriam lo buscó en la oscuridad del la habitación; no estaba ahí. Pensó que estaba en el baño, pero de repente una sombra se movió en el balcón.
—¿Qué estás haciendo allá afuera?
El sonido del tren se escuchaba a lo lejos. Había pasado hacía algunos minutos, aún sentía un ligero movimiento en el piso elevado del balcón. Rodrigo fumaba un cigarro recargado en el frágil barandal.
—Hacía mucho que no escuchaba un tren. De chico jugábamos mucho en las vías. Poníamos una moneda de veinte centavos en un riel, con mucho cuidado para que no cayera antes de tiempo, y el tren pasaba sobre ella, convirtiéndola en un pedazo de cobre liso liso. La teníamos que buscar entre las piedras pues salía volando. Estaba tan caliente que teníamos que esperar a que se enfriara. Mis papás nunca se enteraron, si no, imagínate la madriza que me hubieran puesto.
Miriam le pidió una fumada, le dio dos o tres caladas y apagó el cigarro en el barandal metálico, como si estuviera matando a un animal ponzoñoso. Tiro la colilla a la oscuridad.
—Pues si vuelve a pasar otro de esos trenecitos, nos vamos de este pinche hotel.
De regreso a la cama, Miriam se tropezó con el regalo que le había hecho su suegra: una figura del Quijote tallada en madera por ella misma. La mitad de la visita la señora se pasó hablando del taller al que asistía en la Casa de la Cultura del barrio. Hablaba de gubias y de la dureza de distintas maderas; nadie entendía nada y tampoco a nadie le interesaba.
Conforme la plática seguía, Miriam descubrió, no sin cierta tristeza, que algunos ademanes y actitudes que en Rodrigo le gustaban, en sus suegros no los podía soportar. Cómo se reían mostrando los dientes, cómo pelaban los cacahuates y se los aventaban a la boca, cómo celebraban el sabor de la Coca Cola como si ellos la hubieran hecho en casa. Cosas sin importancia, Miriam lo sabía, pero...
La casa de los papás de Rodrigo era tan pequeña que tuvieron que hospedarse en un hotel. Al otro día los esperaban a desayunar para que Miriam conociera un poco más a sus nuevos suegros. El reloj marcaba las cuatro de la mañana. Se metió a la cama y rogó a Dios poder dormir hasta bien entrada la mañana.
Miriam se despertó y no tuvo que preguntarse qué era lo que la había despertado. Otro tren pasaba muy cerca del hotel, pero al parecer no sólo pasaba de largo sino que se detenía, volvía a andar y se regresaba. Miriam vio que Rodrigo ni siquiera se inmutaba, seguía dormido como si nada pasara, y eso que esta vez el tren hacía más ruido que nunca. En vez de despertarlo se levantó sin hacer ruido y empezó a recoger sus cosas. Llevaba tres meses de novia con este hombre que roncaba en la cama y menos de una semana casada con él. ¿Cómo pretendía conocerlo? A ella los trenes no le importaban en lo más mínimo. No significaban nada para ella hasta este momento.
Se dio cuenta de que no los soportaba, que lo que más odiaba en la vida eran los pinches trenes.
Se cambió en el baño y metió sus pinturas en el neceser, guardó toda su ropa en la maleta lo mejor que pudo. Vio a su marido por última vez dormido en la cama. Salió del cuarto y al cerrar la puerta un silbato se escuchó a la distancia, anunciando que el tren seguía su camino hacia quién sabe donde.