La llama del recuerdo

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"Dos líneas paralelas nunca se encuentran, pero en algún punto infinito, todo lo que se ha separado encontrará su unión".

Yo nunca tuve infancia. No, la infancia es para los que pueden permitirse la dulzura de un abrazo, para los que no conocen el sonido de los gritos desgarrando la noche. Yo nací de las entrañas de mi madre, no para ser un niño, sino para ser un guardián. Salí de su cuerpo para protegerla de un hombre que no sabía amar, para protegerme de su desdén.

Algunos niños nacen para unir a una familia, para ser la pieza que falta en un hogar. Pero en el mío, no había hogar, solo un campo de batalla. Mi madre amaba a mi padre, un amor que fue su peor pecado. Un pecado que nos arrastró a todos, que nos rompió uno a uno. Ella miraba a mi padre y veía su juventud perdida, el primer amor al que le entregó todo. Desafió a todos por él, por ese hombre que le prometió cielos y terminó entregándole un infierno.

Pero mi padre, él, no sabía amar. Él solo sabía quebrar, aplastar, quemar. Era como un artista de la desesperación, disfrutaba viendo cómo nuestras almas se desmoronaban frente a él, cada día un poco más. Mi madre, ciega de amor, se aferraba a las palabras vacías, a esas promesas hechas de humo, como si fueran el último respiro antes de ahogarse. ¿Cuánto puede soportar un corazón antes de que el dolor lo haga estallar?

Y yo, mientras tanto, observaba. Observaba cómo se descomponía el mundo a mi alrededor. A mi padre, siempre distante, y a Ali, mi hermano. Con él, era distinto. Con él, mi padre parecía encontrar algo que nunca nos dio a los demás. Paciencia, tal vez. Quizás vio en Ali algo que le recordaba a sí mismo, algo que ni mi madre ni yo teníamos. Ali era un niño de pocas palabras, perdido en su propio mundo, mientras nosotros nos hundíamos en el nuestro. Pero ¿cómo íbamos a ayudarle, si cada día era una lucha por poner un trozo de pan en la mesa, si la sopa era más agua hirviendo que sustancia?

No, mi padre no nos sacaba a pasear, no nos miraba con cariño. Pero a Ali, sí. Le llevaba a lugares que a nosotros nos negó, le brindaba una devoción retorcida, una conexión que nunca supe descifrar. Quizás era su forma de redimirse, de encontrar algo puro en medio de la ruina que había creado.

A veces, quería culpar a mi madre, señalarla como la arquitecta de nuestras desgracias. Decirle que fue su ceguera la que nos arrastró a este agujero sin fondo. Pero no podía. O tal vez no quería. En mi mente tempranamente adulta, comprendí que ella también venía de un infierno, que solo había cambiado de demonio. Conoció a mi padre y, como cualquier joven enamorada, pensó que él le daría el cielo. Pero, como dije, él solo sabía construir más infiernos.

De niño, soñaba con crecer para sacarla de allí, darle una vida en la que ella fuera una reina sin necesidad de un rey. Pero ella me decía que nosotros éramos sus príncipes, como si esas palabras pudieran borrar las cicatrices. Mi madre cavó su propia tumba al lado de mi padre, y sin quererlo, nos arrastró a todos a su lado. Y allí quedamos, atrapados en una fosa común de promesas rotas y esperanzas que nunca verían la luz.

Dejé que mis pies me llevaran sin rumbo, caminando por horas, sin importar a dónde iba. La ciudad quedó atrás, las luces se desvanecían, y terminé en un barrio que creía enterrado en mis recuerdos. La ropa que llevaba puesta, que alguna vez estuvo limpia y ordenada, ahora estaba destrozada. Mis zapatos, apenas mantenidos unidos por el desgaste, se arrastraban por el suelo. Jamás pensé que volvería a pisar este lugar.

El olor me golpeó primero, un hedor que mezclaba miseria y abandono. Los niños de las calles, con sus risas huecas, se apartaban a mi paso, mirándome con miedo. Parecía un vagabundo, un fantasma de un pasado que todos querían olvidar. Me detuve frente a lo que quedaba de nuestra casa, aquella que se quemó y que nadie se molestó en reparar o destruir. Seguía ahí, con su puerta entreabierta, como un recordatorio de lo que pasó. Me quedé mirando el patio, y en mi mente, de pronto, apareció una niña con un abrigo rojo que se desvanecía entre sombras.

Sombras de LealtadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora