Por Joselo Rangel
Wednesday, April 9, 2014
Ernesto había visto que los vendían en un crucero, ahí donde se hacía tráfico a las 8 de la mañana. Un muchacho pasaba por entre los coches con tres pequeños bates de beisbol: dos en la mano izquierda y uno en la derecha, el cual balanceaba con destreza. Se veían macizos.
Siempre pensó en ellos como un juguete. Como no tenía hijos, y sólo sobrinas, nunca se había atrevido a comprar uno. Le daban ganas porque de chico jugó beisbol con unos primos de Monterrey en unas vacaciones de verano. Pero se sentía ridículo comprando un bate. Además estos se veían más cortos, no los recordaba así. A menos que realmente tuvieran ese tamaño y ahora, al crecer, los viera tan pequeños.
Un día que no circulaba su coche un amigo, Edgar "El Chicarcas", le dio un ride a la veterinaria en donde trabajaba. A un lado del asiento del conductor traía uno.
– ¿Y ese batecito? siempre me han llamado la atención ¿se lo compraste a algún sobrino pa' jugar beisbol? – preguntó.
– Jajaja. Es para mí. Pa' jugar beisbol con los huevos de quien se me ponga al brinco.
– ¿Cómo?
– No es para jugar. Es pa' las madrinas.- dijo el Chicarcas, y se soltó contando una historia de esas que siempre contaba:
Un día vio como una señora bien viejita chocó contra un coche. Un golpecito nomás, pero el dueño del auto afectado se bajó como energúmeno a hacérsela de pedo a la pobre anciana. Le pateaba la puerta, y la incitaba a que se bajara a pelear. Se estaba formando tráfico, los coches estaban parados, y aunque todos veían que no era justo que el güey ese le gritara así, pues el choque no ameritaba tanto pedo, nadie hacía nada. Así que el Chicarcas, bien chaparrito pero bien valiente, se bajó de su auto con su bate, y sin que el energúmeno se diera cuenta, le dio un batazo bien colocado en las pantorrillas, que lo hizo doblarse y caer al suelo. El Chicarcas le dijo a la viejita que se fuera, mientras él se quedaba con el bate en la mano para arreglar el asunto.
– ¿Y se levantó para madrearte? – preguntó Ernesto.
– Pinche marica. Se quedó sobándose las piernas, bien chillón. Nomás le dije: pa' que no ande de culero con las ancianitas. Le hice una finta con mi bate mágico y me fui.
Ernesto era muy pacífico. Demasiado. Amaba más a los animales (por eso se había hecho médico veterinario) que a los humanos, pero jamás había golpeado a nadie. Aun así se descubría teniendo fantasías en donde se madreaba gente. Al microbusero que se le cerraba, o a algún güey que le gritaba una leperada a su novia aunque él estuviera ahí.
Así que la siguiente vez que pasó por el crucero se compró su batecito. No vaya a ser que algún día lo necesite en esta pinche ciudad violenta, pensó. Lo traía igual que el Chicarcas, entre el asiento y la puerta del conductor. Ana, su novia, tardó en verlo aunque llevaba ahí semanas. Le preguntó que para qué lo quería. Ernesto le contó la historia del Chicarcas.
– ¿Así que ahora vas a golpear gente? ¿Tú? – le dijo su novia con sorna, pero dándole un beso en la mejilla, dejando claro que estaba jugando con él.
– Sí ¿Por qué no? – le contestó Ernesto en el mismo tono de broma, pero en el fondo se sentía herido. ¿Sería capaz de usarlo alguna vez?
El bate siguió ahí tanto tiempo que Ernesto ya casi ni lo notaba. Había pasado a ser una más de las cosas inservibles que se acumulaban en su coche y que no se decidía a tirar. Nunca lo había usado. Su novia lo conocía aún más que él mismo. Quizás por eso había decidido casarse con ella.
Faltaban todavía muchos meses para la boda pero Ana quería ver lugares para el evento. A Ernesto le cagaban las bodas que se hacían fuera del Distrito Federal, pero aceptó por la insistencia de Ana que la hicieran en algún lugar de Morelos: Cuernavaca, Cocoyoc, Cuautla. Al fin y al cabo sus papás iban a pagar la hacienda, el jardín o lo que consiguieran. Ya hasta se sabía la carretera México- Acapulco.
Un día vieron cómo el coche que iba enfrente de ellos atropelló a un perro que se estaba cruzando la autopista. El perro voló hacia la cuneta, a un lado de la carretera. Ernesto se detuvo más adelante. El coche que atropelló al perro ni siquiera bajó la velocidad.
– Le dio en las patas traseras, seguro todavía sigue vivo – le dijo a modo de explicación a Ana, que se quedó en el coche muy nerviosa.
Ernesto se acercó al perro y efectivamente estaba vivo, pero no por mucho tiempo. El perro gimoteaba bajito, viendo directamente a los ojos a Ernesto, como si le quisiera decir algo.
Ernesto se regresó al coche y tomando el bate, le dijo a Ana:
– Está sufriendo. Lo voy a tener que sacrificar.
Ana lo vio desde el coche. Era una imagen ridícula: un tipo a un lado de la carretera con un bate.
Ernesto tomó el batecito con las dos manos, y con un golpe bien dado en la cabeza mató al perro. Éste dejó de moverse, como si se quedara dormido.
Ernesto tiró el bate lejos del perro y se apresuró a su coche. No quería que se parara una patrulla a preguntarle qué había pasado.
Él, a diferencia del Chicarcas, no tenía ganas de contarle esta historia a nadie.
A nadie.