La familia es todo.

279 28 23
                                    

"La familia es todo."

La noción de familia es una tela compleja, tejida con hilos de expectativas. En el imaginario colectivo, una familia ideal consta de un padre trabajador, una madre cariñosa y hermanos con los que se puede jugar. Pero a menudo, la cruda realidad se desvía de esta imagen idílica. Algunos padres no trabajan o, en ocasiones, simplemente no sienten amor por sus hijos.

Mi familia, o al menos lo que solía llamar familia, no encajaba en ese molde. En mi niñez, no soñaba con autos de juguete rojos ni con pelotas autografiadas por mis ídolos deportivos. Más bien, rezaba para que mi padre no llegara a casa ebrio o, si lo hacía, que estuviera lo suficientemente ebrio como para ignorarnos. Sin embargo, esta última esperanza rara vez se cumplía.

Desde las cuadras a la redonda, sus gritos reprobatorios resonaban, castigándonos con palabras que cortaban más profundamente que cualquier látigo. Ser hijo de un hombre desequilibrado era un desafío, pero descubrir que éramos el chivo expiatorio de sus problemas lo hacía aún más insoportable.

Mi madre, por otro lado, nos amaba, aunque ese amor a menudo se encontraba eclipsado por su temor hacia mi padre. Era capaz de soportar que sus cigarrillos prendieran fuego a nuestros sueños y esperanzas, mientras ella observaba en silencio, lágrimas deslizándose por sus mejillas. Comprendí finalmente que, aunque mi madre podía darlo todo por mi padre, no estaba dispuesta a hacerlo por nosotros.

La familia es todo, nos decíamos una y otra vez, hasta que una mañana mi hermano mayor, Yaser, con nueve años, tomó la decisión de abandonarnos. No puedo culparlo, en realidad sí, después de todo, él era el hermano mayor, el que debía protegernos, o al menos así lo creía. Se fue sin despedirse, a pesar de haberme prometido la noche anterior llevarme a jugar al fútbol con sus amigos. Esa noche apenas pude conciliar el sueño debido a la emoción, pero a la mañana siguiente, desapareció, llevándose consigo todas sus falsas promesas.

De repente, nos encontramos reducidos a tres: Dalia, Ali y yo. Hasta que llegó el día que cambió todo.

Una tarde, en medio de una aparente calma en nuestro hogar, cuando tenía la esperanza de que mi padre no volvería, mi madre estaba enseñando a Dalia a bordar vestidos para sus muñecas. Yo estaba concentrado en colorear un avión rojo, como cualquier niño de ocho años. Ali, por su parte, miraba con asombro sus caracoles.

Ali era diferente. A pesar de tener cinco años, rara vez hablaba, pero siempre parecía escuchar. Vivía en su propio mundo, pero de vez en cuando nos recordaba que estaba allí. Antes solía hablar, aunque sus palabras estaban dirigidas principalmente a Yaser. Sin embargo, desde que Yaser nos dejó en octubre, Ali no volvió a pronunciar una sola palabra.

Admito que no llevaba una buena relación con Ali. Dios me perdone por las veces que le pegué o le grité. En secreto, lo envidiaba. Siempre parecía ser el centro de atención, incluso para nuestro padre. Era como si Ali fuera el único hijo con el que mi padre intentaba conectarse.

Esa noche, que marcaría un antes y un después en nuestras vidas, habíamos preparado una sopa de fideos que contenía más agua que fideos. La noche era fría, y juraría que había llovido poco antes del evento trascendental.

De repente, mi padre ebrio irrumpió en la casa vociferando como un demente. El miedo se apoderó de mí, y me encontraba en la cocina junto a Dalia. Instintivamente, agarré la mano de mi hermana y nos dirigimos hacia la puerta trasera. Los gritos y sollozos comenzaron a resonar en la casa mientras mi padre regresaba para llevarse a Ali. Me asomé por la ventana y vi a Ali en el sofá, con los ojos clavados en mí. A sus pies, los rastros de sus caracoles aplastados por una suela de zapato.

Sentí que Ali me suplicaba ayuda, pero mi cobardía superó cualquier instinto protector que pudiera haber tenido. Observé impotente desde la ventana mientras mi padre cerraba todas las puertas. Vi cómo derramaba bidones de agua, o eso parecía, mientras la casa se consumía en llamas en cuestión de minutos. Los alaridos de agonía de mi madre resonaban en mis oídos. Corrí hacia la puerta, pero era solo un niño de ocho años. Miré de nuevo por la ventana, ya empañada, y solo pude ver a mi padre retorciéndose entre las llamas.

Los vecinos llegaron rápidamente, pero era demasiado tarde. La casa se había convertido en cenizas, y los cuerpos se habían fundido con las brasas ardientes.

Desde ese día, Ali nunca abandonó mi memoria. Aunque deseaba que mejorar como hermano, las circunstancias hicieron que esa esperanza se desvaneciera. Con nueve años, dejé a Dalia sola en el orfanato, imitando el acto de Yaser. Una ironía triste.

Sin rumbo fijo, pasé meses en la calle, comiendo de la basura sin sentir remordimientos, durmiendo en las aceras y escondiéndome para evitar el regreso al orfanato.

Una noche de abril, con el clima templado, un hombre mayor se detuvo frente a mí. Me miró y me preguntó si quería trabajar. Fue la primera vez que alguien me llamó "hijo", y sin pensarlo, acepté su oferta, sin importar lo que pudiera deparar el futuro.

Con el tiempo, el hombre que una vez fue un extraño se convirtió en una figura paterna para mí. Me enseñó su oficio y cómo ser útil en él. Mi cuerpo pequeño y desnutrido resultó ser perfecto para tareas que implicaban esconderse entre neumáticos y transportar litros de gasolina a través de las fronteras.

A veces, el señor Suleyman me castigaba, y no puedo negar que los castigos eran severos. Pero la certeza de que él me veía como un hijo me daba la fuerza para soportarlos.

En el señor Suleyman, encontré un padre. Puede que no fuera perfecto, pero al menos me proporcionaba un pedazo de pan y un techo bajo el cual descansar.

El señor Suleyman no hacía distinciones. Nos enseñaba el negocio, el valor del trabajo y el significado de la familia. Para mí, él era un padre; para él, yo era un hijo, hasta llegar al punto de convertirme en su mano derecha.

A los 19 años, decidí buscar a mi hermana, una década después de haberla dejado atrás, con la esperanza de ofrecerle una vida mejor. Pero no había rastro de ella en Italia.

Sin embargo, todo cambió una vez más. Era una noche de octubre, encontrándome en las fronteras, cuando recibí una llamada de auxilio que anunciaba que estábamos atrapados. Corrí como nunca antes, esta vez armado con determinación, dispuesto a disparar sin piedad a cualquiera que se interpusiera en mi camino.

Lamentablemente, llegué tarde una vez más. Grité a mi padre, le supliqué, pero su mirada estaba debilitada, y se despidió de mí con una sonrisa, pronunciando el nombre de su hija.

Mis manos estaban manchadas con la sangre de mi padre, y en el suelo, yacía la de algunos de mis hermanos. Esa noche, hice una promesa solemne.

Esa noche, volví a morir, pero mi alma no encontraría paz hasta que mis manos cambiaran de sangre, hasta que pudiera derramar la sangre del asesino de mi padre.

Sombras de LealtadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora