Por Joselo Rangel
Tuesday, June 10, 2014
Todo era culpa del perro. Esteban no salía a la calle a jugar con los niños de la cuadra, porque el perro del vecino de enfrente le comenzaba a ladrar, mostrándole los dientes, logrando así que se cagara de miedo. Cuando llegaron a vivir a esa casa, su mamá insistía en que no se quedara viendo tele tanto tiempo. Sal a hacer amiguitos, le decía. Él se asomaba por la ventana y los veía allá afuera, jugando al bote pateado, a las traes, al gol-para. El perro era un compañero más de los niños que corrían de un lado para otro. Tenía ganas de salir a jugar pero no veía la manera de entablar amistad.
Fue hasta que su mamá lo tomó de la mano, lo sacó a la calle y les dijo a los niños desconocidos: este es Esteban, su nuevo vecinito, ¿no quieren jugar con él? La mayoría nomás se le quedó viendo, sólo uno se acercó a saludar. Pero el perro le ganó, llegó antes hasta donde estaba y le comenzó a ladrar. El animal no lo hizo enfrente de su madre, ésta ya se había metido de nuevo a la casa, así que no fue testigo del acoso canino, por eso lo regañó al verlo entrar segundos después. No vio lo pálido que estaba, el perro lo había asustado mucho.
Antes de este incidente Esteban no le tenía miedo a los perros. De hecho le gustaban, aunque nunca lo habían dejado tener uno, pues vivían en un departamentito. Ahora que se habían mudado a vivir a una casa, pequeña pero casa al fin, podían tenerlo. Cuando sus papás lo propusieron, Esteban dijo que mejor no, que para qué. No les dijo la verdad. Había comenzado a recordar historias macabras que contaban en la escuela, de perros que se vuelven locos y atacan a sus dueños.
El perro no era de ninguno de los vecinitos, era de un señor ya grande, que vivía justo enfrente. La mascota se la pasaba en la puerta de la casa, y corría cuando algún niño salía a jugar.
Su papá le dijo que seguramente el perro le había ladrado porque no lo conocía, y que ahora que ya lo había olido, jamás volvería a mostrarle los colmillos. Pero no fue así. Cuando un día su mamá lo mandó a comprar leche a la tienda de la esquina el perro lo vio y se fue sobre él, tirando dentelladas a sus tobillos y dando tamaños gruñidos que hubieran espantado hasta al adulto más valiente.
Nunca volvió a salir, al menos no en la tarde. Su papá lo llevaba al colegio en coche y su mamá lo traía de vuelta. La escuela estaba lejos, y a sus papás no les pasaba por la cabeza mandarlo solo en camión como a otros niños.
Así que se la pasó encerrado. Viendo tele, leyendo cómics, armando aviones a escala, resolviendo rompecabezas de miles de piezas. Decía no aburrirse, pero muchas veces se descubría asomado a la ventana viendo jugar a esos niños que hubieran podido ser sus amigos si no fuera por el maldito perro.
Él hubiera sido mejor portero, porque ese que ponían siempre, era malísimo; desde donde estaba descubría en qué lugar se habían escondido todos, y eso que también cerraba los ojos como si fuera él al que le tocaba buscar; si el perro lo dejara estar allá afuera, seguro que hubiera andado con esa niña que le gustaba, y ella lo hubiera preferido a él en vez de al gordo ese.
Pero el perro seguía ahí. A veces parecía verlo desde allá afuera. Levantaba las orejas y se quedaba quieto mirando en su dirección. Esteban creía que era imposible que lo viera asomado detrás de las cortinas —ninguno de los niños volteaba jamás hacia su ventana— pero en realidad no sabía nada de perros. Quizás tenían una percepción distinta al ser humano. Decidió investigar todo lo posible sobre el mejor amigo del hombre. Llegó a ser un experto, pero aunque en los libros le explicaban cómo lograr someter a un perro, nunca lo intentó. Una cosa son los libros y otra la realidad, pensaba.
Tenía fantasías en donde lo mataba. El perro se le abalanzaba a la yugular y él lo detenía con sus manos desnudas, ahorcándolo. La niña que le gustaba se acercaba a limpiar a Esteban de las babas rabiosas que el perro, inexplicablemente, había comenzado a segregar al verlo. Despertaba de su sueño cuando se daba cuenta de que todos los niños, incluida la niña, lo odiarían por matar a la mascota que habían adoptado como suya.
Cada vez se asomaba menos, y cuando lo hacía, no veía tantos niños en la calle. Pero el perro seguía ahí. Apenas movía un poco la cortina para asomarse, el animal se ponía alerta, dejaba de hacer lo que estuviera haciendo, levantaba las orejas y —según Esteban— lo miraba fijamente a los ojos. A veces se quedaban así, aguantando la mirada, más de diez, veinte, treinta minutos, como si fueran competencias. Era su enemigo, su némesis. Y hasta ahora el perro había ganado, porque él estaba encerrado, y el perro allá afuera, libre.
Un día Esteban notó que el perro se movía más despacio, no entendía bien por qué. La mirada del perro era distinta, nada amenazadora. Parecía triste, resignado. Lo más extraño es que sentía que le quería decir algo. Esteban hizo algo que nunca había hecho, cerró la cortina, y fue y se paró en medio de la calle. Solo ahí se dio cuenta que había pasado mucho tiempo, y que ya no era un niño. Si para él eran muchos años, con más razón para el perro. Este debería ser un anciano, y como tal se movió: caminó lentamente hacia él, y le dio dos o tres ladridos, que casi no se escuchaban. Inofensivos. Era como una tos.
Esteban se quedó parado sin moverse, y aunque parezca mentira, al principio sintió terror, luego sólo miedo. Después pasó a la risa, y al final le dio lástima.
—Estás muy viejo ya. —le dijo al perro, que pareció entenderlo. Este lo miro y se dio la vuelta para ir a acostarse a la entrada de la casa de su dueño, cerrando los ojos.
Esteban vio la calle desde una perspectiva desconocida hasta ese momento. Vio su casa más pequeña de lo que la recordaba. Se imaginó asomado por la ventana, detrás de las cortinas. Sintió algo raro, no supo bien qué. Volvió a mirar al perro, que no se movía de su sitio. Seguía con los ojos cerrados.
— ¿Crees que esté muerto? —dijo una voz a su espalda.
Era la niña que siempre le había gustado, sólo que, al igual que él, había crecido, ya no era para nada una niña.
—No sé. Espero que no —le contestó.
Esteban se dio cuenta de que se sentía mejor si el perro amenazante seguía vivo, de lo contrario, si en realidad estuviera muerto, ¿cuál sería su victoria? ¿Cómo podría comenzar a vivir libre?