Por Joselo Rangel
Wednesday, October 15, 2014
— ¿Por qué usas ese vaso? ¿Que no sabes que tardará más de un siglo en deshacerse?
Levanté la vista del libro que estaba leyendo. Lo primero que vi fue el cuchillo que traía una. Los llaman carniceros, y pueden cortar una res en dos. Bueno, tal vez no tanto, pero degollarme sí. La otra también traía un cuchillo, mucho más chico, pero no por eso menos peligroso. Parecían hermanas gemelas, aunque después de un rato te dabas cuenta que una era ligeramente más grande que la otra, y luego se notaba que no eran parientes, es más, que no tenían ningún parecido, sólo que traían el pelo largo y lacio.
—Tengan cuidado, no se vayan a cortar o lastimar a alguien ¿qué hacen jugando con esos cuchillos? ¿Dónde están sus papás?
—En la playa. No contestaste a nuestra pregunta ¿por qué usas unicel?
Miré el vaso que tenía encima de la mesita, a medio llenar de mezcal. Entendí a lo que se referían estas niñas de ocho años con conciencia ecológica. Seguramente sus papás y maestros de la escuela les habían inculcado todo ese choro de que "estamos generando basura al planeta desde hace miles de años". La verdad es que en la tienda no tenían otro tipo de desechables, y en la casa de playa que unos amigos me prestaron para pasar una temporada escribiendo, no había nada, ni siquiera vasos. Tendría que comprar todo. Tampoco tenía por qué contestarles, pero lo hice.
— Fue el único que encontré.
La del cuchillo grande volteó a ver a la otra y le dijo:
—Típico ¿verdad Luna? —y, volteando a verme, me dijo —según nuestra maestra es el primer pretexto que la gente usa: "no tenía otro vaso". El segundo: "es que es más práctico".
—Pues sí, ese usaría yo. Lo siento niñas, al rato voy a comprarme unos caballitos de cristal, o unas tazas de barro, al menos.
—Pero en serio —dijo la niña que estaba detrás, y levantó el cuchillo pequeño, amenazante. Me reí.
—No te rías. Estamos aquí para defender a la Madre Tierra. —lo dijo así, como con mayúsculas.
— Ok, ok, no me río. Qué bueno que la protegen.
—No lo vayas a tirar al mar —dijo la del cuchillote a modo de despedida. Entonces se dieron la vuelta, y salieron corriendo hacia el mar. Me dio miedo que se lastimaran, pero total, no eran mis hijas. No tenía descendencia ni pensaba tener.
Las niñas eran muy bonitas, piernas largas, nariz respingada llena de pecas por el sol, una hasta tenía los ojos verdes, como de película. Me dieron ganas de conocer a sus mamás. Las vi correr un tramo y luego detenerse a recoger un pedazo de plástico azul que estaba enterrado en la arena. Al sacarlo descubrieron que era una cubeta destrozada, una basura más de las que poblaban toda la playa. Siguieron caminando hasta perderse, recogiendo basura.
La casa que me habían prestado no estaba mal, lo malo era que la habían saqueado, el velador la abandonó sin avisar y se robaron todo. Robaron muebles, refrigerador, la cocina y los cubiertos. No dejaron ni las llaves del baño. Mis amigos se deprimieron al punto de ya no saber qué hacer con ella. Cuando llegué la casa no se podía habitar. Contraté a una pareja que vivía cerca para que me ayudaran a arreglarla un poco. Mientras la señora limpiaba la casa por dentro, el marido cortaba a machete los matorrales y yerbas que habían crecido en el patio que daba a la playa. Aún no había llegado la civilización hasta acá, pero seguro en unos años esta zona estaría repleta de hoteles de lujo.