18 de agosto

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La mano recorre los numerosos rectángulos blancos y negros dispuestos uno detrás de otro.

Los acaricia y una ola de serenidad aprisiona al cuerpo que se alista para ejecutar su obra.

Sin previo aviso comienza a mover sus dedos y la melodía que escucha va surtiendo efecto.

Un suave sonido en el aquel viejo piano es una inyección de paz. Suena un Do, Re, Mi y los bordes de la herida que trae en el pecho se van juntando.

Un hilo invisible de notas va cosiendo la abertura dejando a la vista una insignificante cicatriz.

Canta.

Canta muy fuerte, y desde sus cuerdas vocales surge el bálsamo que se hunde en cada fibra de su piel, sustituyendo el malestar por gloria.

Se escucha a sí mismo en perfecta armonía y se complace con el éxtasis que genera una simple canción.

Ya no hay dolor.

Ya no siente nada.

Sus intrépidas falanges continúan trazando pentagramas de paz.

Una paz que le hace olvidar sus pecados, sus eternos sufrimientos.

Una paz a la que no todos recurren porque están demasiado ocupados para notarla.

Y desde su desvencijada banqueta, frente aquel imponente instrumento de sanación exclama:

¡Equivocados están los que piensan que la Medicina lo cura todo! ¡La música! ¡La música cura el Alma!

Anatomía de un sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora